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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 133
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hacha. Perrin quería creer. Ahora la sangre en la hoja del hacha parecía negra. Nunca le había parecido tan negra la sangre. ¿Cuánto tiempo había pasado? Por el ángulo de los haces de luz que se colaban entre los árboles, el sol estaba bajando.

Sus oídos captaron el crujido de la nieve bajo unos cascos que se acercaban lentamente en su dirección. Al cabo de unos minutos aparecieron Neald y Aram; el otrora gitano señalaba las huellas y el Asha’man sacudía la cabeza con impaciencia. Era un rastro claro, pero a decir verdad Perrin no habría apostado a que Neald hubiera sido capaz de seguirlo. Era un hombre de ciudad.

—Arganda pensó que debíamos esperar hasta que se os pasara el arrebato de cólera —dijo Neald, apoyado en la silla y estudiando a Perrin—. A mí me parece que más tranquilo no podéis estar. —Asintió, denotando un atisbo de satisfacción en el gesto de la boca. Estaba acostumbrado a que la gente le tuviera miedo por su chaqueta negra y por lo que ésta representaba.

—Hablaron —continuó Aram—, y todos dieron las mismas respuestas. —Su ceño traslucía que no le habían gustado—. Creo que la amenaza de dejarlos para que mendigaran los asustó más que vuestra hacha. Pero afirmaron que nunca habían visto a lady Faile. O a ninguna de las otras. Podríamos probar con las ascuas otra vez. Quizás eso los haga recordar.

¿Su tono era de ansiedad? ¿Por encontrar a Faile o por utilizar las ascuas? Elyas torció el gesto.

—Os darán las respuestas que vosotros mismos les habéis proporcionado al preguntarles. Os dirán lo que queráis oír. De todos modos, era una posibilidad remota. Hay millares de Shaido y millares de prisioneros. Uno podría vivir toda su vida entre tanta gente y sólo conocer a unos centenares de los que acordarse.

—Entonces tenemos que matarlos —manifestó sombríamente Aram—. Sulin dice que las Doncellas tuvieron cuidado de prenderlos cuando no estaban armados, para poder interrogarlos. No se los puede hacer gai’shain. Con que uno de ellos escape, informará a los Shaido que estamos aquí. Entonces nos atacarán.

Perrin sentía las articulaciones como si las tuviera oxidadas, y le dolieron al levantarse. No podía dejar que los Shaido se marcharan sin más.

—Se los puede vigilar, Aram. —La precipitación casi le había hecho perder a Faile para siempre. Precipitación. Qué palabra tan inofensiva para referirse a cortarle la mano a un hombre. Y todo en balde. Él siempre había procurado pensar despacio y actuar despacio. Ahora tenía que pensar, pero cada idea le hacía daño. Faile estaba perdida en un mar de prisioneros vestidos de blanco—. Quizás otros gai’shain sabrían dónde está —murmuró mientras se daba media vuelta para regresar al campamento. Pero ¿cómo echarle mano a cualquiera de los gai’shain Shaido? Nunca les permitían salir del campamento excepto con una guardia.

—¿Qué pasa con eso, chico? —preguntó Elyas.

Perrin supo lo que quería decir sin necesidad de mirar. El hacha.

—Que se quede ahí para el primero que la encuentre. —Su voz sonó áspera—. Quizás algún juglar necio se invente una historia sobre ella. —Echó a andar hacia el campamento sin mirar atrás. Con la presilla vacía, el ancho cinturón parecía demasiado ligero. Todo en balde.

Tres días después los carros regresaron de So Habor cargados hasta los topes, y Balwer entró en la tienda de Perrin con un hombre alto y sin afeitar que llevaba una chaqueta de paño sucio y una espada que parecía estar mucho más cuidada. Al principio Perrin no lo reconoció con la barba de un mes. Entonces captó el olor del hombre.

—No esperaba volver a verte —dijo.

Balwer parpadeó, que era tanto como dar un respingo de sobresalto en cualquier otra persona. Sin duda el hombrecillo deseaba darle una sorpresa.

