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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 144
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pastelillo con los dedos curvados de aquella manera grácil.

—Ha muerto —repuso en tono cansino—. Luca, en nombre de la Luz, ¿por qué…?

—¡Te lo prohíbo, Juguete! —espetó Tuon mientras le apuntaba con el índice—. ¡Te prohíbo que lamentes la muerte de una traidora! —Suavizó ligeramente el tono de voz, aunque lo mantuvo firme—. Merecía la muerte por traicionar al imperio, y te habría traicionado a ti con igual facilidad. Era lo que intentaba, traicionarte. Lo que hiciste fue justo y lícito, y así lo determino. —Su tono indicaba que, si calificaba algo, la definición era correcta e indiscutible. Mat apretó los párpados un momento.

—¿Siguen todos los demás aquí? —demandó.

—Por supuesto —repuso Luca que seguía sonriendo como un cretino—. La señora… la Augusta Señora, disculpadme, Augusta Señora. —Hizo una profunda reverencia—. Habló con Merrilin y Sandar, y… Bien, ya ves cómo fue la cosa. Una mujer muy persuasiva, la señora. La Augusta Señora. Cauthon, respecto a mi oro, ordenaste que me lo entregaran, pero Merrilin dijo que antes me rajaría el cuello y Sandar amenazó con partirme la cabeza y… —Enmudeció ante la mirada intensa de Mat y después volvió a sonreír de oreja a oreja—. ¡Mira lo que me dio la señora! —Abrió la puertecilla de uno de los armarios y sacó un papel doblado que sostuvo reverentemente con las dos manos. Era un papel grueso y blanco como la nieve; caro—. Una autorización. Sin sellar, claro, pero firmada. El Gran Espectáculo Ambulante y Magnífica Exhibición de Maravillas y Portentos de Valan Luca está ahora bajo la protección personal de la Augusta Señora Tuon Athaem Kore Paendrag. Todo el mundo sabrá lo que eso significa, claro. Podría viajar a Seanchan. ¡Podría representar mi espectáculo para la emperatriz! Así viva para siempre —se apresuró a añadir haciendo otra reverencia a Tuon.

«Todo en vano», pensó sombríamente Mat. Se dejó caer en una de las camas y apoyó los codos en las rodillas, con lo que se ganó una mirada harto significativa de Latelle. ¡Seguramente sólo la presencia de Tuon la frenó de soltarle un tortazo!

Tuon alzó una mano con gesto perentorio, una muñeca negra de porcelana pero una reina de la cabeza a los pies a despecho del vestido grande en exceso.

—No usaréis eso salvo en caso de necesidad, maese Luca. ¡Una imperiosa necesidad!

—Por supuesto, Augusta Señora, por supuesto. —Luca se inclinó una y otra vez como si fuera a besar las tablas del suelo en cualquier momento.

¡Todo en vano!

—Hice mención específica de quiénes no están bajo mi protección, Juguete. —Tuon dio un mordisco al pastelillo y se limpió delicadamente una miga de los labios con el dedo—. ¿Imaginas qué nombre encabeza esa lista? —Sonrió. No era una sonrisa maliciosa. Otra de esas sonrisas suyas, para sí misma, de regocijo o de placer por algo que él ignoraba. Súbitamente reparó en algo. Llevaba prendido en el hombro el pequeño ramillete de capullos de rosa de seda que le había regalado.

A despecho de sí mismo, Mat se echó a reír. Tiró el sombrero al suelo y rió sin poder parar. ¡Tanto esfuerzo, tanto intentarlo, y no conocía a esa mujer en absoluto! ¡Ni pizca! Rió hasta que le dolieron las costillas.

