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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 14
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al echar una mirada a la herida del brazo—. No del todo bien, ya que se las arregló para tocarme. Entonces Zavion y otras entraron, y los dos tipos huyeron por la raja que habían hecho en la parte trasera de la tienda.

Varias mujeres asintieron con gesto severo a la par que asían las empuñaduras de las dagas que todas llevaban.

—Les dije que fueran tras ellos, pero insistieron en curarme este rasguño —agregó Deira, sombría.

Las mujeres apartaron las manos de las dagas y se pusieron coloradas, bien que ninguna se mostró en absoluto arrepentida por desobedecer. Se habían encontrado en una situación muy delicada. Debían vasallaje a su mujer, al igual que a él; pero, por mucho que Deira quisiera llamar rasguño a la herida, podría haber muerto desangrada si la hubiesen abandonado para ir tras los ladrones.

—En cualquier caso —continuó Deira—, ordené que se hiciera una búsqueda. No será difícil localizarlos. Uno tiene un chichón en la cabeza, y el otro sangra —concluyó con un cabeceo satisfecho.

Zavion, la nervuda y pelirroja Señora de Gahaur, levantó una aguja enhebrada.

—A menos que sintáis un repentino interés por el bordado, milord, ¿puedo sugeriros que os retiréis? —pidió fríamente.

Bashere inclinó ligeramente la cabeza en un gesto de aquiescencia. A Deira no le gustaba que viera cómo la cosían. Tampoco a él le gustaba verlo.

Ya fuera de la tienda, hizo una pausa para anunciar en voz alta que su esposa se encontraba bien y que la estaban atendiendo, y que todos siguieran con sus tareas. Los hombres se alejaron tras expresar su deseo de que Deira se recuperara pronto, pero ninguna de las mujeres se movió del sitio. Davram no las presionó. Se quedarían hasta que la propia Deira apareciera, dijera lo que dijera él, y un hombre sensato trataba de evitar batallas que no sólo tenía perdidas de antemano sino que sería una estupidez empeñarse en perder.

Tumad lo esperaba detrás del grupo apiñado; echó a andar junto a Bashere, que caminaba con las manos enlazadas prietamente a la espalda.

Había esperado que ocurriera esto o algo parecido desde hacía tiempo, pero casi había llegado a creer que no pasaría. Y en ningún momento imaginó que Deira estuviese a punto de morir por ello.

—Se ha encontrado a los dos hombres, milord —informó Tumad—. Al menos encajan con la descripción que dio lady Deira. —Bashere giró bruscamente la cabeza hacia él con una expresión asesina en el semblante, y el hombre más joven se apresuró a añadir—: Estaban muertos, milord, justo al borde del campamento. A los dos los acuchillaron con una hoja estrecha. —Se tocó con un dedo la base del cráneo, justo detrás de la oreja—. Tuvo que ser obra de más de uno, a menos que fuera tan rápido como una víbora de las rocas.

Bashere asintió. La muerte era a menudo el precio del fracaso. Dos para registrar, ¿y cuántos para silenciarlos? ¿Cuántos quedaban y cuánto tiempo pasaría antes de que lo intentaran de nuevo? Y lo peor, ¿quién estaba detrás? ¿La Torre Blanca? ¿Los Renegados? Al parecer se había llegado a una decisión por él.

Nadie excepto Tumad se encontraba lo bastante cerca para oírlo, pero aun así habló en voz baja y eligió las palabras con cuidado. A veces, el precio de la falta de cuidado también era la muerte.

—¿Sabes dónde encontrar al hombre que vino a verme ayer? Búscalo y dile que acepto, pero serán algunos más de los que hablamos.