—He estado buscando a… a Maighdin —contestó secamente Tallanvor—, pero los Shaido se movían más rápido que yo. Maese Balwer dice que sabéis dónde está.

Balwer asestó al hombre más joven una mirada penetrante, pero cuando habló su voz sonó tan seca e impasible como su olor.

—Maese Tallanvor llegó a So Habor justo antes de que me marchara, milord. Fue pura casualidad que nos encontráramos. Pero tal vez fue una casualidad afortunada. Quizá tenga unos aliados para vos. Dejaré que os lo explique él.

Tallanvor miró sus botas con el entrecejo fruncido y no dijo nada.

—¿Aliados? —repitió Perrin—. Cualquier cosa que no sea un ejército servirá de poco, pero aceptaré cualquier ayuda que puedas prestarme.

Tallanvor miró a Balwer, que respondió con una leve reverencia y una sonrisa animosa. El hombre sin afeitar inhaló profundamente.

—Quince mil seanchan, bastante cerca. En realidad, la mayoría son taraboneses, pero cabalgan bajo estandartes seanchan. Y… Y tienen al menos una docena de damane. —Habló con más rapidez, como impulsado por la urgencia, por una necesidad de terminar antes de que Perrin lo interrumpiera—. Sé que es como aceptar ayuda del Oscuro, pero ellos también persiguen a los Shaido y yo aceptaría hasta la ayuda del Oscuro para liberar a Maighdin.

Perrin miró a los dos hombres unos segundos; Tallanvor se toqueteaba el cinturón de la espada con nerviosismo, en tanto que Balwer semejaba un gorrión esperando ver en qué dirección saltaría un grillo. Seanchan. Y damane. Sí, eso sería como aceptar ayuda del Oscuro.

—Siéntate y háblame de esos seanchan —dijo.

28. Un ramillete de capullos de rosa

Desde el día en que habían salido de Ebou Dar, viajar con el Gran Espectáculo Ambulante y Magnífica Exhibición de Maravillas y Portentos de Valan Luca resultó tan absolutamente desagradable como Mat se había figurado en sus momentos más sombríos. Para empezar, llovió casi a diario durante varias horas, y en una ocasión durante tres días seguidos sin parar, chaparrones de fría lluvia invernal, casi aguanieve, y lloviznas heladas que calaban la chaqueta poco a poco y antes de que uno se diera cuenta estaba tiritando. El agua corría por la calzada de tierra apisonada como si estuviera pavimentada, dejando una fina capa de barro resbaladizo en el peor de los casos, pero la larga hilera de carretas, caballos y gente tampoco recorría mucha distancia cuando el sol brillaba. Al principio, la gente del espectáculo se había mostrado muy ansiosa de abandonar la ciudad donde los rayos hundían barcos por la noche y los extraños asesinatos hacían que todo el mundo echara ojeadas a su espalda, de alejarse de un noble seanchan celoso que estaría persiguiendo encorajinado a su esposa y que podría descargar su ira en cualquiera relacionado con hacerla desaparecer arrancándola de sus garras. Al principio habían seguido adelante tan deprisa como los caballos podían tirar de las carretas, azuzando a los animales para que apresuraran el paso, para dejar atrás otro kilómetro más. Pero cada kilómetro recorrido los hacía sentirse mucho más lejos del peligro, mucho más a salvo, y llegada la primera tarde de viaje…

