a quien tengas que utilizar o deja que la Sombra cubra el mundo.» Aquello se lo había dicho Moraine. Rand casi prefería la franca y honrada oposición de los cairhieninos y los tearianos al comportamiento de esta gente. Casi lo hizo reír la idea de haber tildado de honrado lo que esas gentes hacían.
—Estuvisteis maravilloso —exclamó Arymilla mientras posaba suavemente una mano en su brazo—. Tan veloz, tan fuerte…
Los grandes ojos castaños de la mujer brillaban más apasionados que nunca. Aparentemente era lo bastante necia para considerarlo sensible a sus encantos: el vestido verde, cubierto de bordados de plata, tenía un escote muy bajo para las costumbres andoreñas, lo que significaba que dejaba ver el inicio de los senos. Era bonita, pero sin duda tenía edad suficiente para ser su madre. Ninguna de las otras era más joven, y algunas incluso tenían más edad, pero todas competían en darle coba.
—Habéis estado magnífico, mi señor Dragón. —Elenia apartó a Arymilla casi a codazos. Aquella sonrisa resultaba chocante en el zorruno rostro de la rubia mujer; tenía reputación de arpía. Aunque no cuando estaba cerca de Rand, naturalmente—. No ha habido un espadachín como vos en toda la historia de Andor. Ni siquiera Souran Maravaile, que era el mayor general de Artur Hawkwing y esposo de Ishara, la primera en ocupar el Trono del León. Incluso él murió cuando se enfrentó a cuatro espadachines.
Rara vez perdía Elenia la ocasión de demostrar sus conocimientos sobre la historia de Andor, sobre todo en cosas respecto a las que se sabía muy poco, como la guerra que había dividido el imperio de Hawkwing a la muerte de éste. Al menos en esa ocasión no había añadido motivos que justificaran su aspiración al Trono del León.
—Sólo un poquito de mala suerte al final —agregó Jarid, el esposo de Elenia, con timbre jovial. Era un hombre robusto, atezado para ser andoreño. Bordados de volutas y jabalíes dorados, la enseña de la casa Sarand, cubrían los puños y los largos picos del cuello de su chaqueta roja, así como los leones blancos de Andor adornaban las mangas y el cuello alto del vestido de Elenia, igualmente de color rojo. Rand se preguntó si la mujer creía que él no sabría reconocer el verdadero significado de los leones. Jarid era Cabeza Insigne de su casa, pero la ambición y la energía que lo impulsaban se generaban en ella.
—Maravillosamente bien hecho, mi señor Dragón —dijo Karind sin rodeos. Su vestido gris satinado, de corte tan severo como su semblante pero recargado de cordoncillos de plata en las mangas y el repulgo, era muy acorde con las hebras que surcaban su cabello oscuro—. Sin duda debéis de ser el espadachín más diestro del mundo.
A despecho de sus palabras, su mirada impávida era como un martillazo. De haber tenido una inteligencia acorde con su dureza, habría resultado peligrosa.
Naean era una bella mujer, delgada, de tez pálida con grandes ojos azules y lustroso cabello negro, pero la mirada despectiva que lanzó a los cinco hombres que se alejaban era un gesto permanente en ella.
—Sospecho que lo planearon de antemano para que así uno de ellos lograra golpearos. Se repartirán el dinero extra entre todos.
A diferencia de Elenia, la mujer vestida de azul, con el emblema de la Triple Llave de la casa Arawn bordado en plata a todo lo largo de las mangas, jamás proclamaba su derecho al trono estando presente Rand. Simulaba sentirse satisfecha con su posición de Cabeza Insigne de una antigua casa, lo que era tanto como decir que una leona se conformaba con ser una gata casera.
—¿Acaso puedo contar con que mis enemigos no unan sus fuerzas? —inquirió quedamente Rand. Naean abrió y cerró la boca con sorpresa; no era estúpida ni mucho menos, pero parecía pensar que quienes se le oponían tenían que caer fulminados en el momento que les hacía frente, y por lo visto lo tomaba como una afrenta personal cuando no ocurría así.
