hacer algo más que sostener un pulso de miradas —y perderlo probablemente— se desplazó hasta una mesa de endrino en la que había una jarra de plata con incrustaciones doradas sobre una bandeja, también de plata, y de la que salía un tenue aroma a especias. Llenar una copa de vino caliente le proporcionó una excusa para romper el fugaz contacto visual. Necesitar una excusa hizo que soltara la jarra en la bandeja con un golpe seco. Evitaba mirar a Sashalle demasiado a menudo. Aun entonces, se dio cuenta de que la estaba mirando de soslayo. Para su frustración, no consiguió volverse completamente para encontrarse con su mirada.
—Dile que no, Sashalle —añadió—. Su hermano seguía vivo cuando se lo vio por última vez, y la rebelión contra el Dragón Renacido no es algo por lo que tenga que preocuparse la Torre; y menos ahora que ha terminado. —A su mente acudió el recuerdo de Toram Riatin huyendo en medio de una extraña niebla que podía cobrar solidez y matar, una niebla resistente al Poder Único. La Sombra había caminado fuera de las murallas de Cairhien aquel día. Advirtió que la voz le había sonado tensa por el esfuerzo de frenar una especie de temblor. No de miedo, sino de rabia. Aquél había sido el día en que no consiguió Curar al joven al’Thor. Odiaba los fracasos, detestaba recordarlos. Y no tendría por qué explicarse—. La fuerza principal de la casa Riatin no es la totalidad. Los que todavía están de parte de Toram se opondrán a su hermana, con la fuerza de las armas si es necesario. Y, por supuesto, fomentar agitaciones dentro de las propias casas no es un modo de mantener la paz. Ahora existe un equilibrio precario, Sashalle, pero hay equilibrio y no debemos alterarlo. —Logró contenerse antes de añadir que a Cadsuane le desagradaría que hicieran tal cosa. Eso no tendría mucho peso en la postura de Sashalle.
—La agitación surgirá la fomentemos nosotras o no —manifestó firmemente la otra hermana. El ceño había desaparecido tan pronto como Samitsu demostró que la había estado escuchando, bien que el gesto firme de la barbilla se mantuvo. Quizás era más tozudez que beligerancia, aunque eso poco importaba. La mujer no discutía ni intentaba convencerla; simplemente exponía su postura. Y lo más mortificante es que obviamente lo hacía como gesto de cortesía hacia ella—. El Dragón Renacido es el heraldo de la agitación y del cambio, Samitsu. El heraldo anunciado. Y, si no lo fuera, estamos en Cairhien. ¿Crees que realmente han dejado de jugar al Da’es Daemar? La superficie del agua puede parecer tranquila, pero los peces nunca dejan de nadar.
¡Una Roja preconizando al Dragón Renacido como un demagogo callejero! ¡Luz!
—¿Y si te equivocas? —A despecho de sí misma, Samitsu escupió las palabras.
Sashalle —¡maldita!— conservaba una perfecta serenidad.
—Ailil ha renunciado a cualquier reclamación al Trono del Sol a favor de Elayne Trakand, que es lo que el Dragón Renacido desea, y está dispuesta a jurarle lealtad si se lo pido. Toram dirigió un ejército contra Rand al’Thor. Yo digo que merece la pena hacer el cambio y que merece la pena correr el riesgo, y así se lo haré saber.
