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  2. Encrucijada en el crepúsculo
  3. Capítulo 107
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las reparaciones de las carretas y el forraje de animales que le había pedido por la mañana, pero la agotada mujer no disimuló su alivio cuando Egwene le dijo que se fuera a dormir. Con una precipitada reverencia, se alejó presurosa en la noche cerrándose bien la capa. La mayoría de las tiendas estaban a oscuras, reducidas a simples sombras bajo la luz de la luna. Pocas hermanas seguían despiertas mucho después de anochecer. Nunca había mucha provisión de aceite de lámparas y de velas.

De momento, el retraso en las decisiones le venía muy bien a Egwene, pero no era ésa la única razón por la que sonreía. En algún momento de las discusiones su dolor de cabeza había desaparecido completamente. No tendría ninguna dificultad en quedarse dormida esa noche. Halima siempre remediaba eso, pero sus sueños eran agitados cuando Halima le daba uno de sus masajes. Bueno, pocos sueños tranquilos tenía, pero ésos eran más sombríos que cualesquiera otros y, cosa extraña, nunca podía recordar nada excepto que eran sombríos y agitados. Sin duda ambas cosas se debían a ciertos vestigios de los dolores que los dedos de Halima no alcanzaban a paliar. Empero, el último había sido inquietante por sí mismo. Había aprendido a recordar los sueños, y debería recordarlos. Pero, sin jaqueca, esa noche no tendría problemas para lograrlo y soñar era lo menos importante de cuanto debía hacer.

Al igual que la Antecámara y su estudio, su tienda se alzaba en un pequeño claro con su propio tramo de acera de maderas y las tiendas más próximas a veinte metros para que la Amyrlin tuviera algo de intimidad. Al menos, ésa fue la explicación dada al espacio dejado; ahora incluso podría ser verdad. Egwene al’Vere había dejado de ser irrelevante. No era una tienda grande, sólo unos cuatro pasos de lado, y dentro aparecía abarrotada con cuatro arcones reforzados con cantos metálicos y llenos de ropa colocados contra una de las paredes, dos camastros, una minúscula mesita redonda, un brasero de cobre, un lavabo, un espejo de cuerpo entero y una de las pocas sillas de verdad que había en el campamento. Era una pieza sencilla con un poco de tallado; ocupaba mucho sitio, pero era cómoda, y todo un lujo cuando le apetecía sentarse sobre las piernas dobladas y leer. Cuando tenía tiempo para leer algo por puro placer. El otro camastro era para Halima y Egwene se sorprendió de no encontrarla allí, esperándola. Sin embargo, la tienda no estaba desocupada.

—Sólo habéis comido pan en el desayuno, madre —dijo Chesa con un tono de ligero reproche cuando Egwene entró. La doncella de Egwene llevaba un sencillo vestido gris con el que se notaba su complexión casi robusta, y estaba sentada en la banqueta de la tienda remendando medias a la luz de una lámpara de aceite. Era guapa, sin una sola hebra gris en el cabello, pero a veces parecía que llevaba al servicio de Egwene toda la vida, y no sólo desde Salidar. Desde luego se tomaba todas las libertades de una criada antigua, incluido el derecho a reprenderla—. No comisteis nada a mediodía, que yo sepa —prosiguió mientras sostenía en alto una media blanca para observar el remiendo que estaba haciendo en el talón—, y la cena se ha enfriado sobre la mesa hace como poco una hora. Nadie me pregunta, pero si lo hicieran, diría que esos dolores de cabeza vuestros se deben a que no coméis. Estáis muy delgada.

Dicho esto, soltó la media en el cesto de costura y se levantó para coger la capa de Egwene. Y para exclamar que estaba fría como el hielo. En la lista de la mujer, ésa era otra causa de las jaquecas. Las Aes Sedai iban por ahí haciendo caso omiso del frío helador o del calor agobiante, pero el cuerpo era sabio, lo fuera una o no. Lo mejor era abrigarse bien con ropa. Y llevar ropa interior roja. Todo el mundo sabía que el color rojo era más cálido. Y también comer ayudaba. Un estómago vacío siempre acababa provocando escalofríos. A ella nunca la habría visto temblar, ¿verdad?

