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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 110
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risco hasta que el sonido se perdió sin que la piedra hubiese llegado al fondo. Entrevió la forma borrosa de la repisa rota a su izquierda. Estaba casi a tres metros de distancia; para las posibilidades que tenía de llegar a ella, tanto daba que hubiese estado a casi tres kilómetros. En la dirección contraria, la niebla ocultaba lo que quiera que quedara del sendero, pero Egwene creía que debía de estar aún más alejado. No tenía fuerza en los brazos. No podía auparse, sólo quedarse allí, colgada de las puntas de los dedos, hasta que se cayera. El borde de la grieta parecía tan afilado como un cuchillo bajo sus dedos.

De pronto, entre las nubes apareció una mujer descendiendo por la escarpada cara del risco con la agilidad de quien baja una escalera. Llevaba una espada sujeta a la espalda. Su rostro titilaba, sin que se hiciera preciso en ningún momento, pero la espada parecía sólida como la roca. La mujer llegó a la altura de Egwene y le tendió una mano.

—Podemos llegar a la cumbre juntas —dijo con un familiar acento que arrastraba las palabras.

Egwene apartó el sueño como si fuese una víbora. Sintió cómo se sacudía su cuerpo, se oyó gemir en sueños, pero durante un instante no pudo hacer nada. Había soñado con seanchan antes, con una seanchan vinculada a ella de algún modo, pero ésta era una seanchan que la salvaría. ¡No! Le habían puesto una cadena, la habían hecho damane. ¡Antes moriría que dejar que la salvara una seanchan! Transcurrió un buen rato antes de que fuera capaz de instarse a tranquilizar su cuerpo dormido. O quizá sólo le pareció que había pasado mucho tiempo. Una seanchan, no; ¡eso jamás!

Poco a poco, los sueños volvieron.

Trepaba por otro sendero de un risco envuelto en nubes, pero ésta era una repisa ancha de roca blanca suavemente pavimentada y no había piedras sueltas. El propio risco era blanco como tiza y tan suave como si estuviese pulido. Subió deprisa y enseguida se dio cuenta de que la repisa ascendía en espiral. El risco era realmente una aguja pétrea. Tan pronto como concibió esa idea, se encontró arriba, sobre un disco liso y pulido envuelto en niebla. No era totalmente liso, en realidad. Un pedestal se erguía justo en el centro del aquel círculo y servía de soporte a una lámpara de aceite, de cristal transparente. La llama de la lámpara ardía brillante y firme, sin titilar. También era blanca.

De repente un par de aves salieron de la niebla, dos cuervos tan negros como la noche. Sobrevolaron velozmente la aguja, golpearon la lámpara y siguieron vuelo sin hacer la menor pausa. La lámpara se tambaleó sobre el pedestal, lanzando gotas de aceite. Algunas de esas gotas se incendiaron en el aire y desaparecieron. Otras cayeron alrededor de la columna, todas sustentando una minúscula y titilante llama blanca. Y la lámpara siguió dando tumbos, a punto de caerse.

Egwene se despertó con una sacudida en medio de la oscuridad. Lo sabía. Por primera vez sabía con exactitud lo que significaba un sueño. Mas ¿por qué soñar con una seanchan que la salvaba y después con los seanchan atacando la Torre Blanca? Un ataque que sacudía a las Aes Sedai en sus cimientos y que amenazaba a la propia Torre. Por supuesto, sólo era una posibilidad. No obstante, los sucesos en los sueños verdaderos eran más probables que otros.

Creía que estaba considerando las cosas con tranquilidad, pero al sentir el áspero roce de las solapas de la entrada estuvo a punto de abrazar la Fuente Verdadera. Se apresuró a realizar ejercicios de novicia para recobrar el control: el agua fluyendo sobre piedras suaves; el viento soplando entre la hierba. Luz, sí que se había asustado. Tuvo que realizar dos para conseguir recuperar cierta calma. Abrió la boca para preguntar quién era.

