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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 200
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No habían llegado muy lejos cuando Nynaeve vio a alguien que venía hacia ella y que la hizo detenerse y agarrar a Elayne del brazo. Era Jaichim Carridin. No quitó los ojos del alto hombre, en cuyo cabello empezaban a cundir las canas, mientras éste pasaba a su lado y seguía adelante, con la blanca capa ondeando a su espalda, sin que sus ojos hundidos, de expresión cruel, se volvieran en su dirección una sola vez. Tenía el rostro sudoroso, pero hizo caso omiso de ellas como ellas lo hicieron de él.

—¿Qué hace aquí? —demandó Nynaeve. Ese hombre había desencadenado una matanza en Tanchico y sólo la Luz sabía en cuántos sitios más.

La sirvienta la miró inquisitivamente antes de contestar:

—Oh, vaya, los Hijos de la Luz también mandaron una embajada hace meses. La reina aguarda, eh… Aes Sedai. —De nuevo aquella vacilación.

Elayne se las ingenió para asentir con graciosa elegancia, pero Nynaeve no pudo evitar la aspereza en su voz.

—Entonces no debemos hacerla esperar.

Una cosa que Merilille había dejado escapar sobre la tal Tylin es que era una mujer puntillosa, fríamente formal, pero si también empezaba a dudar que ellas dos eran Aes Sedai, el estado de ánimo de Nynaeve era justo el adecuado para demostrarle su condición de hermana de hecho.

La criada las hizo entrar en una amplia estancia, con el techo pintado en un azul claro y las paredes en amarillo, en la que una hilera de triples ventanas en arco daba a un balcón de hierro forjado y por las que penetraba una brisa marina muy agradable. Ante la reina, Nynaeve y Elayne hicieron una reverencia, la correcta de unas Aes Sedai a una dirigente, lo que significaba doblar la rodilla ligeramente y una inclinación de cabeza aun más leve.

Tylin era una mujer impresionante. Tenía más o menos la misma estatura de Nynaeve y mostraba una actitud regia que Elayne tendría que esforzarse para igualar en sus mejores momentos. Debería haber respondido a sus reverencias con otra igual, pero no lo hizo. En lugar de ello, sus grandes ojos oscuros las examinaron con una intensidad imperiosa.

Nynaeve le devolvió la mirada lo mejor que pudo. Las ondas del lustroso cabello negro, con canas en las sienes, caían bastante más abajo de los hombros de Tylin y enmarcaban un rostro que era atractivo aunque no sin arrugas. Sorprendentemente, las mejillas de la mujer tenían sendas cicatrices, finas y tan antiguas que casi habían desaparecido. Ni que decir tiene que también llevaba uno de esos cuchillos curvos metido bajo el cinturón de oro tejido, con la empuñadura y la vaina incrustadas de gemas; Nynaeve estaba convencida de que debía de ser únicamente para aparentar. Ciertamente, el vestido de seda azul que llevaba Tylin era lo menos indicado para sostener un duelo, con chorreras de encaje blanco como la nieve y la falda recogida por encima de las rodillas en la parte delantera de manera que mostraba enaguas de seda verdes y blancas, y por detrás con una cola de casi un metro. El corpiño, adornado también con puntillas, era tan ajustado que Nynaeve no habría sabido decir si sería más incómodo estando de pie o sentada. Un cuello alto de oro tejido ceñía la garganta de la mujer de manera que la puntilla le rozaba la barbilla. Llevaba colgado, con la empuñadura hacia abajo, un cuchillo de esponsales enfundado en una vaina blanca que quedaba enmarcado en un curioso escote de forma ovalada que no tenía nada que envidiar a los bajísimos en pico.

—Debéis de ser Elayne y Nynaeve. —Tylin tomó asiento en una silla que parecía de bambú aunque estaba cubierta de dorado y se arregló los pliegues de la falda meticulosamente, sin quitarles los ojos de encima. Su voz era profunda, melodiosa e imperativa—. Creí entender que había una tercera. ¿Aviendha?

Nynaeve intercambió una mirada con Elayne. No las había invitado a sentarse ni había hecho el menor gesto hacia las otras sillas.

