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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 203
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y mascullando si lo del caballo había sido una broma. Sulin ya estaba allí con la chaqueta roja de bordados dorados y el Cetro del Dragón; el trozo de lanza mereció un gruñido de aprobación de la joven Doncella, aunque Rand estaba seguro de que le habría parecido más aceptable sin los borlones verdes y blancos y con un astil como era debido, entero y sin las tallas. Rand tanteó el bolsillo para comprobar que llevaba el angreal. Allí estaba, y respiró con alivio, aunque Lews Therin parecía seguir jadeando con ansiedad.

Cuando Rand pasó por uno de los vestidores forrados con paneles de madera al salón del trono, descubrió que todo el mundo había actuado con igual rapidez que Sulin. Bael erguía su imponente estatura a un lado del estrado del trono, cruzado de brazos, mientras que Melaine estaba situada al otro lado, ajustándose sosegadamente su oscuro chal. Alrededor de un centenar de Doncellas se alineaban formando un pasillo desde las puertas, con una rodilla hincada en el suelo, bajo la atenta mirada de Nandera y equipadas con lanzas y adargas, los arcos guardados en las fundas colgados al hombro y las aljabas llenas en la cadera. Sólo se les veían los ojos por encima de los velos negros. Jalani corrió a reunirse en las filas. Detrás de ellas se amontonaban más Aiel entre las gruesas columnas, tanto hombres como Doncellas, aunque ninguno parecía ir armado aparte del cuchillo del cinturón. Sin embargo, muchos rostros mostraban una expresión sombría. No debían sentirse a gusto con la idea de enfrentarse a unas Aes Sedai y no por miedo al Poder. Hablaran como hablaran de ellas ahora Melaine y las otras Sabias, la mayoría de los Aiel tenían firmemente arraigado en sus mentes el haberles fallado en el pasado.

Bashere no estaba presente, por supuesto —él y su esposa se encontraban en uno de los campamentos de entrenamiento— y tampoco había ningún noble andoreño de los que solían pulular por palacio. Rand estaba convencido de que Naean, Elenia, Lir y toda esa pandilla se habían enterado de esta reunión tan pronto como empezó el movimiento. Jamás se perdían una audiencia del trono a menos que Rand les mandara salir. Su ausencia sólo podía significar que, de camino al salón del trono, también se habían enterado del motivo, lo cual indicaba que las Aes Sedai ya estaban en palacio.

En efecto, Rand apenas había tomado asiento en el Trono del Dragón, con el Cetro del Dragón sobre sus rodillas, cuando la señora Harfor entró con el semblante arrebolado, algo inusitado en ella. Los miró a él y a los Aiel con idéntica sorpresa y anunció:

—Envié sirvientes a buscaros por todas partes. Hay unas Aes Sedai… —Fue todo lo que pudo decir antes de que siete Aes Sedai aparecieran en las grandes puertas.

Rand sintió a Lews Therin tratando de asir el Saidin, tocando el angreal, pero Rand logró asirlo antes y dominó aquel aterrador torrente de fuego y hielo, contaminación y dulzura, con tanta firmeza como asía el trozo de lanza seanchan.

«Siete —masculló en tono sombrío Lews Therin—. Les dije que tres y vienen siete. He de ser cauto. Sí. Cauto.»

«Fui yo quien dijo que tres —espetó Rand a la voz—. ¡Yo! ¡Rand al’Thor!» Lews Therin se calló, pero después el lejano rezongo comenzó de nuevo.

Mirando primero a Rand y después a las siete mujeres con los chales de flecos de colores, la señora Harfor aparentemente decidió que estar en medio no era un buen sitio. Las Aes Sedai recibieron su primera reverencia, Rand la segunda, y después la mujer se dirigió hacia un lado de las puertas haciendo todo un alarde de calma. Cuando las Aes Sedai hubieron cruzado el umbral, formando una línea de siete en fondo, la señora Harfor se deslizó al corredor por detrás con un poquito de prisa.

