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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 125
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Alada, rectas las largas lanzas adornadas con cintas rojas, y cuando la mujer montó Gallenne bramó otra orden, en respuesta a la cual los hombres subieron a sus caballos a una.

Arganda dirigió una mirada ceñuda a las tiendas Aiel y otra a los mayenienses, y después se encaminó hacia donde un número igual de lanceros ghealdanos esperaban, con brillantes armaduras y yelmos cónicos de color verde; habló en voz baja con el tipo que los dirigiría, un hombre delgado llamado Kireyin, que Perrin sospechaba era de noble cuna por la mirada altanera que se advertía tras las barras del plateado yelmo. Arganda era tan bajo que Kireyin tuvo que inclinarse para escuchar lo que le decía; verse en esa necesidad hizo que el gesto del hombre más alto se tornara más gélido. Uno de los soldados que estaban detrás de Kireyin llevaba un asta con un estandarte con las Estrellas Plateadas de Ghealdan de seis puntas sobre fondo rojo, en lugar de una lanza con cintas verdes, y un jinete de la Guardia Alada portaba el del Halcón Dorado de Mayene sobre campo azul.

Aram también estaba allí, aunque apartado a un lado y sin estar preparado para montar. Vestido con su chaqueta de color verde, con la empuñadura de la espada asomando detrás del hombro, repartía sus celosas miradas ceñudas entre mayenienses y ghealdanos. Cuando vio a Perrin, el gesto ceñudo se tornó hosco y echó a andar rápidamente, pasando entre los hombres de Dos Ríos que esperaban el desayuno. No se paró para disculparse cuando chocó contra alguien. Aram se había vuelto más y más susceptible, y hablaba de manera cortante o burlona a todo el mundo excepto a Perrin a medida que los días transcurrían y lo único que podían hacer era sentarse y esperar. El día anterior, casi había llegado a las manos con un par de ghealdanos por algún motivo que ninguno de ellos recordaba bien después de que los separaran, excepto que Aram dijo que los ghealdanos no tenían respeto y éstos que el muchacho tenía muy mala lengua. Ésa era la razón de que el otrora gitano se quedara en el campamento esa mañana. Las cosas ya iban a estar bastante encrespadas en So Habor sin necesidad de que Aram iniciara una pelea cuando Perrin no lo estuviera vigilando.

—No pierdas de vista a Aram —ordenó en voz baja a Dannil cuando éste le llevó su zaino—. Y vigila a Arganda —añadió mientras guardaba las bolsas en las alforjas y abrochaba las hebillas. El peso de la contribución de Berelain compensaba el de la suya y la de Arganda juntas. Bueno, tenía motivo para ser generosa. Sus hombres estaban tan hambrientos como los demás—. Arganda tiene el aire de un hombre dispuesto a hacer una tontería. —Recio retozó un poco y agitó la cabeza arriba y abajo cuando Perrin cogió las riendas, pero el semental se tranquilizó enseguida bajo la firme y, al tiempo, suave mano.

Dannil se atusó el bigote, que semejaba unos colmillos, con un nudillo enrojecido por el frío y miró de reojo a Arganda, tras lo cual exhaló con fuerza; el aliento se tornó vaho de inmediato.

—Lo vigilaré, lord Perrin —murmuró mientras se tiraba de la capa para ajustarla—. Pero digáis lo que digáis de que tengo el mando, tan pronto como os perdéis de vista no hace caso a nada de lo que digo.

Por desgracia eso era cierto. Perrin habría preferido llevarse a Arganda y dejar a Gallenne, pero ninguno de los dos había querido aceptar el arreglo. El ghealdano admitía que hombres y caballos empezarían a pasar hambre a no tardar a menos que se encontrara alimento en alguna parte, pero no consentía pasar un día más lejos de su reina de lo que estaba ya. En ciertos aspectos, parecía más desesperado que Perrin, o quizá simplemente más predispuesto a ceder a la desesperación. De ser por él, Arganda se habría ido aproximando un poco más a los Shaido cada día hasta encontrarse delante de sus narices. Perrin estaba dispuesto a morir para liberar a Faile. Arganda parecía dispuesto a morir, sin más.

—Haz lo que puedas para impedir que cometa una estupidez, Dannil. —Al cabo de un momento, añadió—: Siempre y cuando no implique llegar a las manos. —Después de todo, sólo podía esperar que Dannil refrenara al tipo hasta cierto punto. Había tres ghealdanos por cada dos hombres de Dos Ríos y Faile nunca sería liberada si acababan matándose unos a otros. Perrin estuvo a punto de recostar la cabeza en el flanco de Recio. Luz, qué cansado estaba, y no veía ante sí el final del camino, mirara donde mirase.

El lento golpeteo de unos cascos anunció la llegada de Masuri y de Seonid seguidas a corta distancia por sus tres Guardianes, cuyas capas casi los hacían desaparecer a ellos y parte de sus monturas. Las dos Aes Sedai vestían ropas de seda, y debajo de la oscura capa de Masuri se veían un grueso collar de oro y otro de perlas de varias vueltas. Una pequeña gema blanca colgaba sobre la frente de Seonid de una fina cadena dorada, ceñida al cabello. Annoura se relajó y adoptó una postura más tranquila en la silla de montar. En las tiendas Aiel, las Sabias observaban formando una línea de seis mujeres altas con las cabezas envueltas en oscuros chales. Los vecinos de So Habor seguramente serían tan poco cordiales con los Aiel como la gente de Malden, pero hasta ese momento Perrin no había estado seguro de que las Sabias dejaran que cualquiera de las dos hermanas los acompañaran. Ellas habían sido la última razón de esperar. Sobre las copas de los árboles empezaba a asomar el filo dorado rojizo del sol.