Los blancos y esponjosos copos que caían sobre Cairhien atenuaban un tanto la luz matinal del sol, apagando sólo su brillo. Desde el estrecho y alto ventanal del Palacio del Sol, con las vidrieras de buen cristal encajadas para parar el frío, Samitsu veía claramente el andamio de madera que se alzaba alrededor del sector derruido del palacio, con los bloques de piedra rotos todavía cubiertos de escombros y las torres escalonadas que se interrumpían bruscamente, lejos de igualar la altura de las demás torres. Una de ellas, la Torre del Sol Naciente, ya no existía. Varias de las legendarias «Torres Infinitas» se alzaban entre los copos blancos mecidos al viento, enormes agujas cuadradas con inmensos contrafuertes, mucho más altas que cualquiera de las del palacio a pesar de que éste estaba ubicado en la colina más alta de una ciudad de colinas. También las rodeaban andamios y aún no se habían reconstruido totalmente veinte años después de que los Aiel las habían incendiado; quizá dentro de otros veinte años estarían acabadas. No había trabajadores en los tablones de ninguno de los andamios, por supuesto, con aquel tiempo. Se sorprendió deseando que la nieve le diera también un respiro a ella.

Cuando Cadsuane se había marchado hacía una semana, dejándola al cargo, su tarea parecía sencilla: asegurarse de que Cairhien no entrara de nuevo en ebullición. En aquel momento parecía una labor fácil, aunque sus escarceos en política no habían sido muchos, que digamos. Sólo un noble mantenía una fuerza armada considerable, y Dobraine se mostraba colaborador, en su mayor parte, deseando al parecer que todo siguiera tranquilo. Por supuesto, había aceptado aquel estúpido nombramiento como «Administrador de Cairhien del Dragón Renacido». El chico también había nombrado «Administrador» de Tear ¡a un hombre que un mes atrás se alzaba en rebelión contra él! Si había hecho otro tanto en Illian… Y parecía lo más probable. ¡Esos nombramientos les darían problemas sin cuento a las hermanas antes de que las cosas volvieran a su cauce! No obstante, Dobraine sólo parecía hacer uso de su nuevo puesto para dirigir la ciudad. Y para obtener apoyo discretamente a la reivindicación de Elayne Trakand al Trono del Sol si llegaba a presentarla. Samitsu se conformaba con dejarlo así, ya que le daba igual quién ocupaba el Trono del Sol. En realidad le importaba poco Cairhien.

Los copos que caían al otro lado del ventanal giraron en un remolino de viento como un calidoscopio blanco. Tan… tranquilos. ¿Había valorado alguna vez la tranquilidad? Al menos no recordaba haberlo hecho.

Ni la posibilidad de que Elayne Trakand ocupara el trono ni el nuevo título de Dobraine habían ocasionado ni de lejos tanta consternación como los ridículos rumores —persistentemente ridículos— de que el chico al’Thor se dirigía a Tar Valon para someterse a Elaida, aunque ella no hacía nada para acallarlos. Esa historia tenía a todos, desde los nobles a los mozos de establo, casi con miedo de respirar incluso, lo que venía muy bien para mantener la paz. El Juego de las Casas se había quedado estancado; bueno, si se comparaba con cómo eran normalmente las cosas en Cairhien. Probablemente habían contribuido también los Aiel que acudían a la ciudad desde el enorme campamento levantado a unos cuantos kilómetros, por mucho que los odiara la mayoría de la gente. Todos sabían que seguían al Dragón Renacido y nadie quería correr el riesgo de encontrarse en el lado equivocado de las lanzas Aiel. El joven al’Thor era mucho más útil hallándose ausente que presente. Los rumores llegados del oeste sobre ataques Aiel en todas partes —saqueando, incendiando, matando indiscriminadamente según afirmaban los mercaderes— dio una razón más a la gente para evitar choques con los que estaban allí.

De hecho, parecía que no había abrojo capaz de pinchar a los cairhieninos para sacarlos de su tranquilidad, aparte de alguna que otra riña callejera entre los habitantes de extramuros y los vecinos de la ciudad, que consideraban a esas gentes bulliciosas, vestidas con ropas abigarradas, tan forasteras como los Aiel y un enemigo mucho más fácil para luchar. La urbe estaba ocupada hasta los áticos, con gente durmiendo en cualquier parte donde podía hallar cobijo del frío, si bien los víveres eran suficientes aunque no sobraran y el comercio se desarrollaba mejor de lo que era de esperar en invierno. En conjunto, tendría que haberse sentido satisfecha de estar llevando a cabo las instrucciones de Cadsuane todo lo bien que podía desearse. Sólo que Cadsuane esperaría más. Siempre lo hacía.

