muy recta. Perrin y Berelain lo siguieron un poco retrasados, con Seonid entre ellos y Masuri y Annoura a ambos lados, las Aes Sedai con las capuchas retiradas para que cualquiera que estuviera en las murallas y supiera reconocer los rostros intemporales Aes Sedai pudiera verlas a las tres. Las Aes Sedai eran bien recibidas en casi todos los lados, incluso donde la gente preferiría lo contrario. Tras ellas marchaban los cuatro portaestandartes, con los Guardianes distribuidos entre medias luciendo sus capas que confundían la vista. Y Kireyin con su brillante yelmo apoyado en un muslo y un gesto amargado en la boca por haber sido relegado a cabalgar con los Guardianes y echando miradas fulminantes y altaneras a Balwer, que venía detrás con sus dos compañeros. Nadie le había dicho que podía ir, pero tampoco nadie le había dicho que no podía. Hacía una inclinación de cabeza cada vez que el noble lo miraba y después seguía estudiando las murallas de la ciudad que se alzaban al frente.
Perrin no consiguió librarse de la sensación de inquietud mientras se acercaban a la ciudad. Los cascos de los caballos resonaron con un ruido a hueco al entrar por el puente situado más al sur, una ancha estructura que se alzaba a considerable altura sobre la rápida corriente del río a fin de que una barcaza como las que estaban atadas en el muelle pasara cómodamente. Ninguna de las dos embarcaciones anchas y achatadas estaba preparada para montar un mástil. Una de ellas se hallaba algo hundida en el agua y ladeada contra las tensas maromas de amarre, y la otra también tenía aspecto de estar abandonada. Un olor penetrante y fétido que flotaba en el aire le hizo frotarse la nariz. Nadie más pareció notarlo.
Cerca del final del puente, Gallenne se detuvo. Las puertas cerradas, reforzadas con bandas de hierro negro de más de un palmo de ancho, lo habrían obligado a parar de todos modos.
—Hemos oído los problemas que asolan esta tierra —les gritó a los hombres situados en lo alto de la muralla, arreglándoselas para que sus palabras sonaran formales a pesar de hablar a voz en cuello—, pero sólo vamos de paso y venimos para comerciar, no para ocasionar problemas. Queremos comprar grano y otras cosas que necesitamos, no pelear. Tengo el honor de anunciar a Berelain sur Paendrag Paeron, Principal de Mayene por la gracia de la Luz, Defensora de la Olas, Cabeza Insigne de la casa Paeron, que desea hablar con el señor o la señora de esta tierra. Tengo el honor de anunciar a Perrin t’Bashere Aybara… —Añadió Señor de Dos Ríos y otros cuantos títulos a los que Perrin tenía tan poco derecho como al primero y que no había oído en su vida, y después siguió presentando a las Aes Sedai con el título honorífico al completo y añadiendo su Ajah. Era un recital impresionante en verdad. Cuando acabó, sólo hubo silencio.
En lo alto de las almenas, hombres de rostros sucios intercambiaron miradas inexpresivas y rápidos murmullos mientras manoseaban ballestas y varas de combate con gesto nervioso. Sólo unos pocos llevaban cascos y algún tipo de armadura. La mayoría vestía toscas chaquetas, pero a Perrin le pareció ver en uno de ellos lo que podría ser seda bajo una capa de mugre. No era fácil de distinguir con tanto barro reseco.
—¿Cómo sabemos que estáis vivos? —respondió finalmente a gritos una voz ronca.
Berelain parpadeó sorprendida, pero nadie rió. Era una estupidez, pero aun así Perrin sintió que el vello de la nuca acababa de erizársele. Algo iba muy mal allí. Las Aes Sedai no parecían notar nada. Claro que las Aes Sedai podían ocultar cualquier cosa tras aquellas máscaras impasibles de fría serenidad. Las cuentas de las trencillas de Annoura tintinearon cuando la mujer sacudió la cabeza. Masuri lanzó una mirada gélida a los hombres de la muralla.
