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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 111
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cadáver y confiar en que nadie recordara que a esa persona se la había visto por última vez entrando en sus aposentos. Mesaana había ordenado que mantuviera el enmascaramiento y que no levantase la más ligera sospecha, lo que parecía una precaución exagerada cuando el Ajah Negro se había movido por la Torre con impunidad desde su fundación, pero cuando uno de los Elegidos daba una orden sólo un necio desobedecía. Al menos si había la más mínima posibilidad de ser descubierto.

Irritada, Alviarin encauzó para hacer caer el polvo al suelo, y lo llevó a cabo con tanta violencia que las losas de piedra tendrían que haber temblado. No tendría que pasar por lo mismo todas las veces si amontonara el polvo en un rincón en lugar de dejarlo extendido. Nadie había bajado a tanta profundidad hacía años, así que nadie repararía en que el cuarto se había limpiado. Mas siempre había alguien que hacía lo imprevisible. Ella misma actuaba así a menudo y no estaba dispuesta a arriesgarse a que la descubrieran por un estúpido error. Con todo, rezongó entre dientes mientras encauzaba para limpiar el barro rojizo de sus zapatos y del repulgo de la falda y de la capa. Era poco probable que alguien lo reconociera como procedente de Tremalking, la isla más grande de los Marinos, pero sí podría preguntarse dónde habría estado para ensuciarse de barro. El recinto de la Torre debía de estar enterrado bajo la nieve excepto en los sitios donde se hubiese retirado con palas, dejando despejada la tierra helada. Todavía rezongando, volvió a encauzar para ahogar el chirrido de los goznes oxidados mientras abría la puerta de tosca madera. Había un modo de hacer un tejido y ocultarlo, de manera que no habría tenido que realizar esa tarea todas las veces —estaba segura de que lo había—, pero Mesaana se había negado a enseñárselo.

Mesaana era la verdadera razón de su enfado. La Elegida enseñaba lo que quería y nada más, hacía insinuaciones sobre la existencia de maravillas y después no las revelaba. Y la utilizaba como una chica de los recados. Ella era la cabeza del Consejo Supremo y sabía de memoria los nombres de todas las hermanas Negras sin excepción, cosa que no podía decir Mesaana. A la Elegida le importaba poco quién llevaba a cabo sus órdenes mientras se cumplieran, y al pie de la letra. Con demasiada frecuencia quería que se ocupara Alviarin en persona, obligándola a tratar con mujeres y hombres que se creían sus iguales porque también servían al Gran Señor. Demasiados Amigos se tenían por iguales a las Aes Sedai, o incluso superiores. Para colmo, Mesaana le tenía prohibido que diese un escarmiento ejemplar siquiera a uno de ellos. ¡Insignificantes y asquerosas ratas, incapaces de encauzar, y ella tenía que ser amable sólo porque alguno podría estar sirviendo a otro de los Elegidos! Resultaba evidente que Mesaana no lo sabía con seguridad. Era uno de los Elegidos, y, por su falta de certeza, la obligaba a sonreír a quienes eran menos que el polvo de la calle.

La bola de pálida luz flotaba más adelante para alumbrarle el camino, y Alviarin se deslizó por el corredor de tosca piedra mientras alisaba el polvo que quedaba atrás con ligeros tejidos de Aire para no dejar huellas de su paso, al tiempo que enumeraba varias «perlas» que le gustaría soltarle a Mesaana. Naturalmente, no le diría ninguna, cosa que incrementó su irritación. Criticar a un Elegido aun en los términos más suaves era un camino corto hacia el dolor, quizás a la muerte. A decir verdad, casi seguro que a ambas cosas. Con los Elegidos, humillarse y obedecer era el único modo de sobrevivir, y lo primero era tan importante como lo segundo. La recompensa de la inmortalidad merecía un poco de humillación. Con ella conseguiría todo el poder que deseaba, mucho más que el que cualquier Amyrlin hubiese tenido jamás. Sin embargo, lo primero era sobrevivir.

Una vez que llegó a lo alto de la primera rampa que conducía a los niveles superiores, dejó de molestarse en borrar sus huellas. Allí había mucho menos polvo y estaba surcado por marcas de ruedas de carretillas y de zapatos; otro par de huellas de pisadas pasaría inadvertido. Aun así, caminó deprisa. Por lo general la animaba la idea de vivir para siempre, de acabar manejando poder a través de Mesaana como ahora hacía a través de Elaida. Bueno, casi igual; esperar conducir a Mesaana al estado de docilidad de Elaida era demasiado ambicioso, pero podía atar cuerdas a la mujer para asegurar su propio ascenso. Ese día su mente volvía una y otra vez al hecho de que había estado ausente de la Torre casi un mes. Mesaana no se habría molestado en mantener bajo control a Elaida durante su ausencia, aunque a buen seguro la Elegida le echaría la culpa a ella si algo había salido mal. Claro que Elaida estaba adecuadamente acobardada después de la última vez. Había suplicado que se la eximiera de recibir castigos en privado a manos de la Maestra de las Novicias. Pues claro que estaba demasiado acobardada para traspasar la línea. Por supuesto que sí. Alviarin apartó a Elaida a un rincón de su mente, pero siguió caminando deprisa.

Una segunda rampa la condujo al sótano superior, donde dejó que la bola de luz desapareciera y soltó el Saidar. Allí las sombras estaban salpicadas de zonas tenuemente iluminadas que casi se tocaban, gracias a las lámparas colocadas en soportes de hierro a lo largo de las paredes de piedra, las cuales se hallaban cuidadosamente labradas en ese nivel. Nada se movía salvo una rata que se escabulló con un débil repiqueteo de patas sobre las baldosas. Eso casi la hizo sonreír. Casi. Los ojos del Gran Señor llegaban a todos los rincones de la Torre ahora, aunque nadie parecía haber notado que las salvaguardias habían fallado. No creía que fuese obra de Mesaana; las salvaguardias ya no funcionaban como se suponía que debían hacer, simplemente. Había… brechas. Por supuesto, a ella no le importaba que el animal la viera o informara de lo que había visto, pero aun así se metió rápidamente en una estrecha escalera de caracol. Podía haber gente en ese nivel, y de la gente no se podía fiar como de las ratas.