—¿Dormida? —musitó quedamente la voz de Halima. Su voz sonaba insinuante, casi excitada—. Bueno, no me importaría disfrutar de una buena noche de sueño.

Egwene permaneció muy quieta mientras oía a la otra mujer quitarse la ropa para acostarse. Si descubría que estaba despierta tendría que hablar con ella y, en ese momento, sería embarazoso. Estaba bastante segura de que Halima había encontrado compañía, aunque no para toda la noche. La mujer podía hacer lo que quisiera, por supuesto, pero aun así Egwene se sentía decepcionada. Deseando haber seguido dormida, se sumergió de nuevo en el sueño y esta vez no se paró a mitad de camino, sino que se quedó completamente dormida.

Chesa apareció muy temprano para llevarle el desayuno en una bandeja y la ayudó a vestirse. De hecho, era de madrugada y apenas apuntaban las primeras luces, de modo que hubo que encender la lámpara para poder ver algo. Las ascuas del brasero se habían apagado a lo largo de la noche, naturalmente, y el frío en la atmósfera tenía algo de gris. Quizás iba a nevar. Halima se puso su muda y su vestido de seda al tiempo que bromeaba sobre cómo le gustaría tener una doncella, en tanto que Chesa abrochaba las hileras de botones que cerraban la espalda del de Egwene. La fornida mujer mostraba un gesto serio, sin hacer el menor caso a Halima. Egwene guardó silencio. No le dijo nada a Halima porque no era su criada y no tenía derecho a marcarle unas normas.

Justo cuando Chesa acababa de abrocharle y daba una palmadita a Egwene en el brazo, Nisao entró en la tienda, dejando pasar un soplo de aire frío. Por el fugaz atisbo del exterior antes de que las solapas se cerraran tras ella, Egwene comprobó que fuera estaba gris. Realmente parecía que estuviera por nevar.

—He de hablar a solas con la madre —dijo Nisao, que mantenía ajustada su capa como si ya sintiera la nieve. Un tono tan firme no era habitual en la menuda mujer.

Egwene hizo un gesto con la cabeza a Chesa.

—No dejéis que se os enfríe el desayuno —dijo ésta antes de hacer una reverencia y salir.

Halima se paró y miró a Nisao y a Egwene; después recogió su capa de donde la había dejado tirada al pie del catre.

—Supongo que Delana tiene trabajo para mí —dijo en un tono que sonaba irritado.

Nisao miró ceñuda la espalda de la mujer cuando se marchó, pero sin decir palabra abrazó el Saidar y tejió una salvaguardia contra oídos indiscretos en torno a Egwene y ella. Sin pedir permiso.

—Anaiya y su Guardián están muertos —anunció—. Algunos de los trabajadores que traen los sacos de carbón oyeron anoche un ruido, como alguien revolcándose en el suelo, y, aunque parezca mentira, todos fueron corriendo a ver qué pasaba. Encontraron a Anaiya y a Setagana tendidos en la nieve, muertos.

Egwene se sentó lentamente en su silla, que no parecía muy cómoda en ese momento. Anaiya muerta. No había tenido ningún rasgo hermoso, salvo su sonrisa, pero cuando sonreía reconfortaba todo cuanto la rodeaba. Una mujer de rostro poco agraciado que gustaba adornar sus vestidos con encaje. Egwene sabía que tendría que sentirse triste también por Setagana, pero él había sido un Guardián. De haber sobrevivido a Anaiya, no era probable que su vida se hubiese alargado mucho.

—¿Cómo? —preguntó. Nisao no habría tejido una salvaguardia sólo para informarle de la muerte de Anaiya.

El semblante de Nisao se puso tenso y, a despecho de la salvaguardia, miró hacia atrás como si temiese que alguien estuviera escuchando tras las solapas de la entrada.