Una de la Doncellas, Enaila, pasó entre los nobles haciendo caso omiso de ellos y le tendió a Rand una toalla blanca para que se secara el sudor. Tenía el cabello de un vivo tono rojo y era baja para ser Aiel, de modo que la irritaba sobremanera el que algunas de estas mujeres de las tierras húmedas fuesen más altas que ella. La mayor parte de las Doncellas podían mirar a casi todos los hombres presentes sin tener que levantar la cabeza. Los andoreños también se esforzaron para hacer caso omiso de ella, pero resultó tan evidente el que miraran hacia cualquier otra parte que su intento acabó en un rotundo fracaso. Enaila se marchó como si aquellas personas fueran invisibles. El silenció se alargó unos cuantos segundos.
—Mi señor Dragón es muy sagaz —manifestó lord Lir al tiempo que hacía una breve reverencia y su frente se arrugaba con un leve ceño. La Cabeza Insigne de la casa Baryn vestía una chaqueta amarilla adornada con cordoncillos dorados y era esbelto como una hoja de espada e igualmente fuerte, pero excesivamente untuoso, demasiado melifluo. Nada salvo aquellos infrecuentes ceños alteraba su aparente displicencia, como si no fuera consciente de ese gesto, aunque no era el único que lanzaba miradas raras a Rand. En ocasiones todos contemplaban al Dragón Renacido que tenían entre ellos con pasmada incredulidad—. Los enemigos generalmente se unen más pronto o más tarde para actuar en equipo, y uno debe identificarlos antes de que tengan ocasión de hacerlo.
Más halagos a la sagacidad de Rand llegaron por parte de lord Henren, un tipo recio, calvo y de mirada dura, así como por parte de lady Carlys, con sus rizos canosos, su rostro franco y su mente retorcida; y de la rellena Daerilla, con sus tontas risitas; y del nervioso Elegar, de labios finos; y de casi una docena de otros que habían mantenido la boca cerrada hasta que hubieron hablado los más poderosos.
Los nobles de menor categoría guardaron silencio tan pronto como Elenia volvió a abrir la boca.
—Siempre existe la dificultad de saber quiénes son los enemigos antes de que ellos mismos se den a conocer, y entonces ya es demasiado tarde la mayoría de las veces —manifestó, a lo que su marido asintió en conformidad.
—Siempre digo —intervino Naean— que quien no me apoya está en mi contra. Ha resultado ser una buena regla. Quienes no se definen quizás aguarden a que les des la espalda para clavarte una daga.
No era la primera vez que intentaban asegurar sus posiciones lanzando sospechas sobre cualquier lord o lady que no mantuviera su misma postura, pero Rand habría querido poder cortar en seco sus comentarios diciéndoles que se callaran. Sus intentos de jugar el Juego de las Casas eran ridículos si se comparaban con las astutas maniobras de los cairhieninos o incluso de los tearianos, además de que conseguían irritarlo, pero no quería darles ciertas ideas todavía. Inesperadamente la ayuda llegó por parte del canoso lord Masin, Cabeza Insigne de la casa Caeren.
—Otro Jearom —manifestó mientras exhibía una sonrisa obsequiosa que resultaba forzada en su descarnado y estrecho rostro. Atrajo sobre sí miradas exasperadas, incluso de los nobles de segunda fila, antes de que pudieran reprimirlas. Masin parecía estar un tanto fuera de sus cabales desde que habían tenido lugar los acontecimientos que rodearon la llegada de Rand a Caemlyn. En lugar de la Estrella y la Espada, emblema de su casa, las solapas de la chaqueta azul pálido de Masin estaban adornadas incongruentemente con flores, gotas de luna y nudos de amantes, y en ocasiones llevaba una flor en el ralo cabello, como un muchacho de campo que sale a cortejar. Sin embargo, la casa Caeren era demasiado poderosa para que ni siquiera Jarid o Naean le dieran de lado. La cabeza de Masin se meció arriba y abajo en el escuálido cuello—. Vuestra destreza con la espada es espectacular, mi señor Dragón. Sois otro Jearom.