Las campanillas del cabello de Samitsu tintinearon con una irritada sacudida de cabeza, y la mujer logró a duras penas contenerse para no volver a suspirar. Dieciocho de esas hermanas seguidoras del Dragón seguían en Cairhien —Cadsuane se había llevado a unas cuantas con ella y había enviado de vuelta a Alanna para que se llevara algunas más— y otras de las dieciocho, aparte de Sashalle, estaban por encima de ella, pero las Sabias Aiel evitaban que se interpusieran en su camino. En principio, desaprobaba el modo en que se hacía —¡las Aes Sedai no podían ser aprendizas de nadie! ¡Era indignante!—, pero en la práctica le facilitaba su tarea. Así no interferían ni intentaban ponerse al mando, con las Sabias dirigiéndoles la vida y vigilándolas a todas horas. Lamentablemente, por alguna razón que no había descubierto, las Sabias consideraban de un modo diferente a Sashalle y a las otras dos hermanas que habían sido neutralizadas en los pozos de Dumai. Neutralizadas. Sintió un ligero escalofrío al pensarlo, pero sólo ligero, y sería menor si alguna vez lograba dilucidar cómo había Curado Damer Flinn lo que era incurable. Al menos alguien podía Curar la neutralización, aunque fuese un hombre. Un hombre que encauzaba. Luz. El espanto de antaño pasaba a ser una mera inquietud una vez que una se acostumbraba.
Estaba segura de que Cadsuane habría arreglado las cosas con las Sabias antes de marcharse si hubiese sabido esa diferencia de trato hacia Sashalle, Irgain y Ronaille. Al menos creía estar segura. Ésta no era la primera vez que se había visto envuelta en uno de los planes de la legendaria Verde. Cadsuane podía ser más taimada que una Azul, ardides dentro de confabulaciones envueltas en estratagemas y todos ellos ocultos tras más planes. Algunos estaban destinados al fracaso a fin de contribuir a que otros tuviesen éxito, y sólo Cadsuane sabía cuáles eran cuáles, una idea en absoluto tranquilizadora. En cualquier caso, esas tres hermanas eran libres de ir y venir a voluntad, de hacer lo que quisieran. Y desde luego no se sentían obligadas a seguir la directriz marcada por Cadsuane ni a la hermana que había nombrado para que la llevara adelante. Sólo su demente juramento a al’Thor las guiaba o las limitaba.
Samitsu no se había sentido débil o incapaz en toda su vida salvo cuando le fallaba su Talento, pero ahora ansiaba que Cadsuane regresara y tomara las riendas. Unas pocas palabras dejadas caer al oído de Ailil habrían sofocado el deseo de la noble de convertirse en Cabeza Insigne, desde luego, pero no serviría de nada si no hallaba un modo de desviar a Sashalle de su propósito. Aunque Ailil temiera que sus estúpidos secretos se airearan, la contradicción en lo que le dijeran las Aes Sedai podría muy bien hacerle decidir que era mejor intentar desaparecer en sus posesiones del campo en vez de arriesgarse a ofender a una hermana hiciera lo que hiciese. Cadsuane se disgustaría si perdía a Ailil. La propia Samitsu se disgustaría. Ailil era un conducto a la mitad de los complots que se tramaban entre los nobles, un indicador para comprobar que esas intrigas aún eran insignificantes, sin probabilidades de que ocasionaran alteraciones de consideración. La maldita Roja lo sabía. Y, una vez que Sashalle diera ese permiso a Ailil, sería a ella a la que acudiría corriendo con noticias, no a Samitsu Tamagowa.
Mientras Samitsu se debatía con su dilema, la puerta que daba al pasillo se abrió y dio paso a una cairhienina de tez pálida y semblante severo, alrededor de una mano más baja que cualquiera de las dos Aes Sedai. Llevaba recogido el cabello canoso en un prieto moño bajo, y un vestido sin adornos, de un color gris tan oscuro que casi era negro, el uniforme actual de la servidumbre del Palacio del Sol. Los criados nunca se anunciaban ni pedían permiso para entrar, pero Corgaide Marendevin no era una criada cualquiera; el pesado aro plateado con llaves que llevaba colgado a la cintura era un símbolo de su cargo. Gobernara quien gobernara Cairhien, la Depositaria de las Llaves dirigía el Palacio del Sol de hecho, y no había nada de sumiso en la actitud de Corgaide. Hizo una mínima reverencia, dirigida cuidadosamente a un punto intermedio entre Samitsu y Sashalle.