—¿Me estás escuchando, Samitsu?

Con un suspiro, Samitsu dio la espalda a la tranquila vista que le deparaba la ventana, esforzándose para no alisar la falda con cuchilladas amarillas. Las campanillas de plata de Jakanda con las que se adornaba el cabello tintinearon suavemente, pero su sonido no le proporcionaba sosiego ese día. En el mejor de los casos, no se sentía completamente a gusto en sus aposentos de palacio, a pesar de que el crepitante fuego en la ancha chimenea de mármol irradiaba calor y que el lecho de la habitación adyacente tenía edredones de la mejor calidad y almohadas de plumas de ganso. Las tres piezas que conformaban su alojamiento estaban adornadas en exceso, al severo estilo cairhienino, con la blanca escayola del techo formando cuadrados entrelazados, las anchas molduras del cornisamiento profusamente doradas, y los paneles de madera de las paredes pulidos hasta darles un suave brillo, pero aun así, oscuros. Los muebles eran más oscuros aún, macizos, ribeteados con finas líneas de pan de oro e incrustaciones de marfil en forma de cuña formando dibujos. Las floridas alfombras tearianas de esta habitación parecían fuera de lugar por los colores chillones, comparadas con todo lo demás, y ponían de relieve la rigidez de cuanto las rodeaba. Últimamente todo le recordaba a una jaula.

Lo que realmente la incomodaba, sin embargo, era la mujer con el cabello en tirabuzones cayéndole hasta los hombros que se encontraba en el centro de la alfombra, puesta en jarras, con la barbilla levantada en un gesto beligerante y un ceño que oscurecía sus azules ojos. Sashalle lucía el anillo de la Gran Serpiente en la mano derecha, desde luego, pero también un collar y un brazalete Aiel —gruesas cuentas de plata y marfil con tallas de complejo diseño— chillones en contraste con el vestido de paño marrón de cuello alto que evidentemente era bueno y estaba bien confeccionado. No es que fueran piezas toscas, pero… sí llamativas, y no del tipo que luciría una hermana. La excentricidad de esas joyas podía guardar la clave de muchas cosas, si Samitsu lograba encontrar la razón que había detrás. Las Sabias, en especial Sorilea, la miraban como si fuera una necia por no saber las cosas sin preguntar y se negaban a tomarse la molestia de responder. Lo hacían demasiado a menudo. Sobre todo Sorilea. Samitsu no estaba acostumbrada a que la trataran como a una idiota, y ello le desagradaba sobremanera.

No por primera vez, le resultó difícil sostener la mirada de la otra hermana. Sashalle era la razón principal de que no se sintiese satisfecha por muy bien que marchara todo lo demás. Lo más exasperante es que Sashalle era una Roja y, sin embargo, a despecho de su Ajah, había jurado lealtad al joven al’Thor. ¿Cómo podía cualquier Aes Sedai jurar lealtad a nadie ni nada que no fuera la propia Torre Blanca? ¿Cómo, en nombre de la Luz, podía una Roja jurar lealtad a un hombre que encauzaba? Quizá Verin tenía razón sobre la mudanza del azar suscitada por los ta’veren. A Samitsu no se le ocurría ninguna otra razón para que treinta y una hermanas, cinco de ellas Rojas, prestaran tal juramento.

—Te he escuchado. Lady Ailil ha recibido propuestas de nobles que representan la fuerza principal de la casa Riatin —replicó con mucha más paciencia de la que realmente sentía—. Quieren que ocupe la posición de Cabeza Insigne de Riatin y ella desea la aprobación de la Torre Blanca. Al menos, la aprobación de las Aes Sedai.

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