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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 114
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en lugar de la correa de Silviana. —Arrojó la estola blanca al suelo, le dio la espalda y, soltando el Saidar, se dirigió hacia el sillón como si la otra mujer hubiese dejado de existir.

Alviarin no sólo se marchó, sino que lo hizo corriendo como si sintiese en la nuca el aliento de los Sabuesos del Oscuro. No había sido capaz de pensar desde que había oído la palabra «traición». Ese término, resonando en su cabeza, la hizo querer aullar. Traición sólo podía significar una cosa: Elaida lo sabía, y estaba buscando pruebas. Que el Señor Oscuro tuviese piedad de ella. Pero nunca la tenía. La piedad era para aquellos que temían ser fuertes. Ella no tenía miedo. Era un recipiente lleno a reventar de terror.

Descendió por la Torre a la carrera, y si se cruzó con algún sirviente en los pasillos ni lo vio. El terror le cegaba la vista a todo lo que no se encontrara directamente en su camino. Bajó corriendo todo el trecho hasta el sexto nivel, a sus aposentos. Al menos esperaba que aún siguieran siéndolo. Las habitaciones con balcones a la gran plaza que se abría ante la Torre iban con el puesto de Guardiana. De momento bastaba con que aún tuviese habitaciones. Y una posibilidad de vivir.

Los muebles seguían siendo las piezas domani dejadas por la anterior ocupante, todas de pálida madera listada con incrustaciones de madreperla y ámbar. En el dormitorio abrió bruscamente uno de los armarios y se puso de rodillas, apartando vestidos a un lado para rebuscar un pequeño cofre en la parte trasera, una caja de unos quince centímetros de lado que le pertenecía desde hacía muchos años. La talla era intrincada pero burda —hileras de nudos variados— hecha aparentemente por un tallador con más ambición que destreza. Las manos le temblaban cuando llevó la caja hacia una mesa y la soltó en ella para limpiarse las sudorosas manos en el vestido. El truco para abrirla era una simple cuestión de extender los dedos lo más posible para apretar simultáneamente en cuatro nudos de la talla, ninguno de ellos igual. La tapa se levantó un tanto y Alviarin la echó hacia atrás dejando a la vista su más preciada posesión, envuelta en un pequeño bulto de tela marrón para que no tintineara si la doncella sacudía la caja. La mayoría de los sirvientes de la Torre no correría el riesgo de robar, pero la mayoría no significaba todos.

Durante un instante, Alviarin se quedó mirando el paquete. Su más preciada posesión, algo de la Era de Leyenda, pero nunca se había atrevido a utilizarlo. Sólo en una grave emergencia, le había advertido Mesaana, la necesidad más extrema, mas ¿qué mayor necesidad podía haber que la de ahora? Mesaana afirmaba que el objeto podía recibir martillazos sin romperse, pero Alviarin lo desenvolvió con el cuidado que habría puesto al manejar una pieza de cristal soplado y dejó a la vista un ter’angreal, una reluciente varita roja no más larga que su dedo índice, completamente pulida excepto por unas pocas líneas trabajadas en la superficie y conectadas entre sí en un dibujo sinuoso. Abrazó la Fuente y tocó el dibujo con flujos de Fuego y Tierra, finos como cabellos, en dos de las conexiones. Eso no habría sido necesario en la Era de Leyenda, pero algo llamado «flujos permanentes» ya no existía. Un mundo donde casi cualquier ter’angreal podía ser utilizado por gente incapaz de encauzar le resultaba extraño e incomprensible. ¿Por qué se había permitido tal cosa?

Apretó fuerte con el pulgar un extremo de la varita —el Poder Único no bastaba por sí mismo—, se dejó caer pesadamente en el sillón y se recostó en el respaldo bajo sin apartar los ojos del objeto. Hecho. Ahora se sentía vacía, un vasto espacio vacío con miedos revoloteando en la oscuridad como enormes murciélagos.

