—Sin embargo, no dudaba que lo conseguirían; ya no—. Regresa a tu habitación antes de que alguien nos vea plantadas aquí, aisladas por una salvaguardia, y cavila sobre tu enigma —dijo, pero no con acritud, mientras posaba la mano en el brazo de Seaine—. Tendrás que aguantar que te cuidemos hasta que todas estemos seguras de que no corres peligro.
La expresión plasmada en el rostro de Seaine habría podido describirse como huraña en cualquiera que no fuese una Asentada.
—Volveré a hablar con Saerin —manifestó, pero el brillo del Saidar que la rodeaba desapareció.
Mientras la seguía con la mirada y veía que se reunía con Bernaile, tras lo cual las dos mujeres caminaron corredor arriba hacia el recinto del Ajah, ambas tan cautelosas como cervatillos cuando hay lobos al acecho, Yukiri se sintió apesadumbrada. Era una lástima que las rebeldes no pudieran llegar antes del verano. Al menos eso conseguiría que los Ajahs volvieran a unirse, y las hermanas no se verían obligadas a moverse a hurtadillas por la Torre Blanca. «Y también tener alas, ya puestos a pedir», pensó tristemente.
Decidida a controlar su estado de ánimo, fue a reunirse con Meidani y Leonin. Tenía que investigar a una hermana Negra, y por lo menos la investigación era un enigma que sabía cómo manejar.
Gawyn abrió los ojos de golpe en medio de la oscuridad cuando una nueva oleada de frío se coló en el pajar. Las gruesas paredes de piedra del establo protegían normalmente de las heladas nocturnas, al menos de lo más crudo. Abajo unas voces hablaban en murmullos, pero no había un timbre de ansiedad en ellas. Apartó la mano de la espada que había dejado en el suelo junto a él y se ajustó los guantes. Al igual que el resto de los Cachorros, dormía con toda la ropa que podía ponerse. Seguramente ya era la hora de despertar a algunos de los hombres que yacían a su alrededor para que hicieran su turno de guardia, pero él estaba completamente despierto ahora y dudaba que pudiera volver a conciliar el sueño. De todos modos, su reposo era siempre intranquilo, poblado de sueños inquietantes, acosado por la imagen de la mujer que amaba. Ignoraba el paradero de Egwene o si aún vivía. O si lo habría perdonado. Se incorporó y la paja que se había echado encima para abrigarse resbaló de la capa. Después se ciñó el cinturón de la espada.
Mientras se abría camino entre los bultos oscuros que eran los hombres dormidos sobre las balas de paja, el suave roce de botas en travesaños de madera le anunció que alguien subía al altillo por la escalera de mano. Una borrosa figura apareció en lo alto de la escalera y se paró, esperándolo.
—¿Lord Gawyn? —inquirió suavemente la profunda voz de Ragar con el acento domani que no había perdido en los seis años de entrenamiento en Tar Valon. La retumbante voz del primer teniente siempre sorprendía al salir de un hombre menudo que apenas llegaba al hombro de Gawyn. Aun así, de haber corrido otros tiempos a buen seguro que Ragar sería un Guardián a esas alturas—. Creí conveniente despertaros. Acaba de llegar una hermana. A pie. Una mensajera de la Torre. Quiere ver a la hermana que está a cargo aquí. Ordené a Tomil y a su hermano que la condujeran a la casa del alcalde antes de que se fueran a acostar.
Gawyn suspiró. Tendría que haber vuelto a casa cuando al regresar a Tar Valon se encontró con que expulsaban a los Cachorros de la ciudad, en vez de quedarse atrapado en invierno en ese sitio. Sobre todo estando seguro de que Elaida los quería muertos a todos. Su hermana Elayne llegaría finalmente a Caemlyn, si es que no se encontraba allí ya. Desde luego, cualquier Aes Sedai se encargaría de que la heredera de Andor llegara a Caemlyn a tiempo de reclamar el trono antes de que lo hiciera cualquier otra aspirante. La Torre Blanca no renunciaría a la ventaja de que hubiese una reina que también fuera Aes Sedai. Por otro lado, también era posible que Elayne estuviese en camino hacia la Torre Blanca en ese mismo instante. No sabía cómo se había involucrado con Siuan Sanche o hasta qué punto llegaba esa implicación —su hermana se lanzaba siempre a un estanque antes de probar su profundidad—, pero Elaida y la Antecámara de la Torre puede que quisieran interrogarla a fondo, ni que fuese la heredera del trono ni que no. O ni que fuera reina. Sin embargo, estaba convencido de que no la harían responsable de nada. Seguía siendo una Aceptada más. No dejaba de repetirse eso a menudo.
El problema más reciente era que ahora había un ejército entre él y Tar Valon. Como poco, veinte mil soldados a este lado del río Erinin y, según se creía, otros tantos en la orilla occidental. Debían de apoyar a las Aes Sedai a las que Elaida denominaba rebeldes. ¿Quién más iba a poner cerco a Tar Valon? No obstante, el modo en que ese ejército había surgido de repente, como apareciendo de la nada en medio de la tormenta de nieve, bastaba para que al pensar en ello aún se le pusiera la piel de gallina. Rumores y alarmas precedían siempre a cualquier fuerza armada numerosa que estuviese en marcha. Siempre. Ésta había llegado como los espíritus, en silencio. Aun así, el ejército era tan real como la roca, de modo que Gawyn ya no podía entrar en Tar Valon para saber si Elayne se hallaba en la Torre y tampoco marchar hacia el sur. Cualquier ejército repararía en un contingente de más de trescientos hombres en movimiento, y las rebeldes no mostrarían buena disposición hacia los Cachorros. Aunque fuera él solo, en invierno se viajaba con mucha lentitud, y si esperaba hasta la primavera al final tardaría el mismo tiempo en llegar a Caemlyn. Encontrar pasaje en un barco era igualmente imposible. El asedio atascaría el tráfico fluvial de forma irremediable. Él estaba atorado sin remedio en un atasco.
