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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 198
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escena de tranquilidad. Mat no entendió por qué sintió de repente rodar los dados dentro de su cabeza.

Conocía muy bien esa sensación. A veces la percibía cuando la suerte estaba totalmente a su favor en el juego. Siempre estaba presente cuando se avecinaba una batalla. Y también parecía producirse cuando se estaba jugando el cuello por una decisión equivocada.

—Entraremos por una de las puertas laterales —anunció Vandene, a lo que Adeleas asintió con la cabeza—. Merilille se ocupará de que nos proporcionen cuartos para refrescarnos.

Entonces, eso quería decir que ése era el palacio de Tarasin, donde Tylin Quintara, de la casa Mitsobar, ocupaba el Trono de los Vientos y gobernaba de verdad en, más o menos, un radio de ciento cincuenta kilómetros alrededor de Ebou Dar. Una de las pocas cosas que Mat había conseguido descubrir acerca de este viaje era que las Aes Sedai iban a reunirse en palacio con una de sus hermanas y, ni que decir tiene, con Tylin. Las Aes Sedai verían a la reina. Mat contempló aquel inmenso y reluciente montón de mármol y piedra enlucida y pensó qué se sentiría estando allí dentro. Por lo general le gustaban los palacios; al menos, le gustaban los sitios donde hubiera servidumbre y dorados; además, no había nada malo en dormir en un colchón de plumas. Empero, un palacio real significaba tropezar con un noble a cada paso. Mat prefería tratar con un solo noble por turno; hasta Nalesean podía resultar irritante en ocasiones. Un palacio de ese tamaño significaba o estar preguntándose continuamente dónde estarían Nynaeve y Elayne o montar guardia para no perderlas de vista. No estaba seguro de qué sería peor, si que le permitieran acompañarlas allí dentro como un guardia personal o que rehusaran. Casi podía oír a Elayne diciendo con ese frío tono suyo: «Por favor, buscad algún lugar donde puedan alojarse maese Cauthon y mis hombres. Que se les proporcione alimento y agua». También lo comprobaría. Se dejaría caer por allí para realizar sus inspecciones y para decirle que hiciera lo que ya había empezado a hacer. No obstante, si había un lugar donde ella y Nynaeve estarían a salvo y sin meterse en líos sería en el palacio de la reina. Además, lo que de verdad le apetecía era un sitio donde pudiera apoyar los pies en una mesa y beber ponche con una chica sentada en sus rodillas mientras ésta le frotaba las sienes para que se relajara. Y unos paños húmedos en la frente no estarían nada mal. Le dolía la cabeza. El sermón remilgado que Elayne había soltado esa mañana respecto a los perjuicios de la bebida y a dar ejemplo con el comportamiento todavía resonaba en sus oídos. Esa era una razón más para ponerse en su sitio. Había estado demasiado débil para contestarle, recién salido de la cama y preguntándose si sería capaz de subir a lomos de Puntos; Elayne se había salido con la suya demasiadas veces, así por las buenas. Si no ponía fin a esto ahora mismo, dentro de poco estaría saludando a esa presumida como si fuera un soldado raso.

Todas estas ideas pasaron por su mente en el corto espacio de tiempo que tardó Vandene en hacer girar su castrado bayo hacia el palacio.

—Tomaré habitaciones para mis hombres en una de esas posadas —anunció en voz alta—. Si tú o Elayne decidís salir a la calle, Nynaeve, podéis mandar aviso y traeré a unos cuantos soldados para acompañaros. —Probablemente no le avisarían; no había quien convenciese de lo contrario a una mujer que pensaba que podía cuidar de sí misma en la guarida de un oso sin más armas que sus manos. Sin embargo, confiaba en que a Vanin se le ocurriría alguna cosa para saber cuándo salían. Y, si no él, entonces Juilin; un rastreador debería saberlo—. Esa misma servirá. —Eligiendo al azar, señaló un edificio ancho que había al otro lado de la plaza. Un letrero que no alcanzaba a leer se mecía sobre la puerta en arco.

Vandene miró a Adeleas. Elayne miró a Nynaeve. Aviendha lo miró a él, ceñuda.

Sin embargo, Mat no les dio oportunidad de hablar a ninguna de ellas.

—Thom, Juilin, ¿qué tal unas copas de ponche? —Quizás un poco de agua sería mejor; en toda su vida había bebido tanto.

