de Leyenda y cambiado la faz del mundo hasta la desolación. A ésos era a los que les pedían que se aliaran. Si lo hacían, se las anatematizaría en todas las naciones, y con razón. Las despreciarían todas las Aes Sedai, y con razón. No podía ser. Imposible.
Cuando Takima se sentó finalmente, arreglándose el chal con cuidado, exhibía una sonrisa leve pero muy satisfecha. Juntas habían conseguido hacer que los Asha’man parecieran más temibles, más peligrosos, que los Renegados y la Última Batalla juntos. Quizás incluso igual al propio Oscuro. Puesto que Egwene había iniciado las preguntas rituales, le correspondía terminar, de modo que se levantó.
—¿Quién apoya un acuerdo con la Torre Negra? —Si antes le había parecido que reinaba el silencio en el pabellón, ahora, que Sheriam había contenido los sollozos por fin, aunque las lágrimas le brillaban todavía en las mejillas, cuando la mujer tragó saliva sonó como un grito en el profundo silencio que siguió a su pregunta.
La sonrisa de Takima se torció cuando Janya se puso de pie tan pronto como Egwene hubo pronunciado la última palabra.
—Hasta una rama fina es mejor que ninguna cuando te estás ahogando —dijo—. Prefiero intentarlo que confiar en la esperanza hasta ahogarme. —Tenía la mala costumbre de hablar cuando se suponía que no debía.
Samalin se puso de pie junto a Malind, y a continuación se levantaron a un tiempo Salima, Berana y Aledrin, con Kwamesa retrasándose una fracción de segundo. Nueve Asentadas de pie, mientras los segundos se alargaban. Egwene cayó en la cuenta de que se estaba mordiendo el labio y dejó de hacerlo rápidamente, confiando en que nadie se hubiese percatado. Notaba la presión de los dientes en la carne. Ojalá que no se hubiese hecho sangre. Tampoco es que ninguna la estuviera mirando. Todas parecían estar conteniendo la respiración.
Romanda contemplaba con el ceño fruncido a Salima, que tenía la vista fija al frente, el semblante ceniciento y los labios temblorosos. Puede que la hermana teariana fuera incapaz de ocultar su miedo, pero se mantenía firme en su decisión. Romanda asintió lentamente con la cabeza y después, de modo increíble, se puso de pie. También ella decidió violar la costumbre de no hablar.
—A veces hay que hacer cosas que no querríamos hacer —manifestó, mirando a los ojos a Lelaine.
Lelaine sostuvo la mirada de la canosa Amarilla sin pestañear. Su rostro parecía de porcelana. Alzó la barbilla poco a poco, y, de repente, se puso de pie al tiempo que miraba impacientemente a Lyrelle, que la miró boquiabierta un instante antes de incorporarse.
Todas estaban estupefactas. El silencio era absoluto. Se acabó.
O casi. Egwene se aclaró la garganta en un intento de atraer la atención de Sheriam. Lo siguiente le correspondía a la Guardiana, pero Sheriam se limpiaba las lágrimas mientras sus ojos recorrían los bancos como si contara cuántas Asentadas estaban de pie y esperando descubrir que se había equivocado al contarlas. Egwene carraspeó más fuerte y la mujer dio un respingo y se volvió a mirarla. Aun entonces, pareció tardar una eternidad en recordar su obligación.
—Hay consenso simple —anunció con voz temblorosa—, se buscará un acuerdo con… con la Torre Negra. —Inhaló profundamente, se puso erguida y su voz cobró firmeza. De nuevo pisaba terreno conocido—. En interés de la unidad, pido que se llegue al consenso plenario.
Era una petición importante. Incluso en asuntos que podían decidirse con el consenso simple siempre era preferible la unanimidad, siempre se hacía un esfuerzo por alcanzarla. Para conseguirla podía discutirse horas, días, pero el esfuerzo no cesaría hasta que todas las Asentadas estuvieran de acuerdo, o quedara tan claro como el agua que podía no haber acuerdo. Una petición importante, un llamamiento que actuaba como acicate en todas las hermanas. Delana se incorporó como una marioneta moviéndose en contra de su voluntad y miró en derredor con incertidumbre.
