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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 108
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no tenía sentido correr riesgos innecesarios.

El punto de luz se apagó. Elayne se había despertado, pero recordaría y sabría que la voz no había sido simplemente parte de un sueño.

Egwene se movió… a un lado. O quizá fue más como acabar un paso que no había acabado de dar. Era un poco ambas cosas. Se movió y…

Se encontró en una pequeña habitación, vacía salvo por una mesa de madera, llena de marcas, y tres sillas de respaldo recto. A través de las dos ventanas se veía que era noche cerrada, pero aun así había una especie de luz extraña, distinta de la de la luna o la de una lámpara o la del sol. No parecía proceder de ninguna parte: simplemente estaba. Sin embargo era suficiente para ver con claridad aquella pequeña y triste habitación. Los polvorientos paneles de madera de las paredes aparecían carcomidos por los insectos, y la nieve se había colado por los cristales rotos de las ventanas, amontonándose sobre una capa de ramitas y hojas muertas. Es decir, había nieve en el suelo a veces, al igual que ramitas y hojas secas. La mesa y las sillas se mantenían en el mismo sitio, pero cada vez que Egwene apartaba la vista, la nieve había desaparecido al volver a mirar al mismo punto, en tanto que las hojas y las ramitas aparecían en lugares distintos, como si las hubiese arrastrado el viento. Incluso cambiaban mientras las miraba, simplemente surgiendo aquí o allí. Eso ya no le parecía más extraño que la sensación de unos ojos invisibles vigilando. Ninguna de las cosas era verdaderamente real; sólo existían tal como todo en el Tel’aran’rhiod, como un reflejo de realidad y un sueño, todo revuelto.

En el Mundo de los Sueños todo en derredor parecía desierto, pero esa habitación poseía la calidad de vacío que sólo podía proceder de un sitio que estaba realmente abandonado en el mundo de vigilia. Hasta hacía unos pocos meses aquel pequeño cuarto había sido el estudio de la Amyrlin, en la posada a la que se había denominado la Torre Chica, y en el pueblo de Salidar, rescatado de la floresta que lo había invadido, para convertirlo en el núcleo de la resistencia contra Elaida. Si saliese ahora al exterior vería retoños de árbol asomando entre la nieve en medio de las calles que tanto trabajo había costado desbrozar. Las hermanas seguían Viajando a Salidar para comprobar los palomares, todas recelosas de que alguna paloma enviada por sus informadores cayera en otras manos, pero sólo en el mundo de vigilia. Visitar los palomares allí habría resultado tan inútil como esperar que las palomas te encontraran por puro milagro. Los animales domesticados no parecían tener reflejo en el Mundo de los Sueños, y nada que se hiciera en él podía tocar el mundo de vigilia. Las hermanas con acceso a los ter’angreal del Sueño tenían mejores sitios que visitar que este pueblecito desierto de Altara, e indiscutiblemente tampoco nadie tenía motivo para ir a él en sueños. Era uno de los sitios en todo el mundo donde Egwene podía estar segura de que no la cogerían por sorpresa; en otros muchos resultaba que había personas que escuchaban a escondidas. O que transmitían una profunda tristeza. Detestaba ver en lo que se había convertido Dos Ríos desde su marcha.

Procuró disipar su impaciencia mientras esperaba que Elayne apareciera. Elayne no era una soñadora y necesitaba utilizar un ter’angreal. Sin duda, también querría avisar a Aviendha adónde iba. Con todo, los minutos se alargaron y Egwene se sorprendió paseando por el suelo de tosca madera, irritada. El tiempo discurría de modo distinto allí. Una hora en el Tel’aran’rhiod podían ser minutos en el mundo de vigilia, o viceversa. Era posible que Elayne estuviera moviéndose rápida como el viento. Egwene comprobó su vestimenta, un traje de montar gris con bordados en verde en el corpiño y formando anchas bandas en la falda pantalón —¿habría pensado en el Ajah Verde?—, y una sencilla redecilla que le recogía el cabello. Ni que decir tiene que la estrecha y larga estola de Amyrlin colgaba sobre su cuello. Hizo que la prenda desapareciera y después, al cabo de unos instantes, dejó que volviera a aparecer. Era cuestión de permitir que reapareciera, no de pensar conscientemente en ello. La estola era parte de cómo se sentía ahora, y era la Amyrlin la que necesitaba hablar con Elayne.