En lugar de envolver el ter’angreal, se lo guardó en la escarcela y se levantó para meter de nuevo la caja en el armario. Hasta que supiera que estaba a salvo no tenía la menor intención de dejar esa varita fuera de su alcance. Pero lo único que podía hacer ahora era sentarse y esperar, meciéndose atrás y adelante con las manos metidas entre las rodillas. No podía dejar de mecerse como tampoco podía dejar de emitir los quedos gemidos que salían de entre sus dientes. Desde la fundación de la Torre, a ninguna hermana se la había acusado por el cargo de pertenecer al Ajah Negro. Oh, sí, había habido sospechas sobre ciertas hermanas, y de cuando en cuando habían muerto Aes Sedai para asegurarse de que esas sospechas no pasaran a ser algo más, pero jamás se había llegado a hacer una acusación oficial. Si Elaida hablaba claramente del tajo del verdugo, tenía que estar cerca de presentar cargos. Muy cerca. También se había hecho desaparecer a hermanas Negras cuando las sospechas se tornaban demasiado firmes. El Ajah Negro había permanecido oculto a cualquier precio. Ojalá pudiera dejar de gemir.

De repente la luz de la habitación menguó, y la cámara quedó envuelta en las arremolinadas sombras crepusculares. La luz del sol parecía incapaz de penetrar por los cristales de las ventanas. En un instante Alviarin se había postrado de rodillas, baja la mirada. Temblaba por la ansiedad de soltar a borbotones sus miedos, pero con los Elegidos había que guardar las formas.

—Vivo para servir, Insigne Señora —dijo, y nada más. No podía perder un instante, cuanto menos una hora gritando de dolor. Apretó las manos para evitar que le temblaran.

—¿Cuál es la grave emergencia, pequeña? —Era la voz de una mujer, pero que sonaba como un repique cristalino. Un repique molesto. Sólo molesto. El repique iracundo habría significado la muerte instantánea—. Si piensas que voy a mover un dedo para devolverte la estola de Guardiana, estás muy equivocada. Aún puedes hacer lo que quiero que hagas, con un poco más de esfuerzo. Y puedes considerar tus castigos con la Maestra de las Novicias como un pequeño correctivo mío. Te advertí que no presionaras tanto a Elaida.

Alviarin se tragó las protestas. Elaida no era el tipo de mujer a la que se pudiera doblegar sin presionarla duramente. Mesaana debería saberlo. Pero protestar podía resultar peligroso con los Elegidos. Con ellos muchas cosas eran peligrosas. En cualquier caso, la correa de Silviana era una bagatela comparada con el hacha del verdugo.

—Elaida lo sabe, Insigne Señora —manifestó a la par que alzaba los ojos.

Delante de ella se erguía una mujer de luz y sombras, vestida de luz y sombras, todo negros intensos y blancos plateados que pasaban de lo uno a lo otro alternativamente. Unos ojos plateados miraron ceñudos desde un rostro de humo, con labios argénteos apretados en una fina línea. Era sólo Ilusión, y en realidad no estaba mejor realizado de lo que habría podido hacer Alviarin. Un atisbo de seda verde bordada con complejas bandas de color bronce surgió cuando Mesaana se deslizó sobre la carpeta domani. Pero Alviarin no percibía los tejidos que creaban la Ilusión como tampoco había visto los que la mujer había utilizado para llegar allí o para sumir la habitación en sombras. ¡Por lo que percibía —nada— era como si Mesaana no estuviera encauzando! El ansia de poseer esos dos secretos generalmente era tan intensa que le dolía, pero en esos momentos casi ni la sentía.

—Sabe que soy del Ajah Negro, Insigne Señora —prosiguió—. Si me ha descubierto, entonces es que tiene a alguien hurgando muy a fondo. Docenas de nosotras podemos estar en peligro, quizá todas. —Mejor plantear una amenaza lo más grande posible si quería tener respuesta. Puede que incluso fuera cierta.

Pero la respuesta de Mesaana fue un gesto de una mano plateada desestimando el tema. Su rostro brillaba como una luna en torno a unos ojos más negros que carbones.