—Como tenga que demostrar que estoy viva lo lamentaréis —manifestó Seonid con su fuerte acento cairhienino, algo más acalorada de lo que su rostro sugería—. Y si seguís apuntándome con esas ballestas lo lamentaréis más aún. —Varios hombres se apresuraron a levantar las ballestas que sostenían para apuntar hacia el cielo. Pero no todos.
Hubo más susurros a lo largo de la muralla, pero alguien debía de haber reconocido a las Aes Sedai. Finalmente, las puertas se abrieron chirriando en los inmensos goznes oxidados. Una peste repulsiva salió de la ciudad, la misma que Perrin ya había olido, pero más fuerte. Barro y sudor rancios, basura podrida, orinales sin vaciar desde hacía mucho. Las orejas de Perrin intentaron echarse hacia atrás. Gallenne levantó a medias el yelmo como si fuera a ponérselo de nuevo antes de azuzar a su caballo en dirección a las puertas. Perrin taconeó a Recio para que fuera detrás al tiempo que soltaba la presilla que sujetaba el hacha al cinturón.
Al otro lado de las puertas, un hombre mugriento que llevaba una chaqueta rota dio unos golpecitos con el índice en la pierna de Perrin y después se retiró rápidamente cuando Recio le lanzó un mordisco. El tipo había estado gordo en tiempos, pero ahora la chaqueta le quedaba suelta y la piel le colgaba.
—Sólo quería asegurarme —rezongó mientras se rascaba con gesto ausente—. Milord —añadió con un instante de retraso. Sus ojos parecieron enfocarse en la cara de Perrin por primera vez y los dedos con los que se rascaba se quedaron paralizados de golpe. Después de todo, unos ojos dorados no eran corrientes.
—¿Es que ves muchos muertos que caminen? —preguntó irónicamente Perrin en un intento de hacer una chanza mientras palmeaba el cuello del zaino. Un caballo de batalla entrenado quería que se lo recompensara por proteger a su jinete.
El tipo se encogió como si el caballo le hubiera enseñado los dientes otra vez; su boca se torció en un rictus de sonrisa mientras el hombre se desplazaba hacia un lado. Hasta que topó con la yegua de Berelain. Gallenne se encontraba justo detrás de ella, todavía con aspecto de ir a ponerse el yelmo mientras trataba de vigilar en seis direcciones a la vez con su único ojo.
—¿Dónde está tu señor o tu señora? —demandó la Principal en tono impaciente. Mayene era una nación pequeña, pero Berelain no estaba acostumbrada a que se hiciera caso omiso de ella—. Todos los demás parecen haberse quedado mudos, pero a ti te he oído utilizar la lengua. ¿Y bien? Habla, hombre.
El tipo la miró de hito en hito, lamiéndose los labios.
—Lord Cowlin… Lord Cowlin está… fuera de la ciudad, milady. —Sus ojos dirigieron una rápida mirada a Perrin y se apartaron de inmediato—. Los mercaderes de grano… Con ellos queréis hablar. Se los puede encontrar siempre en La Gabarra Dorada. Por ahí. —Alzó una mano apuntando vagamente al interior de la ciudad y después se alejó a toda prisa, echando miradas por encima del hombro como si tuviera miedo de que lo persiguieran.
—Creo que deberíamos buscar en otra parte —comentó Perrin. Ese tipo estaba asustado por algo más que unos ojos dorados. Aquel sitio daba la impresión de… torcido.
—Ya estamos aquí, y no hay otro lugar —repuso Berelain en tono práctico. Con la peste Perrin no alcanzaba a oler su efluvio; tendría que conformarse con lo que oía y veía, y el rostro de la mujer mostraba tanta calma como el de una Aes Sedai—. He estado en ciudades que olían peor que ésta, Perrin. Vaya que sí. Y si el tal lord Cowlin no está, no será la primera vez que trato con mercaderes. No creerás realmente que han visto caminar a los muertos, ¿verdad? ¿Qué puede ser un hombre que dice algo así excepto un mentecato?