No obstante, la mujer que al fin apareció en la habitación, de repente, no era Elayne sino Aviendha, sorprendentemente vestida con un atuendo de seda azul y bordados de plata, el cuello y los puños rematados con encaje claro. El grueso brazalete de marfil tallado que llevaba resultaba chocante con aquel vestido, al igual que el ter’angreal de Sueño que colgaba de un cordón alrededor de su cuello y que era un anillo de piedra extrañamente retorcido, con motas de color.

—¿Dónde está Elayne? —inquirió Egwene, inquieta—. ¿Se encuentra bien?

La Aiel se contempló a sí misma con estupefacción y de repente apareció vestida con una amplia falda de color oscuro, una blusa blanca, el chal sobre los hombros y un pañuelo doblado y ceñido en las sienes para sujetarse el cabello pelirrojo que le llegaba a la cintura, más largo de lo que lo tenía en la vida real, sospechó Egwene. Todo era mudable en el Mundo de los Sueños. Un collar de plata le rodeaba la garganta, un complejo trabajo de hileras de discos que los kandoreses denominaban copos de nieve y que era un regalo que la propia Egwene le había hecho hacía mucho tiempo.

—Fue incapaz de hacer funcionar esto —respondió Aviendha mientras tocaba el anillo retorcido que colgaba encima del collar—. Los flujos se le escapaban constantemente. Es por los bebés. —De repente sonrió y sus ojos, verdes como esmeraldas, casi centellearon—. Tiene un buen genio de vez en cuando. Tiró el anillo y se puso a saltar encima de él.

Egwene aspiró aire por la nariz de manera sonora. ¿Bebés? Así que iba a ser más de uno. Era raro que Aviendha se tomara con calma el hecho de que Elayne estuviese embarazada, ya que Egwene estaba convencida de que la Aiel amaba a Rand. Claro que las costumbres de su pueblo eran peculiares, por decirlo de un modo suave. ¡Jamás habría esperado eso de Elayne! ¡Ni de Rand! A decir verdad, nadie había comentado que él fuera el padre y tampoco era apropiado preguntar algo así, pero sabía contar; además, dudaba que Elayne se hubiese acostado con otro hombre. Entonces reparó en que estaba vestida con ropas de grueso paño oscuro y un chal aún más grueso que el de Aviendha. Ropas de Dos Ríos, del tipo que una mujer llevaría en una sesión del Círculo de Mujeres cuando, por ejemplo, una muchacha necia se había quedado embarazada y no daba señales de casarse. Respiró larga y profundamente y de nuevo volvió al traje de montar con bordados verdes. El resto del mundo no era como Dos Ríos. Luz, había llegado demasiado lejos para saber eso al menos. No tenía que gustarle, pero sí debía aceptarlo.

—Mientras ella y los… bebés se encuentren bien. —Luz, ¿cuántos? Más de uno podía suponer complicaciones. No; no iba a preguntar. Sin duda Elayne tendría la mejor comadrona de Caemlyn. Lo mejor era cambiar de tema enseguida—. ¿Sabéis algo de Rand? ¿O de Nynaeve? Tengo que decirle unas cuantas cosas por escaparse con él.

—No sabemos nada de ninguno de los dos —repuso Aviendha mientras se ajustaba el chal con tanto cuidado como una Aes Sedai que evita los ojos de la Amyrlin. ¿Sonaba también cauto su tono?