—Hay que cuidar a los caballos —explicó Luca, que miraba el tiro desatado de su carromato de color chillón y que los mozos se llevaban bajo la ligera llovizna hacia las hileras de animales estacados. El sol había descendido poco más de la mitad del arco hacia poniente, pero en las tiendas ya salían zarcillos grises por los agujeros de humo y por las chimeneas metálicas de las casas carromato—. Nadie nos sigue, y hay un largo camino hasta Lugard. Es difícil conseguir buenos caballos, y caro. —Luca frunció el ceño y sacudió la cabeza. Hablar de gastos le avinagraba el gesto siempre. Escatimaba hasta el último céntimo salvo en lo concerniente a su esposa—. No hay muchos sitios entre aquí y allí en los que merezca la pena pararse más de un día. La mayoría de los pueblos no aportarían una entrada pasable ni aunque acudiera la población en pleno, y nunca se sabe cómo responderá la gente de una ciudad hasta que el espectáculo está montado. Sin embargo, no me pagas lo suficiente para que renuncie a lo que puedo ganar. —Se ciñó más la capa carmesí bordada para protegerse de la humedad y echó una ojeada a su carreta por encima del hombro. El aire traía un olor a algo agrio a través de la llovizna. Mat dudaba que le apeteciera comer nada de lo que preparaba la mujer de Luca—. Estás seguro de que nadie nos sigue, ¿verdad, Cauthon?

Mat se caló más el gorro de lana con gesto irritado y se alejó entre las tiendas y los carromatos multicolores rechinando los dientes. ¿Que no le pagaba suficiente? Por la cantidad ofrecida, Luca tendría que haber estado dispuesto a llevar a galope a sus animales todo el camino hasta Lugard. Bueno, no exactamente a galope —tampoco quería reventar a los caballos—, pero ese vanidoso pisaverde sí habría tenido que marcar un ritmo rápido.

A poca distancia del carromato de Luca, Chel Vanin estaba sentado en una banqueta de tres patas que su cuerpo desbordaba y removía una especie de oscuro guiso en un cazo colgado sobre una lumbre pequeña. La lluvia resbalaba de la ancha ala de su sombrero y goteaba dentro del cazo, pero el grueso hombre no parecía darse cuenta o es que no le importaba, Gorderan y Fergin, dos de los Brazos Rojos, mascullaban maldiciones mientras clavaban estacas en el suelo embarrado para tensar los vientos de la tienda de sucia lona que compartían con Harnan y Metwyn. Y también con Vanin, pero éste poseía habilidades que a su modo de entender lo situaban por encima de tareas como montar tiendas y los Brazos Rojos estuvieron de acuerdo sin apenas reticencia. Vanin era un gran entendido en el cuidado de los caballos, el mejor rastreador y el mejor cuatrero del lugar por inverosímil que pudiera parecer al verlo, y eso valía para cualquier país que se le viniera a uno a la cabeza.

Fergin vio a Mat y se tragó un juramento cuando el martillo se descargó en su dedo gordo, en lugar de dar en la estaca de la tienda. Soltó el martillo, se metió el dedo en la boca y se quedó en cuclillas emitiendo protestas sin dejar de chupárselo.

—Vamos a tener que estar al raso toda la noche con esta lluvia para vigilar a esas mujeres, milord. ¿No podríais contratar a alguno de esos mozos para que hicieran este trabajo y así al menos no nos mojaríamos hasta que no hubiera más remedio?

Gorderan golpeó a Fergin en el hombro con un grueso dedo. Era tan ancho como delgado Fergin, y teariano a pesar de sus ojos grises.

—Los mozos montarán la tienda y robarán todo lo que haya en ella que no esté clavado. —Otro golpe del dedo—. ¿Es que quieres que uno de esos amigos de lo ajeno se lleve mi ballesta o mi silla de montar? Es una buena silla.

Fergin se puso ceñudo y rezongó, pero recogió el martillo y limpió el barro en su chaqueta. Era un buen soldado, pero no muy listo.

Vanin escupió por el hueco que tenía en la dentadura y faltó poco para que acertara a dar en el cazo. El guiso olía estupendamente después de lo que quiera que Latelle estuviera cocinando, pero Mat decidió que tampoco comería allí. Dando golpecitos con la cuchara en el borde del cazo para limpiarla, el hombre grueso alzó su cara redonda y miró a Mat entre los hinchados párpados, que a menudo le hacían parecer medio dormido, pero sólo un necio se dejaría engañar por eso.

—A este paso, llegaremos a Lugard casi a finales de verano. Si es que llegamos.

—Llegaremos, Vanin —dijo Mat con más seguridad de la que sentía en

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