—¿Para qué? —La pregunta resonó en el patio, poniendo un gesto agrio en los semblantes de los andoreños.
Davram Bashere ciertamente no era andoreño, con sus ojos rasgados, casi negros, una nariz ganchuda y un grueso y largo bigote que caía curvado alrededor de la ancha boca. Era delgado, un poco más alto que Enaila, y vestía una chaqueta corta de color gris, con bordados de plata en los puños y las solapas, y pantalones anchos remetidos por las botas, dobladas a la altura de las rodillas. Mientras que los andoreños habían observado el combate de pie, el mariscal de Saldaea había llevado a rastras un sillón dorado hasta el patio y se había arrellanado en él, con una pierna por encima de un reposabrazos y la espada, con recazo de aros, girada de manera que la empuñadura estuviese fácilmente a su alcance. Su atezado rostro brillaba por la transpiración, pero hacía tan poco caso de ello como de los andoreños.
—¿A qué os referís? —inquirió Rand.
—A todo esto de practicar con la espada —repuso Bashere sin inmutarse—. Y con cinco hombres. Nadie se entrena contra cinco oponentes. Es absurdo. Más pronto o más tarde acabaréis con los sesos esparcidos por el suelo en una refriega así, incluso con espadas de práctica, y sin motivo.
—Jearom derrotó a diez en una ocasión —adujo Rand, que tenía tensas las mandíbulas.
Bashere cambió de postura en el sillón y se echó a reír.
—¿Creéis que viviréis el tiempo suficiente para igualar al espadachín más grande de la historia? —Entre los andoreños se alzó un murmullo iracundo, una ira fingida, de eso no le cabía duda a Rand, pero Bashere hizo caso omiso—. Al fin y al cabo, sois quien sois. —De repente, se movió como un muelle al soltarse, y la daga que desenvainó mientras se incorporaba salió volando directamente hacia el corazón de Rand.
Éste no movió un solo músculo. En lugar de ello, abrazó el Saidin, la mitad masculina de la Fuente Verdadera; fue cuestión de un segundo. El Saidin fluyó dentro de él como un torrente apestoso de metal fundido. Trató de aplastarlo, de arrastrarlo, y Rand aguantó el embate como un hombre manteniendo el equilibrio en lo alto de una montaña que se desploma. Encauzó un simple flujo de Aire que envolvió la daga y la frenó a un metro de su cuerpo. Estaba rodeado por el vacío, flotaba en medio de él, en la nada, todo pensamiento y emoción distantes.
—¡Muere! —gritó Jarid al tiempo que sacaba la espada y corría hacia Bashere.
Lir, Henren, Elegar y todos los lores andoreños tenían las espadas desenvainadas, incluso Masin, aunque éste parecía a punto de dejarla caer. Las Doncellas se habían enrollado los shoufa en la cabeza de manera que los velos negros se alzaron y cubrieron sus rostros hasta los ojos azules o verdes mientras enarbolaban las lanzas de largas puntas; los Aiel siempre se velaban el rostro antes de matar.
—¡Alto! —gritó Rand y todo el mundo se quedó petrificado en el sitio; los andoreños parpadeaban desconcertados en tanto que las Doncellas se limitaron a quedarse plantadas de puntillas. Bashere no había hecho ningún otro movimiento aparte de volver a recostarse en el sillón, con la pierna echada sobre el reposabrazos.
Rand asió la daga suspendida en el aire y cortó el contacto con la Fuente. A pesar de la infección que se retorcía en sus entrañas, la corrupción que acababa destruyendo a los hombres que encauzaban, desprenderse del Saidin resultaba difícil. Con el Poder dentro de él veía con mayor claridad, oía con más