Egwene chasqueó la lengua, irritada consigo misma. Realmente empezaba a ver conspiraciones en todas partes y a sospechar de todo. Rand se había escondido, nada más. Nynaeve era Aes Sedai, libre de hacer lo que quisiera. Aun cuando la Amyrlin daba órdenes, a menudo las Aes Sedai encontraban el modo de hacer exactamente lo que querían. En cualquier caso, la Amyrlin iba a dar un buen repaso a Nynaeve al’Meara cuando la tuviera a su alcance. En cuanto a Rand…

—Me temo que se os avecina un problema —dijo.

Una fina tetera de plata apareció encima de la mesa sobre una bandeja de plata batida, junto a dos delicadas tazas de porcelana verde. Un hilillo de vapor salía por el pitorro. Podría haber hecho aparecer el té en las tazas directamente, pero servirlo parecía parte de ofrecer la infusión a alguien, aunque fuera un té efímero tan inconsistente como un sueño. Una podía morirse de sed si quería beber lo que encontraba en el Tel’aran’rhiod, cuanto más con algo que una misma creaba, pero este té sabía como si las hojas hubiesen salido de un barril reciente y hubiese añadido la medida justa de miel. Tomó asiento en una de las sillas y dio sorbos de su taza mientras explicaba lo que había ocurrido en la Antecámara y por qué.

Tras las primeras palabras, Aviendha sostuvo la taza sin beber y miró a Egwene sin pestañear. Su oscura falda y la pálida blusa se transformaron en el cadin’sor, chaqueta y pantalones en tonos grises y pardos que se perdían en las sombras. Su largo cabello se acortó de repente y quedó oculto por un shoufa, con el negro velo colgando sobre el pecho. Aún más incongruente era que seguía luciendo el brazalete de marfil en la muñeca a pesar de que las Doncellas Lanceras no llevaban joyas.

—Todo eso por el faro que sentimos —murmuró, casi para sí misma, cuando Egwene terminó de hablar—. Porque creen que los Depravados de la Sombra tienen un arma. —Un modo extraño de enfocarlo.

—¿Y qué otra cosa puede ser? —inquirió Egwene, curiosa—. ¿Alguna de las Sabias ha dicho algo? —La época en que creía que las Aes Sedai poseían todo el conocimiento había quedado muy atrás, y a veces las Sabias revelaban cierta información que haría sobresaltar a la hermana más imperturbable.

Aviendha frunció el ceño y sus ropas cambiaron de nuevo a la falda, la blusa y el chal, y tras unos instantes al vestido de seda azul con encaje, esta vez con el collar kandoreño y el brazalete de marfil. Naturalmente, el anillo de Sueño siguió colgando del cordón de cuero, sin variar. Un chal apareció alrededor de sus hombros. En la habitación hacía un frío intenso, pero no parecía muy probable que aquella prenda de fino encaje azul claro pudiera proporcionar calor.

—Las Sabias están tan poco seguras como tus Aes Sedai. Aunque no tan asustadas, creo. La vida es un sueño del que todos acabamos despertando. Danzamos las lanzas con el Marchitador de las Hojas. —Ese nombre del Oscuro siempre le había parecido extraño a Egwene viniendo como venía del Yermo despoblado de árboles—. Pero nadie entra en la danza con la seguridad de que vivirá ni de que vencerá. No creo que las Sabias se planteen una alianza con los Asha’man. ¿Es eso sensato? —inquirió con cautela—. Por lo que dices, no estoy segura de que la quieras.

—No veo otra opción —admitió Egwene de mala gana—. Ese agujero mide cinco kilómetros de diámetro. Ésta es la única esperanza que tenemos, que yo vea.

—¿Y si los Depravados de la Sombra no poseyeran un arma? —Aviendha hizo la pregunta sin levantar la vista de su taza de té.

De pronto Egwene cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo la otra mujer. Aviendha se estaba preparando para ser una Sabia y, llevara

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