De todas formas, los demás empezaban a entrar por las puertas, aunque ahora lo hacían sin el orden mantenido durante la aproximación. Ivierno y Alharra seguían de cerca a Seonid como dos perros guardianes, el uno de tez clara, el otro moreno, y ambos dispuestos a cortar cuellos en un abrir y cerrar de ojos. Ellos sí percibían el ambiente de So Habor. Kirklin, que cabalgaba al lado de Masuri, parecía dispuesto a no esperar siquiera ese abrir y cerrar de ojos; su mano descansaba en la empuñadura de la espada. Kireyin se tapaba la nariz con la mano y la expresión de sus ojos parecía decir que alguien iba a pagar por obligarlo a oler aquello. Medore y Latian no parecían sentirse muy bien, pero Balwer se limitó a observar en derredor, ladeada la cabeza, y después los condujo a ambos hacia una estrecha calle lateral que conducía hacia el norte. Como Berelain había dicho, ya estaban allí.
Los coloridos estandartes le parecían completamente fuera de lugar a Perrin a medida que recorría las sinuosas calles abarrotadas de la ciudad. Algunas eran bastante anchas para el tamaño de So Habor, pero daban la sensación de agobio, como si los edificios de piedra a ambos lados fueran más altos de los dos o tres pisos que tenían realmente y estuvieran a punto de desplomarse sobre su cabeza, por si fuera poco. La imaginación hacía que las calles también le parecieran umbrías. El cielo no estaba tan oscuro. Mucha gente atestaba el sucio pavimento de las vías, pero no tanta como para justificar la ausencia de los moradores de todas las granjas abandonadas de la zona, y todo el mundo caminaba deprisa, gacha la cabeza. Pero no con la diligencia de quien se encamina a un sitio, sino con la de quien quiere marcharse cuanto antes. Nadie miraba a nadie. Y, aun teniendo un río prácticamente a la puerta de casa, también habían olvidado lo que era asearse. Perrin no vio una sola cara sin una capa de mugre o una prenda que no tuviera el aspecto de haberla llevado puesta una semana seguida y haber trabajado de firme con ella; y en barro. La peste empeoraba conforme se internaban en la ciudad. Perrin suponía que uno acababa acostumbrándose a cualquier cosa, con el tiempo. Sin embargo, lo peor era la quietud. Los pueblos estaban silenciosos a veces, aunque no tanto como los bosques, pero en una ciudad siempre había un débil murmullo, el ruido de los comerciantes negociando y de la gente ocupándose de sus cosas. So Habor ni siquiera susurraba; casi ni respiraba.
Lograr que les dieran indicaciones más precisas para llegar resultó difícil, ya que la mayoría de la gente se alejaba como una flecha si se le hablaba, pero al fin desmontaron delante de una posada de aspecto próspero, un edificio de tres pisos de piedra gris finamente labrada y tejado de pizarra, con un cartel colgado en la fachada donde se leía el nombre: La Gabarra Dorada. Había incluso un toque de dorado en las letras del cartel, así como en el montón de grano que aparecía en la gabarra, sin cubrir, como si no fuera a despacharse nunca. No salieron mozos del establo anexo a la posada, de modo que los portaestandartes tuvieron que ocuparse de sujetar los caballos, tarea que no les complació. Tod estaba tan atento observando el tráfago de gente sucia que pasaba a su lado mientras acariciaba la empuñadura de su espada corta, que Recio casi le enganchó dos dedos cuando cogió las riendas. El mayeniense y el ghealdano parecían desear enarbolar lanzas en lugar de estandartes. Flinn tenía los ojos desorbitados. A despecho del sol matinal, la luz parecía… sombría. Entrar en la posada no mejoró las cosas.
A primera