—No soporto esto —manifestó Takima yendo contra todo decoro—. Da igual lo que diga cualquiera, da igual cuánto tiempo dure la sesión, ¡no puedo y no lo haré! ¡No… lo… haré!
Nadie más se levantó. Faiselle rebulló en su banco, como si fuera a incorporarse, luego se ajustó el chal y de nuevo dio la impresión de que se proponía levantarse. Eso fue lo más cerca que estuvo una de ellas. Saroiya se mordía los nudillos con expresión aterrada y Varilin tenía el gesto de quien ha recibido un martillazo entre ceja y ceja. Magla aferraba los extremos del banco con las manos crispadas, sujetándose y mirando sin ver las alfombras que tenía a los pies. Obviamente, era consciente de la mirada ceñuda que Romanda le clavaba en la nuca, pero su única reacción fue encorvar los hombros.
La intervención de Takima tendría que haber puesto punto final al tema. No tenía sentido buscar el consenso plenario cuando alguien dejaba muy claro que no apoyaría la propuesta. Pero Egwene decidió jugar su propia baza con decoro y sin romper el protocolo.
—¿Alguna se siente en la obligación de dejar su escaño por esto? —inquirió en voz alta y clara.
Los respingos resonaron en el pabellón, pero Egwene aguantó la respiración. Esto podía dividirlas, pero mejor que la ruptura ocurriera en ese momento, a la vista de todas, si es que se iba a dar. Saroiya la miró con los ojos desorbitados, pero ninguna se movió de su sitio.
—Entonces seguiremos con ello —dijo—. Detenidamente, con cuidado. Llevará tiempo planear exactamente quién hará contacto con la Torre Negra, y qué se les ha de decir. —Tiempo para que ella pudiera poner unas cuantas salvaguardias, esperaba. Luz, iba a tener que hacer malabares y luchar a brazo partido para manejar aquello—. Primero, ¿alguna sugerencia para nuestra… embajada?
20. Por la noche
Mucho antes de que la sesión acabara, a pesar de estar sentada sobre la capa doblada, a Egwene se le habían quedado dormidas las nalgas por el duro banco de madera. Tras escuchar interminables discusiones deseó que los oídos se le hubieran dormido también. Sheriam, obligada a permanecer de pie, apoyaba el peso ora en uno ora en otro como si deseara tener una silla. O puede que sentarse en la alfombra, sin más. Egwene podría haberse marchado, librándose a sí misma y a Sheriam. Nada requería la presencia de la Amyrlin, y en el mejor de los casos sus comentarios se escuchaban educadamente. Tras lo cual, la Antecámara seguía a galope en su propia dirección. Esto no tenía nada que ver con la guerra y, teniendo el bocado entre los dientes, la Antecámara no estaba dispuesta a dejarle que cogiera las riendas. Podría haberse marchado en cualquier momento —con una breve interrupción en las discusiones para el ceremonial requerido—, pero si se iba temía que lo primero con lo que se encontraría por la mañana sería la presentación de un plan ultimado y resolutivo, uno que las Asentadas ya estuvieran llevando a cabo y del que ella no tendría noción hasta que lo leyese. Al menos, ése era su temor al principio.