—Eso es ridículo. Elaida es incapaz de decidir si el Ajah Negro existe o no. Sólo intentas ahorrarte un poco de dolor. Quizás un poco más te sacará de tu error.

Alviarin empezó a suplicar cuando Mesaana levantó la mano más y un tejido que recordaba muy bien se formó en el aire. ¡Tenía que hacérselo entender a la mujer! De pronto, las sombras de la habitación se sacudieron. Todo pareció desplazarse de lado mientras la oscuridad se espesaba en grumos nocturnos. Y entonces la oscuridad desapareció. Sobresaltada, Alviarin se encontró con las manos suplicantes extendidas hacia una mujer de ojos azules, de carne y hueso, vestida con ropas de color broncíneo bordadas en verde. Una mujer atormentadoramente familiar que parecía rozar la madurez. Sabía que Mesaana caminaba por la Torre disfrazada como una de las hermanas, aunque ninguno de los Elegidos a los que había visto mostraba señal alguna de intemporalidad, pero no podía encajar aquel rostro con un nombre. Y también cayó en la cuenta de otra cosa. El rostro denotaba miedo. Oculto, pero miedo.

—Ha sido muy útil —dijo Mesaana, cuya voz no dejaba traslucir el más leve temor y rozaba la memoria de Alviarin, que casi la reconocía—, y ahora tendré que matarla.

—Siempre eres… derrochadora —replicó una voz dura que sonaba como un hueso podrido que se aplasta al pisarlo.

Alviarin se desplomó por la impresión al ver la alta figura de un hombre vestido con una armadura negra, toda ella de placas superpuestas como las escamas de una serpiente, y que se encontraba plantado delante de una ventana. Sin embargo, no era un hombre. Aquel rostro lívido no tenía ojos, sólo suave piel blanca donde deberían haber estado. Alviarin se había encontrado con Myrddraal anteriormente, mientras servía al Gran Señor, e incluso había conseguido sostener sus miradas sin ojos sin sucumbir al terror que producían dichas miradas, pero éste la hizo arrastrarse por el suelo hasta que su espalda chocó contra la pata de una mesa. Los Acechantes eran iguales como gotas de agua, altos, esbeltos e idénticos, pero éste era una cabeza más alto y parecía que de él irradiaba el miedo, un miedo que calaba hasta los huesos. Sin pensar, buscó la Fuente. A punto estuvo de gritar. ¡La Fuente había desaparecido! No estaba escudada; ¡simplemente no había nada allí que ella pudiera abrazar! El Myrddraal la miró y sonrió. Los Acechantes jamás sonreían. Jamás. Su respiración se convirtió en un ahogado jadeo.

—Puede ser útil —dijo con su voz rasposa el Myrddraal—. No querría que el Ajah Negro fuera destruido.

—¿Quién eres tú para desafiar a uno de los Elegidos? —demandó despectivamente Mesaana, que echó a perder su actuación al lamerse los labios.

—¿Acaso piensas que la Mano de la Sombra es sólo un nombre? —La voz del Myrddraal ya no crujía. Hueca, pareció retumbar en cavernas de tamaño inimaginable. La criatura creció a medida que hablaba, aumentando de tamaño hasta que su cabeza rozó el techo, a casi cuatro metros de altura—. Se te convocó y no acudiste. Mi mano llega muy lejos, Mesaana.

Temblando visiblemente, la Elegida abrió la boca quizá para suplicar, pero de repente un fuego negro destelló a su alrededor y la mujer gritó mientras sus ropas se deshacían en cenizas. Bandas de llamas negras le sujetaron los brazos contra los costados, se enroscaron prietamente en torno a sus piernas, y una hirviente bola negra apareció en su boca, forzándola a abrir las mandíbulas al máximo. Se quedó de pie, retorciéndose, desnuda e indefensa, y el aspecto de sus ojos vueltos hizo que Alviarin casi se ensuciara encima.

—¿Quieres saber por qué uno de los Elegidos

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