—Los trabajadores pensaban que habían comido setas en mal estado. Algunos granjeros no son cuidadosos a la hora de recoger lo que se proponen vender, y un hongo de la especie equivocada puede paralizar los pulmones o inflamar la tráquea de manera que se muere por asfixia. —Egwene asintió con impaciencia. Después de todo, había crecido en una población rural—. Parece que todo el mundo se muestra inclinado a aceptar esa explicación —prosiguió Nisao, aunque sin apresurarse. Sus manos se abrían y se cerraban sobre los bordes de la capa, y parecía remisa a llegar a su conclusión—. No había heridas ni lesiones de ningún tipo. No hay razón para pensar que fuera otra cosa que el resultado de la codicia de un granjero que vendió setas malas. Pero… —Suspiró, volvió a echar una ojeada hacia atrás, y bajó el tono de voz—. Supongo que fue por la conversación sobre la Torre Negra en la Antecámara, pero hice una resonancia. Los mató el Saidin. —Una mueca de asco asomó por un fugaz momento a su cara—. Creo que alguien tejió flujos de Aire alrededor de sus cabezas hasta asfixiarlos. —Se estremeció y se ajustó más la capa.

Egwene también habría querido estremecerse. Le sorprendió no hacerlo. Anaiya muerta. Asfixiada. Una forma deliberadamente cruel de matar, utilizada por alguien que había esperado no dejar huellas.

—¿Se lo has contado a alguien más?

—Por supuesto que no —respondió Nisao, indignada—. Vine aquí directamente. O al menos tan pronto como supe que estabais despierta.

—Lástima. Tendrás que explicar por qué no informaste antes. Esto no es algo que podamos mantener en secreto. —Bueno, las Amyrlin habían ocultado cosas más importantes por bien de la Torre, a su modo de ver—. Si entre nosotros hay un hombre que encauza, entonces las hermanas tienen que estar advertidas. —Era poco probable que un varón que encauzaba se escondiera entre los trabajadores o los soldados, pero aún lo era menos que hubiera ido allí para matar a una hermana y a su Guardián. Lo cual planteaba otra cuestión—. ¿Por qué Anaiya? ¿Quizás estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado? ¿Dónde murieron?

—Cerca de las carretas del lado sur del campamento. Ignoro por qué se encontraban allí a esas horas de la noche. A menos que Anaiya fuera a las letrinas y Setagana haya creído que necesitaba protección incluso allí.

—Entonces vas a tener que averiguarlo, Nisao. ¿Qué hacían Anaiya y Setagana fuera cuando todo el mundo dormía? ¿Por qué los mataron? Esto sí que lo guardarás en secreto. Hasta que puedas darme razones, nadie salvo nosotras dos debe saber que estás investigando el caso.

Nisao abrió la boca y la cerró.

—Hay que cumplir con el deber —masculló entre dientes. No se le daba bien guardar secretos importantes, y lo sabía. El último que había intentado guardar la había conducido directamente a tener que jurar lealtad a Egwene—. ¿Frenará esto las conversaciones sobre un acuerdo con la Torre Negra?

—Lo dudo —repuso cansinamente Egwene. Luz, ¿cómo podía estar cansada ya? El sol ni siquiera había salido del todo—. En cualquier caso, lo que sí creo es que vamos a tener otro día muy largo. —Y lo mejor que se le ocurría que podía esperar de él era llegar a la noche sin sufrir una jaqueca.

21. Una marca

Alviarin cruzó el acceso dejando que se cerrara de golpe tras ella en una línea de intenso color blanco azulado que al cabo se desvaneció, y casi de inmediato estornudó por el polvo levantado con los zapatos. Un segundo estornudo la sacudió, y el siguiente hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. Sin más luz que la del globo que flotaba delante de ella, el almacén de paredes toscas, excavado en el lecho de roca tres niveles más abajo de la biblioteca de la Torre, se hallaba vacío salvo por el polvo acumulado durante siglos. Habría preferido regresar directamente a sus aposentos de la Torre, pero siempre existía la posibilidad de tropezar con un sirviente limpiando y entonces tendría que librarse del

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