—Gracias, mamá —dijo Egwene con tono ligero, lo que provocó una queda y corta risa en la otra mujer. Y una mirada conmocionada. A pesar de las libertades que se tomaba, Chesa era una acérrima partidaria de las normas, hasta el punto de que hacía parecer poco estricta a Aledrin. En el fondo, al menos, ya que no siempre en las formas—. Hoy no me duele la cabeza, y se lo debo a la infusión que preparaste. —Quizás había sido el brebaje. Por horrible que supiera, como una medicina, no era peor que pasarse sentada en una sesión de la Antecámara durante más de medio día—. Y en realidad no tengo mucha hambre. Un panecillo será suficiente.

Por supuesto, no era tan fácil como eso. La relación entre señora y criada nunca era tan simple. Se vivía codo con codo, y te veía en tus peores momentos, conocía todas tus faltas y tus flaquezas. Con la doncella no existía intimidad. Chesa rezongó y masculló entre dientes todo el tiempo mientras la ayudaba a desnudarse, y al final, abrigada con una bata —de seda roja, naturalmente, bordeada con finísimo encaje murandiano y con bordados de flores estivales; un regalo de Anaiya—, Egwene le dejó que quitara el paño de lino que cubría la bandeja sobre la mesita redonda.

El guiso de lentejas era una masa congelada en el cuenco, pero un poco de Poder encauzado arregló eso, y con la primera cucharada Egwene descubrió que sí tenía apetito. Se lo acabó todo y también el trozo de queso blanco con vetas azules y las aceitunas un tanto arrugadas y los dos panecillos crujientes, aunque tuvo que quitar gorgojos de los dos. Puesto que no quería quedarse dormida enseguida, bebió sólo una copa de vino con especias, que también tuvo que calentar y que sabía un poco amargo, pero Chesa sonrió de oreja a oreja, con aprobación, como si hubiese dejado limpia la bandeja. Egwene miró los platos, vacíos salvo por los huesos de aceitunas y unas migajas, y se dio cuenta de que, efectivamente, era lo que había hecho.

Una vez que se hubo metido en el estrecho catre, con dos mantas suaves y un edredón de plumas subidos hasta la barbilla, Chesa cogió la bandeja de la cena y se dirigió a la puerta, donde hizo una pausa.

—¿Queréis que vuelva, madre? Si os da uno de esos dolores de cabeza… Bueno, esa mujer encontró compañía, o en caso contrario ya estaría aquí. —Había un notorio tono despectivo en las palabras «esa mujer»—. Podría preparar otra jarra de infusión. Conseguí las hierbas de un buhonero que dijo que eran excelentes para las jaquecas. Y para las articulaciones y los trastornos del vientre también.

—¿Piensas realmente que es una casquivana, Chesa? —murmuró Egwene. Abrigada en la cama, se sentía adormilada. Quería dormir, pero todavía no. ¿Para jaquecas y articulaciones y vientre? Nynaeve se moriría de risa si lo oyera. Quizás había sido todo ese parloteo de las Asentadas lo que le había quitado el dolor de cabeza, después de todo—. Halima coquetea, supongo, pero no creo que la cosa haya pasado del coqueteo.

Durante un instante Chesa guardó silencio y mantuvo los labios fruncidos.

—Me pone… nerviosa, madre —dijo al fin—. Hay algo raro en la tal Halima, madre. Lo noto siempre que está cerca. Es como sentir que alguien se acerca a hurtadillas por detrás, o darse cuenta de que un hombre te está mirando mientras te bañas, o… —Se echó a reír, pero fue un sonido incómodo—. No sé cómo describirlo. Simplemente algo no está bien, no es como debería.

