Para todas las mujeres-hermanas de mi vida,
y muy especialmente, Claire
Capítulo uno
Llevábamos conduciendo como unos siete mil años, o al menos eso parecía. Mi hermano Steven conducía incluso más despacio que la abuela. Yo estaba sentada en el asiento del copiloto con los pies en el salpicadero. Mientras tanto, mi madre permanecía inconsciente en el asiento trasero. Incluso dormida, parecía estar en guardia, como si se fuese a despertar en cualquier momento y ponerse a dirigir el tráfico.
—Más de prisa —le repetí a Steven mientras le daba un toque en el hombro—.
Adelanta al niño en bicicleta.
Steven se encogió de hombros.
—No toques nunca al conductor. Y aparta tus sucios pies de mi salpicadero —
dijo.
Sacudí un poco los pies. A mí me parecían bastante limpios.
—El salpicadero no es tuyo. Por si no lo sabes, pronto será mi coche.
—Si te sacas el carnet algún día. A la gente como tú no se les debería permitir conducir —se burló.
—Eh, mira —dije señalando la ventanilla—. ¡Ese tío en silla de ruedas acaba de adelantarnos!
Steven me ignoraba, así que empecé a juguetear con la radio. Una de mis partes favoritas de ir a la playa eran las emisoras de radio. Las conocía tan bien como las de casa y escuchar la Q94 me hacía sentir que había llegado de verdad, que realmente estaba en la playa. Encontré la emisora que más me gustaba, la única que ponía de todo, desde música pop, pasando por los clásicos, hasta hip-hop. Tom Petty cantaba
«Free Fallin’» y yo entonaba a coro : «She’s a good girl, crazy ’bout Elvis. Loves horses and her boyfriend too».
Steven alargó el brazo para cambiar de emisora y yo se lo aparté de un manotazo.
—Belly, tu voz hace que me vengan ganas de hundir el coche en el océano —dijo Steven fingiendo dar un volantazo a la derecha.
Me puse a cantar aún más alto, despertando a mi madre, y ella también empezó a cantar. Las dos teníamos una voz terrible y Steven negó con la cabeza al estilo
«Steven el indignado». No soportaba que le superásemos en número. Eso era lo que más le molestaba del divorcio de nuestros padres, ser el único hombre y no tener a papá para ponerse de su lado.
Cruzamos la ciudad despacio y, aunque acababa de burlarme de Steven justamente
por eso, en realidad no me importaba. Me encantaba ese viaje; ese momento. Ver la ciudad de nuevo, la Barraca del Cangrejo de Jimmy, el Putt Putt y todas las tiendas de surf. Era como volver a casa después de estar lejos mucho, mucho tiempo. Aquel momento encerraba un millón de promesas sobre lo que podía llegar a ser ese verano.
A medida que nos acercábamos a la casa, empecé a sentir un cosquilleo familiar en el pecho. Casi habíamos llegado. Bajé la ventanilla e intenté absorberlo todo. El aire sabía y olía exactamente igual que siempre. El viento que me apelmazaba el pelo, la brisa salada, todo era perfecto. Como si me hubiese estado esperando.
Steven me dio un codazo.
—¿Pensando en Conrad? —preguntó, burlón.
Por una vez la respuesta era no.
—No —espeté.
Mamá metió la cabeza entre los asientos.
—Belly, ¿te sigue gustando Conrad? El verano pasado parecía que había algo entre Jeremiah y tú.
—¿QUÉ? ¿Jeremiah y tú? —Steven puso cara de asco—. ¿Qué pasó entre Jeremiah y tú?
—Nada —repliqué a ambos. Empezaba a sentir como el rubor me subía por el pecho y deseé estar más morena para poder ocultarlo—. Mamá, sólo porque dos personas sean amigos, no quiere decir que haya nada entre ellos. Por favor, no vuelvas a sacar el tema.
Mi madre volvió al asiento de atrás.
—Está hecho —dijo para zanjar el asunto.
Pero, claro, Steven tuvo que insistir.
—¿Qué pasó entre Jeremiah y tú? No puedes soltar algo así y no explicarlo.
—Te aguantas —le contesté. Contárselo a Steven sólo serviría para darle munición en mi contra. Y además, tampoco había nada que contar. En realidad, nunca había habido nada que explicar.
Conrad y Jeremiah eran los hijos de Beck. Beck era Susannah Fisher, antes Susannah Beck. Mi madre era la única que la llamaba Beck. Se conocían desde los nueve años; «hermanas de sangre» se llamaban entre sí. Y tenían cicatrices para demostrarlo, marcas idénticas en forma de corazón en las muñecas.
Susannah me contó que cuando nací supo que yo estaba hecha para uno de sus chicos. Dijo que era el destino. Mi madre, que normalmente no creía en esas cosas, dijo que sería perfecto, siempre y cuando hubiese tenido unos cuantos amores antes de sentar la cabeza. En realidad dijo «amantes», pero esa palabra me provocaba escalofríos. Susannah me puso las manos en las mejillas y dijo:
—Belly, tienes mi más rotunda bendición. No soportaría perder a mis muchachos
por cualquier otra chica.