—Ella no es Aes Sedai —comenzó Elayne sosegadamente.

—¿Y vosotras sí? —la interrumpió la reina—. Como mucho, has visto dieciocho inviernos, Elayne. Y tú, Nynaeve, que me miras como una gata a la que le han pisado la cola, ¿cuántos has visto? ¿Veintidós? ¿Veintitrés? ¡Que me trinchen el hígado! Visité Tar Valon y la Torre Blanca una vez. Dudo que ninguna mujer de vuestra edad haya llevado jamás ese anillo en la mano derecha.

—¡Veintiséis! —espetó Nynaeve. Después de aguantar que gran parte del Círculo de Mujeres en Campo de Emond pensaran que era demasiado joven para ser Zahorí, había tomado por costumbre alardear de cada año cumplido—. Tengo veintiséis años y soy Aes Sedai del Ajah Amarillo. —Aun sentía un escalofrío de orgullo diciendo eso—. Elayne tendrá dieciocho años, pero también es Aes Sedai, del Ajah Verde. ¿Creéis que Merilille o Vandene nos permitirían llevar estos anillos en plan de broma? Son muchas las cosas que han cambiado, Tylin. La Sede Amyrlin, Egwene al’Vere, no es mayor que Elayne.

—¿De veras? —dijo la reina en un tono inexpresivo—. No se me informó de ese detalle. Cuando las Aes Sedai que me aconsejaban desde el día en que ocupé el trono y que aconsejaron a mi padre antes que a mí de repente parten hacia la Torre sin dar explicaciones y después me entero de que los rumores de una Torre dividida son ciertos; cuando los seguidores del Dragón parecer brotar de la tierra; cuando se elige una Amyrlin para oponerse a Elaida y se reúne un ejército bajo el mando de uno de los más grandes capitanes, dentro de Altara, antes de que yo tenga noticia alguna sobre ello… Cuando todo eso ha pasado no podéis esperar que me entusiasmen las sorpresas.

Nynaeve confiaba en que su rostro no trasluciera lo mal que se sentía. ¿Por qué no aprendía a quedarse calladita de vez en cuando? De repente fue consciente de haber dejado de sentir la Fuente Verdadera; la ira y el azoramiento no casaban bien. Probablemente era lo mejor que podía ocurrir porque, de haber sido capaz de encauzar, a buen seguro que habría hecho una tontería aun mayor.

Elayne se lanzó a suavizar las cosas sin demora.

—Sé que habréis oído antes esto —le dijo a Tylin—, pero permitidme que sume mis disculpas a las de Merilille y las otras. Reunir un ejército dentro de vuestras fronteras sin antes pediros permiso fue una desmesura y una desfachatez. Sólo puedo decir en descargo de un acto así que los acontecimientos se sucedieron rápidamente y que en Salidar nos desbordaron, pero eso no lo disculpa. Os juro que no hay intención alguna de perjudicar a Altara y que tampoco se quiso insultar al Trono de los Vientos. Mientras hablamos ahora, Gareth Bryne conduce a ese ejército hacia el norte, fuera de las fronteras de Altara.

Tylin la miró fijamente, sin pestañear.

—No he oído una sola palabra de disculpa ni ninguna explicación hasta ahora. Pero cualquier dirigente de Altara tiene que aprender a tragarse los insultos de potencias mayores aunque le sepan a acíbar. —Inhaló profundamente e hizo un gesto con la mano—. Sentaos, sentaos. Sentaos la dos. Reclinaos sobre vuestro cuchillo y dejad libre vuestra lengua. —Su repentina sonrisa tuvo mucho de mueca—. Ignoro cómo decís eso en Andor. Poneos cómodas y hablad sin rodeos.

Nynaeve se alegró de ver que los azules ojos de Elayne se abrían sorprendidos, ya que ella misma dio un respingo que se oyó. ¿Y ésta era la mujer que según Merilille encarnaba el más estricto protocolo cincelado en mármol pulido? Nynaeve agradeció poder sentarse. Considerando todas las corrientes subterráneas que existían en Salidar se preguntó si Tylin estaba intentando… ¿Qué? Había llegado a un punto en que sospechaba que cualquier persona que no fuese una amiga íntima estuviera tratando de manipularla. Elayne se sentó al borde de la silla y con la espalda muy erguida.