En cada una de las tres visitas realizadas, Merana había llevado consigo a diferentes Aes Sedai y Rand las reconoció a todas salvo a una, desde Faeldrin Harella, situada al extremo de la derecha, con su oscuro cabello tejido en multitud de finas trencillas que adornaba con cuentas de vivos colores, a la corpulenta Valinde Nathenos, en el extremo izquierdo, con su chal de flecos blancos y vestido del mismo color. Todas ellas vestían con el color de su Ajah. Rand sabía quién debía de ser la que no conocía. Aquella tez cobriza señalaba que la bonita mujer ataviada con ropas de seda de un tono broncíneo oscuro era Demira Eriff, la hermana Marrón de la que Min había informado que había tenido que guardar cama. Sin embargo se encontraba en el centro de la fila, un paso por delante de las demás, en tanto que Merana se hallaba entre Faeldrin y la rellenita Rafela Cindal, quien parecía aun más seria ese día de lo que se había mostrado cuando acudió con Merana seis días atrás. Todas parecían muy serias.

Se detuvieron un instante, mirándolo impasiblemente, haciendo caso omiso de los Aiel, y después se adelantaron, en primer lugar Demira, y después Seonid y Rafela, seguidas por Merana y Masuri, de manera que formaban una especie de punta de flecha apuntada hacia Rand. A éste no le hizo falta sentir el cosquilleo en la piel para saber que habían abrazado el Saidar. A cada paso que daban, las mujeres parecían mucho más altas que antes.

«¿Creen que van a impresionarme hilando el Espejo de las Nieblas?» La risa incrédula de Lews Therin dio paso a unas carcajadas demenciales. Rand no necesitaba explicación alguna del hombre; había visto a Moraine hacer algo parecido en una ocasión. Asmodean también lo había llamado el Espejo de las Nieblas, así como Ilusión.

Melaine ajustó su chal con irritación y aspiró sonoramente el aire por la nariz, pero Bael reaccionó de repente como si él solo estuviese haciendo frente a una carga de centenares de hombres. Tenía intención de aguantar el embate, pero sin esperar resultado alguno. De hecho, algunas Doncellas rebulleron inquietas hasta que Nandera les asestó una mirada furibunda por encima del velo y aquello bastó para acallar el quedo ruido de pies moviéndose entre los Aiel situados tras las columnas.

Demira Eriff empezó a hablar y resultó obvio que también en eso estaba involucrado el encauzamiento. No gritó, pero su voz llenó el salón del trono dando la impresión de provenir de todos los puntos a la vez.

—En las circunstancias actuales, se decidió que hablara yo en nombre de todas. No venimos hoy con intención de hacerte daño, pero las restricciones que habíamos aceptado antes a fin de que te sintieras seguro ahora tenemos que rechazarlas. Obviamente nunca has aprendido a mostrar el respeto debido a las Aes Sedai. Ahora no tendrás otro remedio que aprenderlo. A partir de este día, vendremos e iremos como y cuando nos plazca, y sólo si así lo decidimos te informaremos antes cuando queramos hablar contigo. Tus centinelas Aiel apostados alrededor de nuestra posada han de retirarse y nadie debe seguirnos ni tampoco vigilarnos. Cualquier futuro insulto a nuestra dignidad recibirá su castigo, aunque aquellos a los que debamos castigar son como niños, y tú serás responsable de su dolor. Así es como ha de ser. Así es como será. Entiende de una vez que somos Aes Sedai.

Cuando aquella punta de flecha se detuvo ante el trono, Rand advirtió que Melaine lo miraba de reojo, fruncido el ceño, sin duda preguntándose si estaba impresionado. Si no hubiese sabido lo que estaba ocurriendo, lo habría estado; ni siquiera estaba seguro de no estarlo, de todos modos. Las siete Aes Sedai parecían ser el doble de altas que Loial, puede que más, y las cabezas llegaban casi a mitad de camino del abovedado techo con sus cristaleras de colores. Demira lo observaba desde arriba, fría y desapasionada, como si estuviese sopesando la posibilidad de cogerlo con una mano, la cual parecía lo bastante grande para poder hacerlo.

