la ropa que llevara, estaba actuando como una Sabia. Probablemente ésa era la razón del fino chal. Una parte de Egwene quiso sonreír. Su amiga había cambiado; ya no era aquella Doncella Lancera, a menudo exaltada, que había conocido. Otra parte de sí misma recordó que las Sabias no tenían siempre las mismas metas que las Aes Sedai. Lo que las hermanas valoraban mucho, con frecuencia para las Sabias no significaba nada. La entristecía tener que pensar en Aviendha como una Sabia en lugar de simplemente una amiga. Una Sabia se preocuparía de conseguir lo que fuera mejor para los Aiel y no para la Torre Blanca. Aun así, la pregunta era buena.
—Tendremos que tratar con la Torre Negra antes o después, Aviendha, y Moria tenía razón; ya hay demasiados Asha’man para plantearse amansarlos a todos. Y eso suponiendo que nos atreviéramos a amansarlos antes de la Última Batalla. Quizás un sueño me muestre otro camino, pero de momento ninguno lo ha hecho. —De momento ninguno de sus sueños le había servido de nada. Bueno, en realidad no—. Esto al menos nos ofrece el principio de un modo de manejarlos. En cualquier caso, se va a hacer. Eso si las Asentadas son capaces de ponerse de acuerdo en algo aparte del hecho de que tienen que intentar llegar a un arreglo. De modo que hemos de sobrellevarlo. Quizá sea para bien a la larga.
Aviendha sonrió mientras bebía. No era una sonrisa divertida; por alguna razón, parecía de alivio. No obstante, su tono sonó serio.
—Vosotras, las Aes Sedai, pensáis siempre que los hombres son necios. Llevad cuidado con esos Asha’man. Mazrim Taim dista mucho de ser tonto, y creo que es un hombre muy peligroso.
—La Antecámara es consciente de eso —repuso secamente Egwene. Era peligroso, desde luego. En cuanto a lo otro, quizá mereciera la pena hacerlo notar—. No sé por qué hablamos de esto. Ya no está en mis manos. Lo importante es que las hermanas decidirán finalmente que la Torre Negra ha dejado de ser una razón para no acercarse a Caemlyn, ya que de todos modos vamos a hablar con ellos. La semana que viene o mañana os encontraréis con hermanas que se pasarán por allí simplemente para visitar a Elayne y ver cómo marcha el asedio. Lo que hemos de decidir es cómo mantener oculto lo que queremos que siga oculto. Tengo unas cuantas sugerencias, y espero que vosotras tengáis más.
La idea de Aes Sedai desconocidas apareciendo en el Palacio Real agitó a Aviendha hasta el punto de que su vestimenta pasó velozmente del traje de seda al cadin’sor y de éste a la falda de paño y la blusa de algode, y vuelta a empezar mientras hablaban, aunque ella no pareció darse cuenta. En realidad ella no tenía nada que temer si las Aes Sedai visitantes descubrían a las Allegadas o a las sul’dam y damane cautivas o el trato con las mujeres de los Marinos, pero seguramente le preocupaban las repercusiones que tuviera para Elayne.
Lo de las Atha’an Miere no sólo hizo que apareciera el cadin’sor, sino también una adarga de piel de toro junto a la silla, con tres lanzas cortas Aiel. Egwene se planteó preguntar si había un problema especial con las Detectoras de Vientos —cualquier problema más allá de los habituales, se entiende—, pero se contuvo. Si Aviendha no lo mencionaba, entonces es que era un tema que Elayne y ella querían manejar por sí mismas. Sin duda lo habría dicho si hubiese algo que Egwene tuviera que saber. ¿O no?
Egwene suspiró y dejó la taza en la mesa, de la que no tardó en desaparecer, y se frotó los ojos. Realmente, ahora la desconfianza formaba parte de su ser; y sin ella era muy poco probable que pudiera sobrevivir. Al menos no tenía que actuar siempre en consecuencia con sus sospechas; no con una amiga.