30. Lo que puede hacer la Vara Juratoria

En la distancia, la Torre Blanca quedaba perfectamente perfilada por el sol que se alzaba en el horizonte, pero el frío de la noche anterior parecía estar incrementándose y, por los grises nubarrones que surcaban el cielo, amenazaba nevar. El invierno iba declinando, pero se había prolongado más allá de la época en la que debería haber empezado la primavera. Los sonidos matinales penetraban en la tienda de Egwene a pesar de encontrarse apartada de cuanto había a su alrededor. El campamento parecía bullir. Los braceros estarían acarreando agua desde los pozos y llevando más acopio de leña y carbón en carros. Las sirvientas estarían recogiendo los desayunos de las hermanas, y las novicias del segundo turno del comedor correrían hacia allí para dar cuenta de los suyos mientras que las del primero y el tercero se dirigirían a sus clases. Era un día trascendental aunque ninguna de ellas lo supiera. Seguramente, a lo largo de la jornada se llegaría al final de las negociaciones espurias que se llevaban a cabo alrededor de una mesa en un pabellón instalado al pie del puente que conducía a Tar Valon, en Darein. Espurias por ambas partes. Los asaltantes de Elaida continuaban atacando con impunidad al otro lado del río. En cualquier caso, la de ese día sería la última reunión durante un tiempo.

Egwene miró su desayuno, suspiró y quitó una motita negra de las humeantes gachas de avena; se limpió los dedos en una servilleta de lino sin examinarlo con suficiente detenimiento para confirmar que era un gorgojo. Si no se sabía con seguridad, entonces una se preocupaba menos de lo que quedaba en el cuenco. Se metió una cucharada en la boca e intentó concentrarse en el dulzor de las finas rodajas de albaricoque seco que Chesa había mezclado en la masa. ¿Había crujido algo entre sus dientes?

—«Todo alimenta y llena el estómago, así que no lo pienses», que solía decir mi madre —murmuró Chesa como si hablara consigo misma.

Era su forma de aconsejar a Egwene, sin sobrepasar la línea entre señora y doncella. Al menos la aconsejaba cuando Halima no se hallaba presente, y la otra mujer se había marchado temprano esa mañana. Chesa estaba sentada en uno de los baúles de ropa por si acaso Egwene quería algo o necesitaba que le hiciera un recado, pero de vez en cuando sus ojos se desviaban hacia el montón de ropa que había que llevar a las lavanderas. No le importaba zurcir o remendar delante de Egwene; pero, a su modo de ver, separar prendas para la colada habría sido traspasar esa línea.

Egwene borró la mueca de asco y estaba a punto de decir a la mujer que fuera a desayunar —Chesa consideraba otra infracción comer delante de ella—, pero cuando abría la boca entró Nisao en la tienda envuelta en el brillo del Saidar. Antes de que las solapas se cerraran, Egwene vislumbró a Sarin, el calvo, cachigordo y barbinegro Guardián de Nisao. La menuda hermana llevaba retirada la capucha, colocada cuidadosamente sobre los hombros de manera que se viera el terciopelo amarillo del forro, pero se arrebujaba en la capa como si sintiera un frío intenso. No dijo nada, limitándose a dirigir una penetrante mirada a Chesa. Ésta esperó a que Egwene asintiera con la cabeza para recoger su capa y salir con premura. No vería el brillo del Poder, pero sabía cuándo su señora quería intimidad.

—Kairen Stang ha muerto —dijo sin preámbulos Nisao. Su semblante aparecía sosegado, su voz sonaba firme; y gélida. Tan baja como para que Egwene pareciera alta a su lado, se erguía como esforzándose para ganar algún centímetro más. Nisao no solía hacer eso—. Siete hermanas ya habían hecho resonancias antes de que llegase yo. No cabe duda de que la mataron con Saidin. Tenía el cuello roto. Destrozado. Era como si se lo hubieran retorcido una vuelta completa. Al menos fue rápido. —Nisao inhaló profunda y temblorosamente, y entonces cayó en la cuenta de lo que había hecho y se irguió aún más derecha—. Su Guardián está sufriendo los efectos del asesinato. Alguien le dio un brebaje de hierbas para que se durmiera, pero cuando despierte habrá problemas para manejarlo. —No dio su habitual inflexión despectiva como Amarilla al mencionar las hierbas, lo que indicaba el grado de su conmoción por muy tranquilo que estuviera su semblante.