Y, ahora, una Aes Sedai llegaba en mitad de la noche. No iba a simplificar nada las cosas.
—Vayamos a ver qué noticias trae —dijo en tono quedo al tiempo que hacía un gesto a Ragar para que bajara primero por la escalera de mano.
Veinte caballos, con sus correspondientes sillas amontonadas, abarrotaban cada centímetro del oscuro establo que no estaba ocupado por las cuadras de las dos docenas, más o menos, de vacas lecheras de la señora Millin, de modo que Ragar y él tuvieron que abrirse paso entre animales y bultos hasta las amplias puertas. El único calor procedía de los animales dormidos. Los dos hombres que vigilaban los caballos eran sombras silenciosas, pero Gawyn sintió sus miradas siguiéndolos a Ragar y a él hasta que salieron a la gélida noche. Sabrían lo de la mensajera y estarían haciendo cábalas.
En el cielo despejado, la pálida luna todavía proporcionaba bastante luz. El pueblo de Dorlan brillaba con la nieve. Arrebujándose en sus capas, los dos avanzaron en silencio a lo largo de lo que había sido la calzada que llevaba a Tar Valon desde una ciudad desaparecida hacía siglos, caminando trabajosamente al hundirse hasta las rodillas en la nieve. Actualmente nadie viajaba en esa dirección desde Tar Valon salvo para ir a Dorlan, y no había razón para hacerlo en invierno. Por tradición el pueblo suministraba quesos a la Torre Blanca y a nadie más. Era una aldea minúscula compuesta por quince casas de piedra gris y tejados de pizarra, con nieve apilada hasta el borde inferior de las ventanas del piso bajo. A corta distancia, detrás de cada casa, se alzaban los establos, todos abarrotados de hombres y caballos ahora, además de las vacas. Casi todo Tar Valon habría olvidado la existencia de Dorlan. ¿Quién pensaba de dónde procedían los quesos? Había parecido un buen lugar para esconderse. Hasta ahora.
Todas las casas del pueblo excepto una estaban a oscuras. La luz se filtraba por los postigos de varias ventanas en la vivienda del maese Burlow, tanto en el piso de arriba como en el inferior. Garon Burlow tenía la desgracia de poseer la casa más grande de Dorlan, además de ser el alcalde. Los aldeanos que habían hecho cambios en sus casas para tener una cama para una Aes Sedai debían de estar lamentándolo, pero es que maese Burlow, para colmo, disponía de dos cuartos vacíos.
Pateando en el escalón de la entrada para quitarse la nieve de las botas, Gawyn llamó en la sólida puerta del alcalde con el puño. No respondió nadie, y al cabo de un momento levantó el pestillo e hizo un gesto a Ragar para que entrase primero.
La estancia, con vigas vistas en el techo, era bastante grande para una granja y la ocupaban varios aparadores abiertos, llenos de peltre y loza vidriada, y una mesa larga y pulida con sillas de respaldo alto alrededor. Todas las lámparas de aceite estaban encendidas, un despilfarro en invierno, cuando podía pasarse con unas pocas velas de sebo, pero las llamas en el hogar apenas habían prendido en los troncos aún y no habían caldeado el ambiente. Aun así, las dos hermanas que tenían habitaciones arriba estaban descalzas en el suelo de madera desnudo de alfombras, con las capas forradas de piel echadas a todo correr sobre los camisones. Katerine Alruddin y Tarna Feir observaban a una menuda mujer vestida con un traje de montar oscuro, con cuchilladas amarillas, y una capa que la nieve había empapado hasta las caderas. Se había acercado todo lo posible al hogar y se calentaba las manos, tiritando y con aire de cansancio. A pie por la nieve, tenía que haber tardado dos o tres días desde Tar Valon, e incluso las Aes Sedai acababan acusando el frío. Debía de ser la hermana de la que Ragar había hablado, pero comparada con las otras la intemporalidad apenas se le notaba en el rostro. A decir verdad, en comparación con las otras dos casi no se reparaba en ella.
La ausencia del alcalde y su esposa hizo que el nudo que Gawyn tenía en el estómago se tensara un poco más, aunque casi había esperado no verlos. Se habrían encontrado allí atendiendo a las Aes Sedai, ofreciéndoles bebidas calientes y comida a pesar de la hora tardía, a menos que los hubiesen mandado a la cama para quedarse solas las tres. Lo que significaba que seguramente era un necio por querer enterarse de qué mensaje traía. Pero eso lo sabía ya antes de abandonar el granero.
—… el barquero dijo que se quedaría donde desembarcamos hasta que se levantara el cerco —estaba diciendo la mujer menuda en tono cansino cuando Gawyn entró—, pero se lo veía tan asustado que debe de encontrarse varias leguas río abajo a estas alturas. —Al sentir el frío de la puerta, giró la cabeza y parte de la fatiga desapareció de su rostro cuadrado—. Gawyn Trakand —musitó—. Tengo órdenes para vos de la Sede Amyrlin, lord Gawyn.
—¿Órdenes? —repitió Gawyn, que se quitó los guantes y los sujetó bajo el cinturón para ganar tiempo. Decidió que hablar con franqueza, para variar, sería lo más indicado—. ¿Y por qué iba a enviarme órdenes Elaida? ¿Por qué iba a obedecerlas, en caso de que las enviara? Me expulsó, y también a los Cachorros.
Ragar había adoptado una postura respetuosa ante las Aes Sedai, con las manos enlazadas a la espalda, y