—Estás cansada —dijo Aviendha, de nuevo vestida con la blusa blanca, la falda y el chal oscuros, una Sabia de penetrantes ojos verdes preocupada—. ¿No duermes bien?
—Duermo bien —mintió Egwene a la par que esbozaba una sonrisa. Aviendha y Elayne tenían sus propias preocupaciones para que también cargaran con el tema de sus dolores de cabeza—. Bien, no se me ocurre nada más —dijo mientras se levantaba—. ¿Y a ti? Entonces hemos acabado —prosiguió cuando la otra mujer sacudió la cabeza—. Dile a Elayne que se cuide. Y tú cuídala. Y a sus bebés.
—Lo haré —contestó Aviendha, ahora con el vestido de seda azul—. Pero tú has de cuidarte también. Creo que trabajas demasiado. Que duermas bien y despiertes —añadió suavemente; era la fórmula Aiel de decir «buenas noches». Y tras ello desapareció.
Egwene frunció el entrecejo mirando el punto donde su amiga se encontraba un instante antes. No trabajaba demasiado. Sólo lo necesario. Regresó a su cuerpo y descubrió que estaba sumida en el sueño.
Eso no significaba que ella estuviera dormida, o no exactamente. Su cuerpo dormía, con una respiración lenta y profunda, pero ella se dejó llevar apenas lo justo para que los sueños llegaran. Podría haber esperado simplemente a despertar y recordarlos entonces mientras los escribía en el pequeño libro de notas que guardaba en el fondo de uno de los baúles de ropa, metido entre la fina ropa interior que no se sacaría hasta bien entrada la primavera. Pero observar los sueños mientras llegaban ahorraba tiempo. Pensaba que eso podría ayudarla a descifrar lo que significaban. Al menos, los que eran algo más que las fantasías nocturnas corrientes.
Había muchas de ésas, a menudo relacionadas con Gawyn, un hombre alto y maravilloso que la tomaba en sus brazos y bailaba con ella y le hacía el amor. Hubo un tiempo, incluso en sueños, en que había rehuido los pensamientos de hacer el amor con él. Se había puesto colorada al despertar y recordarlo. Ahora eso le parecía una tontería, una chiquillada. Algún día, de algún modo, lo vincularía como su Guardián, y se casaría con él, y haría el amor con él hasta hacerle pedir clemencia. Incluso en sus sueños, esa idea la hacía reír. Otros sueños no eran tan agradables. Caminaba a través de un manto de nieve que le llegaba a la cintura y entre árboles que crecían muy juntos, sabiendo que tenía que llegar al borde del bosque. Pero incluso cuando atisbaba ese borde al frente, en un abrir y cerrar de ojos éste retrocedía en la distancia, dejándola en la fronda para seguir avanzando a trancas y barrancas. O empujaba una gran piedra de molino cuesta arriba por una empinada pendiente, pero cada vez que estaba a punto de llegar a la cima resbalaba y caía y veía que la enorme piedra bajaba rodando hasta el fondo, de manera que tenía que descender y empezar de nuevo, sólo que cada vez la cuesta era más alta que antes. Sabía lo suficiente de los sueños para entender de dónde procedían ésos aunque no hubiesen tenido un significado especial; ninguno aparte del hecho de que estaba cansada y no obstante tenía ante sí una tarea interminable en apariencia. Sin embargo nada se podía hacer al respecto. Sintió las sacudidas de su cuerpo con los sueños laboriosos e intentó relajar los músculos. Ese dormir a medias era poco más beneficioso que permanecer despierta, y aún menos si se pasaba toda la noche agitándose en el lecho. Sus esfuerzos tuvieron cierto resultado. Al menos sólo se retorció en un sueño en el que se veía obligada a tirar de un carro cargado hasta los topes de Aes Sedai por un camino embarrado.