—Se me pidió que informara de cualquier cosa inusual —le dijo al aire, aunque había sido Samitsu la que lo había pedido. A buen seguro se había percatado de la lucha por el poder entre ambas al mismo tiempo que ellas mismas. Eran muy pocas las cosas de palacio que se le escapaban—. Me han dicho que hay un Ogier en las cocinas. Él y un hombre joven buscan, supuestamente, trabajo de albañilería, pero nunca había oído que un Ogier y un humano albañiles trabajaran juntos. Y el stedding Tsofu nos respondió en una misiva que no habrá albañiles Ogier disponibles de ningún stedding en el futuro inmediato, cuando les preguntamos después de… del incidente. —La pausa apenas se notó y su expresión grave no se alteró, pero la mitad de los chismes que corrían sobre el ataque al Palacio del Sol responsabilizaban a al’Thor de ello y la otra mitad a las Aes Sedai. Unos pocos mencionaban a los Renegados, pero sólo para emparejarlos con al’Thor o con las Aes Sedai.
Fruncidos los labios en un gesto pensativo, Samitsu alejó de su mente el maldito embrollo que los cairhieninos hacían con cualquier cosa que tocaban. Negar la participación de Aes Sedai no servía de nada; los Tres Juramentos valían hasta cierto punto en una ciudad donde un simple «sí» o «no» podía dar pie a seis rumores contradictorios. Pero un Ogier… Las cocinas de palacio rara vez admitían transeúntes de paso, pero las cocineras seguramente darían una comida caliente a un Ogier por la rareza que era ver a uno de ellos. Durante el último año, los Ogier se habían dejado ver aún menos de lo que era habitual. Todavía se encontraba a alguno de vez en cuando, pero caminando tan deprisa como era capaz de hacerlo un Ogier, y rara vez deteniéndose en un sitio más tiempo que para pasar la noche. Casi nunca viajaban con humanos, cuanto menos trabajar con ellos. No obstante, esa pareja despertó un cosquilleo en su mente. Con la esperanza de recordar lo que quiera que fuera, abrió la boca para hacer unas preguntas.
—Gracias, Corgaide —respondió Sashalle con una sonrisa—. Habéis sido de gran ayuda, pero ¿os importaría dejarnos solas?
Tratar bruscamente a la Depositaria de las Llaves era un buen modo de encontrarse con sábanas sucias, comidas mal aderezadas, bacinillas sin vaciar, mensajes que se perdían y miles de inconvenientes que podían amargar la vida a cualquiera y dejarlo en un barrizal espeso sin llegar a ninguna parte ni conseguir hacer nada; sin embargo, a juzgar por la reacción de Corgaide, la sonrisa pareció quitar hierro a sus palabras. La mujer de pelo gris inclinó la cabeza levemente en un gesto de asentimiento y de nuevo realizó la reverencia más pequeña posible. En esta ocasión, obviamente dedicada a Sashalle.
Tan pronto como la puerta se cerró detrás de la gobernanta, Samitsu soltó la taza de plata sobre la bandeja con suficiente brusquedad para que el vino caliente le salpicara en la muñeca, y luego se volvió hacia la hermana Roja. ¡Estaba a un paso de perder el control de Ailil y ahora el propio Palacio del Sol parecía resbalársele entre los dedos! Que Corgaide guardara silencio sobre lo que había visto allí era tan probable como que le crecieran alas y volara, y dijera lo que dijera se propagaría rápidamente por palacio y contagiaría a toda la servidumbre, hasta los hombres que limpiaban los establos. La última reverencia que había hecho dejaba muy claro lo que pensaba. ¡Luz, cómo odiaba Cairhien! Estaba muy arraigado el uso de la cortesía entre hermanas pero Sashalle no estaba suficientemente por encima de ella para que contuviera la lengua ante aquel desastre, y se proponía hacerlo sin miramientos.
Miró ceñuda a la otra hermana y entonces vio la cara de Sashalle —la vio realmente, quizá por primera vez— y de repente supo por qué la incomodaba tanto, quizás incluso por qué le resultaba tan difícil mirar