Habíamos ido a la casa de la playa de Susannah en Cousins Beach cada verano desde que era un bebé, incluso antes de que yo naciera. Para mí, Cousins no era tanto la ciudad como la casa. La casa era mi mundo. Teníamos nuestro propio tramo de playa para nosotros solos. La casa de verano estaba compuesta de muchos elementos distintos: el porche circular por el que solíamos correr, jarras de té helado, la piscina por la noche y los muchachos, los muchachos por encima de todo.
Siempre me pregunté qué aspecto tendrían los chicos en diciembre. Intentaba imaginarlos con bufandas moradas y jerséis de cuello alto, de pie con las mejillas rosadas frente a un árbol de Navidad. Pero la imagen siempre parecía falsa. No conocía al Jeremiah y al Conrad invernales, y estaba celosa de todos los que lo hacían. Yo tenía chanclas, narices quemadas por el sol, bañadores y arena. Pero ¿qué pasaba con las chicas de Nueva Inglaterra que podían hacer guerras de nieve en el bosque con ellos? Las que se arrimaban mientras esperaban a que se calentase el coche, a las que prestaban sus abrigos cuando hacía frío fuera. Bueno, quizá Jeremiah sí. Conrad no. Conrad nunca lo haría; no era su estilo. De todos modos, no me parecía justo.
Me sentaba junto al radiador en clase de historia preguntándome qué estarían haciendo, si también se estarían calentando los pies junto a una estufa en algún lugar.
Contando los días hasta la llegada del verano. Para mí, era casi como si el invierno no valiese. El verano era lo que importaba. Mi vida entera se medía en veranos.
Como si no empezase a vivir de verdad hasta el mes de junio, en esa playa, en esa casa.
Conrad era un año y medio mayor que Jeremiah. Era oscuro, oscuro, oscuro.
Completamente inalcanzable, inaccesible. Tenía una especie de boca burlona y siempre me descubría a mí misma mirándola fijamente. Las bocas burlonas hacen que te vengan ganas de besarlas, alisarlas y borrar la burla a besos. O quizá no…, pero deseas controlarlas de algún modo. Hacerlas tuyas. Eso era justo lo que quería hacer con Conrad. Quería que fuese mía.
Jeremiah, en cambio, era mi amigo. Era bueno conmigo. El tipo de chico que todavía abrazaba a su madre, aún le daba la mano a pesar de que técnicamente era demasiado mayor para hacerlo. Tampoco le avergonzaba. Jeremiah Fisher estaba demasiado ocupado divirtiéndose como para sentir vergüenza.
Apuesto a que Jeremiah era más popular que Conrad en la escuela. Apuesto a que gustaba más a las chicas. Apuesto a que si no fuese por el fútbol americano, Conrad no sería nada del otro mundo. Sólo sería el Conrad silencioso y taciturno, no un dios del fútbol. Y eso me gustaba. Me gustaba que Conrad prefiriese estar solo tocando la guitarra. Como si estuviese por encima de todas las estupideces de la vida en el
instituto. Me gustaba pensar que si Conrad estudiase en mi instituto, no jugaría a fútbol, estaría en la revista literaria y se fijaría en alguien como yo.
Cuando llegamos por fin a la casa, Jeremiah y Conrad estaban sentados en el porche delantero. Me incliné sobre Steven y toqué el claxon dos veces, lo que en nuestro lenguaje veraniego significaba: «Venid a ayudar con las maletas, ya».
Conrad ya tenía dieciocho años. Acababa de ser su cumpleaños. Era más alto que el verano anterior, por imposible que parezca. Llevaba el pelo corto por las orejas y tan oscuro como siempre. No como Jeremiah, cuyo pelo había crecido y le hacía parecer un poco desgreñado pero en el buen sentido, como un jugador de tenis de los años 70. Cuando era más joven, su pelo era rizado y amarillo, casi de color platino en verano. Jeremiah odiaba sus tirabuzones. Durante una temporada, Conrad le convenció de que las cortezas de pan ondulaban el pelo, así que Jeremiah dejó de comer la corteza de los sándwiches. A medida que Jeremiah crecía, su pelo se iba volviendo menos ensortijado y más ondulado. Yo echaba de menos sus rizos.
Susannah le llamaba su angelito y ciertamente lo parecía, con sus mejillas sonrosadas y los tirabuzones dorados. Aún conservaba las mejillas sonrosadas.
Jeremiah hizo un megáfono con las manos y gritó:
—¡Steve-o!
Yo permanecí sentada en el coche observando a Steven acercarse a ellos y abrazarse como lo hacen los chicos. El aire olía húmedo y salado, como si fuese a llover agua de mar en cualquier momento. Yo fingía atarme los cordones, pero en realidad sólo necesitaba un momento para observarlos a ellos y a la casa, en privado.
Era grande, gris y blanca, como la mayoría de las casas a lo largo de la carretera, pero mejor. Era justo como pensaba que una casa de la playa debía ser. Como un hogar.
Mi madre también salió del coche.
—¡Chicos, ¿dónde está vuestra madre?! —gritó.
—Hola, Laurel. Echando una siesta —respondió Jeremiah.
Normalmente salía volando de la casa en cuanto aparcábamos el coche.
Mi madre se acercó a ellos en tres zancadas y les abrazó, con fuerza. El abrazo de mi madre era firme y sólido como su apretón de manos. Desapareció en el interior de la casa con las gafas de sol en lo alto de la cabeza.
Salí del coche y me colgué la mochila