Quizá, pensó mientras subía, podía tantear a Mesaana sobre aquella increíble irradiación de Poder, siempre y cuando fuera… delicada. La Elegida podría pensar que ocultaba algo si no lo mencionaba. Cualquier mujer que encauzara, en cualquier parte del mundo, se tenía que estar preguntando qué había ocurrido. Sólo tendría que llevar cuidado para no decir nada que sugiriese que había visitado el sitio. Mucho después de que la irradiación cesara, por supuesto —¡no era tan estúpida como para meterse en algo así, sin más!—, pero Mesaana parecía pensar que Alviarin debería realizar sus «tareas» sin tomarse un momento de descanso. ¿De verdad creería esa mujer que no tenía asuntos propios de los que ocuparse? Lo mejor era actuar como si no los tuviera. Al menos, de momento.

En las sombras de lo alto de la escalera se paró delante de una pequeña y sencilla puerta, toscamente acabada en ese lado, para recobrar la serenidad mientras doblaba la capa y se la colgaba sobre el brazo. Mesaana era uno de los Elegidos, pero no dejaba de ser humana. Cometía errores. Y la mataría en un abrir de cerrar de ojos si ella cometía uno. Humillarse, obedecer y sobrevivir. Y ser precavida siempre. Había sabido eso mucho antes de encontrarse con uno de los Renegados. Sacó la estola blanca de Guardiana de su escarcela, se la puso alrededor del cuello y entreabrió la puerta con cuidado para escuchar. Silencio, como esperaba. Salió al Noveno Depósito y cerró la puerta tras ella. Por la cara interior la puerta seguía siendo sencilla, pero la habían pulido hasta sacarle un brillo suave.

La biblioteca de la Torre estaba dividida en doce depósitos, al menos hasta donde era de conocimiento público; el Noveno era el más pequeño y se hallaba dedicado a textos de diversas formas de aritmética, pero aun así seguía siendo una cámara amplia en forma ovalada, con una cúpula achatada por techo, repleta de hileras e hileras de altas estanterías de madera, cada cual rodeada por una estrecha pasarela que discurría a tres metros del suelo de baldosas de siete colores. Altas escalerillas colgaban junto a las estanterías, montadas sobre ruedas tanto en el suelo como en las pasarelas para poder desplazarlas cómodamente. Había lámparas acristaladas de metal, con pies tan pesados que hacían falta tres o cuatro hombres para mover una. El fuego era una preocupación constante en la biblioteca. Las lámparas de pie ardían intensamente para alumbrar el camino a cualquier hermana que quisiera encontrar un libro o un manuscrito estuchado, pero un carrito que contenía tres grandes volúmenes con encuadernación de cuero seguía en medio de un pasillo, exactamente en el mismo sitio donde recordaba haberlo visto la última vez que había pasado por allí. No entendía por qué hacían falta distintas formas de aritmética o por qué se habían escrito tantos libros al respecto, y a pesar de que la Torre se preciaba de tener la mayor colección de libros del mundo, que trataban sobre cualquier tema posible, parecía que la mayoría de las Aes Sedai coincidía con ella. Nunca había visto a otra hermana en el Noveno Depósito, razón por la cual lo utilizaba para sus llegadas. En las anchas puertas en arco, que se encontraban abiertas, escuchó hasta quedar convencida de que el corredor al otro lado se hallaba desierto y entonces salió. A cualquiera le habría extrañado que de repente sintiera interés en los libros de ese depósito.

Mientras avanzaba presurosa por los corredores principales, donde las baldosas formaban filas con los colores de los Ajahs, se le ocurrió que la biblioteca estaba más silenciosa de lo que era habitual, aun contando con que quedaban pocas hermanas en la Torre actualmente. Siempre se veía allí a una o dos hermanas, aunque sólo fuesen las bibliotecarias —de hecho algunas Marrones tenían aposentos en los pisos altos además de sus habitaciones en la Torre—, pero las grandes figuras de siete metros o más de altura talladas en las paredes de los pasillos, que representaban gentes con ropas extravagantes y animales extraños, podrían haber sido los únicos habitantes de la biblioteca. Las corrientes de aire hacían crujir débilmente las cadenas de las que pendían las lámparas a siete metros de altura. Los pasos de Alviarin sonaban inusualmente fuertes, levantando ecos en el techo abovedado.

—¿En qué puedo ayudarte? —inquirió una queda voz de mujer a su espalda.

Sobresaltada, Alviarin giró sobre sus talones, a punto de dejar caer la capa, antes de recobrar el control.

—Sólo quería pasear por la biblioteca, Zemaille —contestó y de inmediato sintió un ramalazo de irritación. Si estaba lo bastante nerviosa para dar explicaciones a una bibliotecaria, entonces es que realmente necesitaba controlarse antes de informar a Mesaana. Casi deseó contarle a Zemaille lo que ocurría en Tremalking, sólo para ver si la mujer se estremecía.

La sosegada expresión en la oscura tez de la hermana Marrón no cambió, pero un dejo de cierta emoción indescifrable alteraba el timbre de su voz. Alta y esbelta, Zemaille siempre mostraba esa máscara de reserva y distanciamiento, pero Alviarin sospechaba que era menos tímida de lo que pretendía; y menos afable.

—Es muy comprensible.

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