Egwene suspiró y se acurrucó más bajo las mantas.

—Buenas noches, Chesa. —Encauzó brevemente y apagó la lámpara, dejando la tienda envuelta en una profunda oscuridad—. Ve a dormir a tu cama esta noche. —Halima podría molestarse si venía y encontraba a otra en su camastro. ¿De verdad habría roto el brazo a un hombre? Sin duda él debía de haberla provocado de algún modo.

Quería soñar esa noche, tener sueños tranquilos —al menos, que pudiera recordarlos; tenía pocos que podrían definirse así—, pero había otra clase de sueño en que debía entrar antes, y para eso hacía cierto tiempo que no necesitaba quedarse dormida. Tampoco necesitaba uno de los ter’angreal que la Antecámara guardaba tan celosamente. Sumirse en un ligero trance era tan sencillo como decidir hacerlo, sobre todo encontrándose tan cansada, y…

Incorpórea, flotó en una negrura infinita, rodeada por un infinito mar de luces, un inmenso remolino de minúsculos puntos que brillaban con más intensidad que las estrellas en la noche más clara, más numerosos que las estrellas. Eran los sueños de toda la gente del mundo, de la de todos los mundos, reales o posibles, mundos tan extraños que no alcanzaba a entender, todos visibles allí, en el minúsculo vacío existente entre el Tel’aran’rhiod y el mundo de vigilia, el espacio infinito entre la realidad y los sueños. Algunos de esos sueños los reconoció sólo con mirarlos. Todos parecían iguales, pero ella los identificaba con tanta certidumbre como identificaba las caras de las hermanas. Evitó algunos. Los de Rand siempre estaban escudados, y temía que él se daría cuenta si intentaba escudriñarlos. De todos modos, el escudo impediría que los viera. Lástima no saber dónde se encontraba alguien mediante sus sueños; allí, dos puntos de luz podían encontrarse uno junto al otro mientras los soñadores se hallaban separados por miles de kilómetros. Los de Gawyn tiraban de ella, y Egwene huyó. Los sueños de Gawyn tenían sus propios peligros, de los cuales el menor no era su deseo de sumergirse en ellos. Los de Nynaeve la hicieron detenerse un momento y despertaron en ella el deseo de meterle el miedo en el cuerpo a esa necia mujer, pero Nynaeve se las había arreglado para hacer caso omiso de ella hasta el momento, y Egwene no caería en la tentación de arrastrarla al Tel’aran’rhiod contra su voluntad, pero no fue por falta de ganas.

Moviéndose sin moverse, buscó a un soñador en particular. Uno de dos, al menos; cualquiera de ellos serviría. Las luces parecieron girar a su alrededor, pasar a tal velocidad que se volvieron rastros borrosos mientras ella flotaba inmóvil en aquel mar estrellado. Confiaba en que al menos uno de los que buscaba durmiera ya. La Luz sabía que ya era bastante tarde para cualquiera. Vagamente consciente de su cuerpo en el mundo de vigilia, se sintió bostezar y encoger las piernas debajo de las mantas.

Entonces vio el punto de luz que buscaba, y éste creció bruscamente ante sus ojos al aproximarse a gran velocidad a ella, pasando de parecer una estrella en el cielo a una luna llena y luego un muro brillante que llenaba su campo de visión, latiendo como algo que respirara. No lo tocó, por supuesto; eso podía conducir a todo tipo de complicaciones, incluso con la persona soñadora. Además, resultaría embarazoso meterse en el sueño de alguien de manera accidental. Extendió su percepción a través del mínimo espacio, fino como un cabello, que quedaba entre el sueño y ella, y habló con cuidado para que no se la escuchara como un grito. No tenía cuerpo; no tenía boca, pero habló.

ELAYNE, SOY EGWENE. REÚNETE CONMIGO EN EL SITIO DE SIEMPRE.

No creía que nadie pudiese oírla por casualidad, no sin que ella se diese cuenta, pero aun así

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