—Cuanto antes lleguemos allí, antes estaremos de regreso —dijo mientras subía a la silla. Mientras pasaba por la brecha abierta en la estacada para que salieran los carros, unos hombres de Dos Ríos empezaron a reemplazar las estacas que faltaban. Precaución no le faltaba a nadie teniendo cerca a la chusma de Masema.

Había cien pasos hasta la línea de árboles, pero Perrin captó movimiento, alguien a caballo adentrándose subrepticiamente en las sombras más densas de la fronda. Uno de los vigías de Masema, sin duda, que volvía para informar al Profeta que Perrin y Berelain habían salido del campamento. Sin embargo, por deprisa de cabalgara, no llegaría a tiempo. Si Masema los quería muertos a Berelain o a él, como parecía probable, tendría que esperar a que se le presentara otra oportunidad.

No obstante, Gallenne no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Nadie había visto el pelo a Santes ni a Gendar, los dos husmeadores de Berelain, desde el día que no regresaron del campamento de Masema, y para Gallenne eso era un mensaje tan claro como sus cabezas metidas en un saco. Había situado a sus lanceros formando una elipse alrededor de Berelain antes de llegar a los árboles. Y también en torno a Perrin, aunque sólo por casualidad. De hacerlo a su manera, Gallenne habría llevado a todos los jinetes de la Guardia Alada, unos novecientos, o, mejor aún, habría convencido a Berelain para que no fuera. Perrin también había intentado eso, aunque con tan poco éxito como él. Berelain escuchaba lo que se le decía, pero después hacía exactamente lo que le daba la gana. Faile era igual. A veces a un hombre no le quedaba más que aceptarlo. Más bien casi siempre, puesto que no podía remediarlo.

Los inmensos árboles y los afloramientos rocosos que asomaban entre la nieve rompieron la formación, por supuesto, pero aun así el grupo ofrecía una colorida estampa bajo la tenue luz del bosque, con las cintas rojas ondeando al aire en los sesgados haces del sol y los jinetes de rojas armaduras desapareciendo momentáneamente tras los enormes robles y cipreses. Las tres Aes Sedai marchaban detrás de Perrin y de Berelain, seguidas por sus Guardianes, todos ellos escudriñando la fronda en derredor, y a continuación el hombre que portaba el estandarte de Berelain. La aparente espaciosidad del bosque era engañosa y poco adecuada para formaciones en línea y coloridos estandartes, pero si a eso se añadían las sedas bordadas, las gemas, una corona y Guardianes con aquellas capas de tonos cambiantes resultaba un espectáculo casi imponente. Perrin se habría reído, aunque sin mucho regocijo.

—Cuando vas a comprar un saco de harina, lleva ropa de paño sencillo para que el vendedor piense que no puedes pagar más de lo debido —dijo Berelain, que parecía haberle leído los pensamientos—. Cuando lo que buscas es cargar carretas enteras de harina, luce joyas para que crea que puedes permitirte regresar en busca de toda la que pueda conseguir.

Perrin soltó una corta risa a despecho de sí mismo. Aquello sonaba muy parecido a algo que maese Luhhan le había dicho una vez al tiempo que le daba un codazo en las costillas comentando que era una broma y una expresión en los ojos que denotaba que era algo más que eso: «Vístete con ropas pobres cuando quieras un pequeño favor, y con ropas buenas cuando quieras uno importante». Se alegraba mucho de que Berelain no oliera ya como un lobo a la caza. Al menos eso le quitaba una preocupación de encima.

Pronto alcanzaron el final de la hilera de carros, que ya estaban parados para cuando llegaron a la zona de Viaje. Las hachas y el sudor habían quitado árboles partidos por los accesos, dejando un pequeño claro que ya estaba abarrotado antes de que Gallenne desplegara su anillo de lanceros por el perímetro, mirando hacia el exterior. Fager Neald, un petimetre murandiano con las puntas de los bigotes engomadas, se encontraba allí, montado en un castrado rodado. Su chaqueta no habría llamado la atención a quien no hubiese visto nunca a un Asha’man; la otra que tenía era negra también, y al menos no llevaba los alfileres en el cuello que lo señalaran como tal. La capa de nieve no era profunda, pero los veinte hombres de Dos Ríos, al mando de Wil al’Seen, también estaban subidos a sus caballos en lugar de desmontados para que no se les congelaran los pies. Su aspecto era mucho más duro que cuando habían salido de Dos Ríos con él, con los arcos largos sujetos a la espalda en bandolera, las aljabas repletas de flechas y espadas de distintos tipos colgadas al cinto. Perrin esperaba poder mandarlos a casa pronto o, mejor aún, conducirlos él a casa.

La mayoría llevaba apoyada en la silla una vara de combate, pero Tod al’Caar y Flinn Barstere portaban estandartes, el Lobo Rojo de Perrin y el Águila Roja de Manetheren. La fuerte mandíbula de Tod denotaba un gesto obstinado, en tanto que Flinn, un tipo alto y flaco de Colina del Vigía, tenía una expresión huraña. Seguramente no le hacía gracia su tarea, y quizá tampoco a Tod. Wil dirigió a Perrin una de aquellas miradas francas e inocentes que engañaban a tantas chicas allá, en casa —a Wil le gustaban demasiado los bordados en la chaqueta de los días festivos, y le encantaba cabalgar delante de esas banderas, seguramente con la esperanza de que alguna mujer pensara que eran suyas—, pero Perrin lo dejó pasar.

Ciñéndose la capa como si la suave brisa fuera una galerna, Balwer taconeó torpemente su ruano para acercarse a Perrin. Dos de los aláteres de Faile lo siguieron con expresión desafiante. Los azules ojos de Medore resultaban

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