Quiénes hablaron más extensamente no fue una sorpresa; ya no. Magla y Saroiya, Takima, Faiselle y Varilin, todas visiblemente nerviosas cuando otra Asentada hacía uso de la palabra. Sí, aceptaban la decisión de la Antecámara, al menos en apariencia. La alternativa era renunciar a sus asientos; por mucho que la Antecámara estuviera dispuesta a esforzarse en llegar al consenso si era necesario, una vez que se había decidido un curso de acción, fuera el tipo de consenso que fuera, se esperaba que la totalidad lo siguiera o al menos que no obstaculizara su consecución. Ésa era la cuestión. ¿Qué constituía exactamente obstaculizar? Ni que decir tiene que ninguna de las cinco habló contra una Asentada de su propio Ajah, pero las otras cuatro se incorporaban como impulsadas por un resorte en el momento en que cualquier Asentada volvía a tomar asiento, y las cinco al completo si la Asentada era Azul. Y quienquiera que tuviese la palabra hablaba de manera muy persuasiva sobre por qué las sugerencias de la anterior oradora eran totalmente equivocadas y quizás el modo de buscarse problemas. Tampoco es que hubiese una verdadera confabulación que Egwene pudiese ver. Entre ellas se observaban con tanta cautela como hacían con las demás y se miraban tan ceñudas o más que al resto; era obvio que no confiaban en ninguna de las otras para plantear sus argumentos.
En cualquier caso, poco de lo que se sugirió llegó a la conformidad. Las Asentadas estaban en desacuerdo respecto a cuántas hermanas habría que enviar a la Torre Negra y cuántas de cada Ajah, y cuándo debían ir y lo que debían demandar y lo que podrían aceptar y qué rechazar tajantemente. En un asunto tan delicado cualquier error podía conducir al desastre. Además de lo cual, cada Ajah excepto el Amarillo se consideraba el único cualificado para tener el liderazgo de la misión, desde la insistencia de Kwamesa de que la meta era negociar una especie de tratado, hasta la manifestación de Escaralde de que el conocimiento histórico era necesario para una empresa tan insólita y sin precedentes. Berana llegó incluso a señalar que un acuerdo de tal naturaleza debía alcanzarse con pura racionalidad; tratar con los Asha’man enardecería pasiones sin lugar a dudas, y nada excepto la fría lógica conduciría al desastre inmediato. De hecho, habló con ardor al respecto. Romanda quería que el grupo estuviera liderado por una Amarilla, pero puesto que no parecía que hubiese necesidad de la Curación, tuvo que conformarse con una postura de obstinada insistencia en que cualquier otra podría dejarse influir por los intereses particulares de su Ajah y olvidarse del propósito de lo que estaban haciendo.
El apoyo entre Asentadas del mismo Ajah sólo se daba en la medida de no oponerse abiertamente, y no había dos Ajahs dispuestos a unirse en mucho, más allá del hecho de que habían acordado enviar una embajada a la Torre Negra. Seguía estando en disputa si debía llamarse «embajada» incluso por las que se habían mostrado a favor desde el principio. La propia Moria parecía desconcertada con la mera idea.
Egwene no era la única a la que le resultaba tediosa la constante sucesión de réplica y contrarréplica, el desmenuzamiento de cada punto hasta que no quedaba nada y había que empezar de nuevo. Algunas hermanas situadas tras los bancos empezaron a salir. Otras las reemplazaron y después se marcharon también al cabo de unas cuantas horas. Para cuando Sheriam pronunció la frase ritual «Id con la Luz», había caído la noche y sólo quedaban unas pocas docenas de mujeres aparte de Egwene y las Asentadas, varias de las cuales se tambaleaban y tenían el aspecto de ropas de colada a las que han pasado por un escurridor. Y no se había decidido nada en absoluto aparte de que había que sostener más conversaciones para tomar decisiones.
Fuera, una media luna pálida colgaba en un aterciopelado manto negro salpicado de relucientes estrellas, y el aire era gélido. Con el aliento formando blancas volutas, Egwene se alejó de la Antecámara, sonriendo al escuchar a las Asentadas que salían detrás, algunas todavía discutiendo. Romanda y Lelaine iban juntas, pero la clara y potente voz de la Amarilla se alzaba hasta casi gritar, y la de la Azul no le andaba lejos. Por lo general discutían cuando se veían obligadas a estar en compañía, pero ésta era la primera vez que Egwene las veía estar juntas por voluntad propia, sin que fuera necesario. Sheriam ofreció con desgana ir a recoger los informes sobre