Rand se obligó a recostarse en el trono con indiferencia; apretó los labios al darse cuenta de que le había supuesto un esfuerzo, aunque no excesivo. Lews Therin seguía balbuciendo y chillando, pero a lo lejos, algo sobre no esperar más y arremeter ahora. La Aes Sedai había dado énfasis a algunas palabras, como si Rand tuviera que entender el significado. ¿En qué circunstancias? Habían aceptado las restricciones antes; ¿por qué, de repente, esta actitud irrespetuosa? ¿Por qué habían decidido de pronto que, lejos de necesitar hacerlo sentirse seguro, podían amenazarlo?

—Las emisarias de la Torre en Cairhien aceptaron las mismas restricciones y no parecieron sentirse ofendidas. —En fin, no demasiado ofendidas—. En lugar de vagas amenazas, ofrecieron regalos.

—Nosotras no somos ellas. Y no están aquí. No vamos a comprarte.

El desprecio en la voz de Demira lo hirió. A Rand le dolían los nudillos de tanto apretar el Cetro del Dragón. Su cólera encontraba eco en la de Lews Therin y, de repente, advirtió que el hombre estaba intentando de nuevo alcanzar la Fuente.

«¡Maldito seas!» pensó Rand. Tenía intención de aislarlas con un escudo, pero Lews Therin habló jadeante, casi dominado por el pánico:

«No hay fuerza suficiente. Incluso con el angreal es posible que no sea bastante para sujetar a siete. ¡Necio! ¡Esperaste demasiado! ¡Es demasiado peligroso!»

Aislar a cualquiera requería un esfuerzo considerable. Con el angreal Rand estaba convencido de poder crear siete escudos, aun contando con que las mujeres ya estaban abrazando el Saidar, pero si una sola de ellas consiguiese romper el escudo… O más de una. Quería impresionarlas con su fuerza, no darles la ocasión de superarla. Pero había otro modo. Tejiendo Energía, Fuego y Tierra arremetió casi como si fuera a aislarlas.

Su Espejo de Nieblas se destruyó y de repente no eran más que siete mujeres normales plantadas ante él con una expresión estupefacta en el rostro. La impresión desapareció tras la máscara de tranquilidad Aes Sedai un instante después, sin embargo.

—Ya has oído nuestras exigencias —dijo Demira en un tono normal, pero imperioso, como si nada hubiese ocurrido—. Esperamos que se cumplan.

Rand las miró fijamente a despecho de sí mismo. ¿Qué era lo que tenía que hacer para demostrarles que no iban a intimidarlo? El Saidin lo henchía como una oleada de ardiente rabia; no podía permitirse el lujo de soltarlo. Lews Therin gritaba ahora como un demente, fuera de sí, tratando de arrebatarle la Fuente y aferrarla él. Tuvo que emplearse a fondo para impedírselo. Se levantó lentamente. Con la altura extra que le proporcionaba el estrado, se erguía imponente ante ellas. Siete rostros impasibles se alzaban hacia él.

—Las restricciones siguen vigentes —manifestó con voz calmada—. Y se añade una más a las anteriores: de ahora en adelante, espero ver el respeto que me debéis. Soy el Dragón Renacido. Podéis iros. La audiencia ha terminado.

Durante quizás unos diez segundos las mujeres se quedaron inmóviles, sin pestañear siquiera, como para demostrar que no moverían ni un dedo porque él lo mandara. Después Demira se dio media vuelta sin hacer la más leve inclinación de cabeza. Al pasar junto a Seonid y Rafela, éstas giraron y fueron tras ella, y a continuación las otras, todas ellas caminando como si se deslizaran sobre las baldosas rojas y blancas, sin apresurarse, y salieron del salón del trono.

Rand bajó del estrado cuando las mujeres desaparecieron en el pasillo.

—El Car’a’carn las ha manejado bien —dijo Melaine en voz lo bastante alta para que se oyera en todos los rincones—. Habría que agarrarlas por el cuello y enseñarles honor aunque lloraran por

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