—Lo he dicho en serio —insistió Tylin—. Cualquier cosa que expreséis no lo tomaré como un insulto. —Por el modo en que sus dedos tamborileaban sobre la enjoyada empuñadura del puñal, sin embargo, habríase dicho que sí consideraría como tal el silencio.

—No sé bien por dónde empezar —comenzó con tiento Nynaeve. Ojalá Elayne no hubiese hecho un gesto de asentimiento, corroborando sus palabras; se suponía que era ella la que sabía cómo tratar con reyes y reinas. ¿Por qué no decía algo?

—Por el porqué —instó, impaciente, la soberana—. ¿Por qué cuatro Aes Sedai más de Salidar vienen a Ebou Dar? La razón no puede ser eclipsar la embajada de Elaida. De hecho, Teslyn ni siquiera la da ese nombre, y sólo han venido ella y Joline. Vaya, ¿no lo sabíais? —Se echó hacia atrás en la silla, riendo, y llevó los dedos de una mano a sus labios—. ¿Estáis enteradas de la presencia de los Capas Blancas? ¿Sí? —Su mano libre hizo un gesto como descargando un latigazo en el aire—. ¡Eso para los Capas Blancas! Empero, he de escuchar a todos los que acuden para ser recibidos en audiencia, al Inquisidor Carridin igual que al resto.

—Pero ¿por qué? —demandó Nynaeve—. Me complace que no os gusten los Capas Blancas, pero, en ese caso, ¿por qué tenéis que escuchar una sola palabra de lo que diga Carridin? Ese hombre es un carnicero. —Sabía que había cometido otro error. Lo comprendió por el modo repentino en que Elayne pareció examinar el inmenso hogar de mármol blanco, donde el profundo dintel estaba cincelado en forma de grandes olas; lo supo incluso antes de que el último vestigio de risa de Tylin se apagara como una vela.

—Te has tomado en serio lo que he dicho —manifestó la reina en voz queda—. Os animé a hablar con claridad y… —Aquellos oscuros ojos se quedaron fijos en las baldosas del suelo; parecía como si estuviese intentando recobrar la compostura.

Nynaeve miró a Elayne esperando algún indicio que le explicara qué había ido mal o, mejor aún, cómo arreglarlo, pero la heredera del trono se limitó a mirarla de reojo y a sacudir la cabeza una vez de un modo casi imperceptible antes de volver a la observación de las olas de mármol. ¿Debería evitar también mirar a Tylin? Sin embargo, la soberana atraía sus ojos como un imán. Con una mano, Tylin acariciaba la empuñadura de su cuchillo curvo y con la otra toqueteaba el puño más pequeño que reposaba sobre sus senos.

El cuchillo de esponsales revelaba mucho de Tylin; Vandene y Adeleas se habían mostrado muy dispuestas a explicar algunas cosas referentes a Ebou Dar, generalmente aquellas que hacían parecer peligrosa la ciudad para quien no fuera acompañado por una docena de guardias armados. La vaina blanca significaba que la reina había enviudado y no tenía intención de volver a casarse. Las cuatro perlas y una gota de fuego engastadas en la empuñadura de oro decían que había dado a luz cuatro hijos y una hija; el engaste blanco de la gota de fuego y el rojo de tres de las perlas revelaban que sólo uno de los hijos varones sobrevivía, que los otros cuatro tenían como poco dieciséis años al morir y que habían perecido en duelos ya que en caso contrario los engastes habrían sido negros. ¡Qué doloroso debía de ser llevar siempre encima un recordatorio así! Según Vandene, las mujeres tenían por un gran orgullo que los engastes fueran rojos o blancos, tanto si rodeaban perlas o gotas de fuego o simples cristales de colores. Vandene afirmaba que muchas mujeres ebudarianas arrancaban las piedras que representaban

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