Egwene soltó la cuchara en la mesita y se recostó en la silla, que de repente ya no le parecía cómoda. Ahora la siguiente mejor después de Leane era Bode Cauthon. Una novicia. Trató de no pensar qué más era Bode. Con unos días más de práctica, Bode habría podido realizar el trabajo casi tan bien como lo habría hecho Kairen. Casi. Sin embargo, no mencionó ese tema. Nisao sabía algunos secretos, pero no todos.

—Anaiya y ahora Kairen. Las dos del Ajah Azul. ¿Sabes si había alguna otra conexión entre ellas?

—No. —Nisao sacudió la cabeza—. Anaiya llevaba siendo Aes Sedai cincuenta o sesenta años cuando Kairen llegó a la Torre, según recuerdo. Tal vez tenían amistades comunes. No lo sé, madre. —Su voz sonaba cansada y sus hombros se hundieron ligeramente. Sus sigilosas pesquisas sobre la muerte de Anaiya no la habían conducido a ninguna parte y debía de haber imaginado que Egwene iba a añadir el caso de Kairen.

—Investígalo —ordenó Egwene—. Con discreción. —Este segundo asesinato iba a causar bastante revuelo para que ella lo agravara más. Estudió a la otra mujer durante unos segundos. Nisao habría intentado justificarse con los hechos o afirmar que había dudado desde el principio, pero hasta entonces siempre había sido modelo de la seguridad y absoluta certeza del Ajah Amarillo. Pero no ahora—. ¿Hay muchas hermanas abrazando el Saidar?

—He visto varias, madre —respondió fríamente Nisao, que alzó la barbilla en un gesto rayano en el desafío. Sin embargo, al cabo de un momento, el brillo que la envolvía se apagó. Se ajustó la capa, como si de repente hubiera perdido calor—. Dudo que le hubiera servido de algo a Kairen. Su muerte fue demasiado repentina. Aun así, hace que una se sienta más… segura.

Una vez que la menuda mujer se hubo marchado, Egwene se quedó sentada removiendo las gachas con la cuchara. No vio más motitas negras, pero había perdido el apetito. Finalmente, se levantó, se puso al cuello la estola de siete colores y se echó la capa sobre los hombros. No podía dejarse vencer por el pesimismo, y ese día menos que nunca. Debía seguir exactamente la rutina marcada, ese día más que nunca.

Fuera, los carros de altas ruedas avanzaban traqueteando por las heladas rodadas de las calles del campamento, cargados con barriles de agua o montones de leña partida y sacos de carbón; los conductores y los tipos que iban montados detrás se arrebujaban en las capas para combatir el frío. Como siempre, familias de novicias marchaban presurosas por las aceras de tablas, por lo general arreglándoselas para hacer reverencias a las Aes Sedai con las que se cruzaban sin aflojar el paso. La inobservancia de saludar con el debido respeto a una hermana podía castigarse con unos azotes de vara, pero también se castigaba igual el llegar tarde a las clases, y las maestras por lo general eran menos tolerantes que las Aes Sedai con las que se cruzaban, que al menos podían tener en cuenta los motivos de que una novicia pasara a su lado a todo correr.

Ni que decir tiene que las mujeres de blanco aún se apartaban de un brinco al ver la estola de rayas que asomaba bajo la capucha de Egwene, pero ésta se negó a que las novicias le agriaran el humor —más de lo que ya lo tenía— con sus precipitadas reverencias que las hacían resbalar en la helada calle, a punto de caer a veces antes de que sus primas las sujetaran. «Primas» era como los miembros de la misma familia habían dado en llamarse entre sí, y de algún modo eso parecía haber estrechado sus relaciones, como si estuvieran emparentadas realmente y fuesen primas de verdad. Las que sí la ponían de mal humor eran las pocas Aes Sedai que veía en las calles, deslizándose por las aceras de tablas en medio de una

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