Llegaron otros sueños que no eran ni una cosa ni otra.
Mat se hallaba en el prado de un pueblo jugando a los bolos. Las casas de techos de bálago eran vagas, al modo de los sueños —en ocasiones los tejados eran de pizarra; a veces las casas parecían de piedra y otras, de madera—, pero él aparecía meridianamente claro, vestido con una buena chaqueta verde y ese sombrero negro de ala ancha, igual que lo había visto el día en que había llegado a Salidar. No se veía ninguna otra persona. Frotando la bola entre las manos, Mat dio una corta carrera y la lanzó sobre la suave hierba. Los nueve palos cayeron, esparcidos como si les hubiesen dado una patada. Mat se volvió y cogió otra bola, y los palos volvieron a encontrarse de pie. No, era un juego de palos nuevo. Los de antes seguían tirados donde habían caído. De nuevo arrojó la bola, un lanzamiento sin levantar el brazo por encima del hombro. Y Egwene deseó gritar. Los palos no era piezas de madera, sino hombres plantados allí, viendo rodar la bola hacia ellos. Ninguno se movió hasta que la bola los lanzó por el aire. Mat se volvió para coger otra bola y aparecieron nuevos palos, otros hombres, plantados en formación entre los que yacían despatarrados en el suelo, como muertos. No; estaban realmente muertos. Despreocupado, Mat lanzó.
Era un sueño real; Egwene lo supo mucho antes de que se desvaneciera. Un atisbo del futuro que podría suceder, una advertencia de algo que debería vigilarse. Los sueños reales eran siempre posibilidades, no certezas —a menudo tenía que recordárselo; Soñar no era Predecir—, pero ésta era una peligrosa posibilidad. De eso no le cabía duda. Y un Iluminador formaba parte de ello. Mat había conocido a una Iluminadora en cierta ocasión, pero de eso hacía mucho tiempo. Esto era algo más reciente. Los Iluminadores se habían desperdigado y sus casas capitulares habían desaparecido. Había una que incluso realizaba su trabajo en un espectáculo ambulante con el que Elayne y Nynaeve habían viajado un tiempo. Mat podría encontrar a un Iluminador en cualquier parte. Aun así, sólo era un posible futuro. Sangriento y funesto, pero sólo posible. Con todo, ya lo había soñado al menos dos veces. No exactamente el mismo sueño, pero siempre con el mismo significado. ¿Eso lo haría más dado a realizarse? Tendría que preguntar a las Sabias para saberlo, y cada vez era más reacia a hacerlo. Cada pregunta que planteaba les revelaba algo, y sus metas no eran las que tenía ella. Para salvar tantos Aiel como fuera posible dejarían que la Torre Blanca fuera arrasada hasta sus cimientos. Ella tenía que pensar en algo más que un pueblo, que una nación.
Más sueños.
Ascendía trabajosamente por una vereda estrecha y pedregosa por la cara de un imponente acantilado. Las nubes la rodeaban, ocultando el suelo abajo y la cumbre arriba, pero aun así sabía que ambos se encontraban muy lejos. Tenía que plantar los pies con mucho cuidado. La senda era una inestable repisa apenas lo bastante ancha para mantenerse de pie sobre ella, con un hombro pegado contra la cara del risco, y estaba sembrada de piedras grandes como puños que podían voltearse bajo un paso mal dado y lanzarla por el borde al vacío. Casi se parecía a los sueños de las ruedas de molino y de tirar de carros, pero Egwene sabía que era un sueño real.
De repente, la repisa se vino abajo con el chasquido de piedra quebrándose, y Egwene se pegó frenéticamente a la cara del risco, tanteando para encontrar dónde asirse. Sus dedos se deslizaron en una pequeña grieta y su caída se frenó con un violento tirón que casi le dislocó los brazos. Con los pies colgando en las nubes escuchó cómo el fragmento de la repisa desprendido se golpeaba contra el