—Tal vez más tarde, Mat —respondió Thom mientras sacudía la cabeza—. He de estar cerca por si Elayne me necesita.

Aquella sonrisa casi paternal que dirigió a la joven se borró cuando el juglar la vio mirando a Mat con expresión perpleja. Juilin no sonrió —rara vez lo hacía ya— pero también dijo que debía estar cerca de las mujeres y que quizá más tarde se tomarían esas copas.

—Como gustéis —contestó Mat mientras se calaba el sombrero otra vez—. Vanin. ¡Vanin!

El hombre grueso dio un respingo de sobresalto y dejó de mirar con adoración a Elayne. ¡Incluso se sonrojó! ¡Luz, qué mala influencia era esa mujer!

Mientras Mat hacía dar media vuelta a Puntos, la voz de Elayne pareció golpearlo en la espalda; y en un tono aun más remilgado que el empleado por la mañana.

—No debes dejarlos beber demasiado, maese Cauthon. Algunos hombres no saben cuándo deben parar. Y desde luego no deberías permitir que un chiquillo viera cómo se emborrachan unos hombres hechos y derechos.

Mat rechinó los dientes y continuó cruzando la plaza sin mirar atrás. Olver lo observaba. Iba a tener que advertir a los soldados que no se embriagaran delante del chico, especialmente a Mendair. ¡Luz, cómo detestaba que esa mujer le dijera lo que debía hacer!

Resultó que la posada se llamaba La Mujer Errante, pero el letrero colgado sobre la puerta, así como la sala común, prometían todo lo que Mat deseaba. Dentro de la estancia de techo alto hacía ciertamente más fresco que en la calle, con las altas ventanas resguardadas tras postigos tallados en arabescos en los que parecía haber más huecos que madera pero que proporcionaban sombra. Había forasteros sentados entre los residentes: un larguirucho murandiano con bigotes retorcidos; un fornido kandorés con dos cadenas de plata cruzadas sobre la pechera de la chaqueta; y otros a los que Mat no supo identificar a primera vista. Una tenue nube de humo de pipa flotaba en el aire, y dos mujeres tocando flautas y un hombre con un tambor que sujetaba entre las rodillas interpretaban una extraña música. Y lo mejor de todo: las camareras eran bonitas y los hombres jugaban a los dados en cuatro mesas. El mercader kandorés jugaba a las cartas.

La majestuosa posadera se presentó como Setalle Anan, aunque sus ojos de color avellana revelaban que la mujer no era oriunda de Ebou Dar.

—Bienvenidos, milores… —Los grandes pendientes de aro se mecieron cuando inclinó la cabeza ante Mat y Nalesean—. ¿Puede La Mujer Errante ofreceros su humilde alojamiento?

Era bonita a pesar de las hebras grises que había en su cabello, pero Mat la miraba a los ojos. Llevaba un cuchillo de esponsales colgado de una cadena, y la empuñadura, engastada con piedras rojas y blancas, reposaba sobre el nacimiento de sus generosos senos; también llevaba unos de esos cuchillos curvos en el cinturón. Con todo, Mat no pudo menos de sonreír.

—Señora Anan, me siento como si hubiese vuelto a casa.

Lo extraño es que los dados habían dejado de rodar dentro de su cabeza.

48. Reclinarse en el cuchillo

Nynaeve salió de la bañera de cobre con una toalla enrollada en la cabeza, y se secó lentamente. La sirvienta, canosa y entrada en carnes, intentó vestirla, pero la joven la despidió haciendo caso omiso de las miradas estupefactas y las protestas de la mujer y lo hizo ella misma, con gran cuidado, examinando frente al espejo de cuerpo entero el vestido verde oscuro adornado con un ancho cuello de pálido encaje de Merada. El grueso anillo de oro de Lan estaba guardado en su bolsita —mejor no pensar en eso— junto con uno de los retorcidos anillos ter’angreal, mientras que la Gran Serpiente brillaba en el tercer dedo de su mano derecha. Su mano derecha. Mejor no pensar en eso tampoco.

El techo alto era una agradable pintura al fresco que representaba un cielo azul con nubes blancas, y, si bien los muebles se apoyaban sobre unas patas doradas de león desconcertantemente grandes y los esbeltos postes de la cama y las patas de las sillas y todas las demás partes verticales tenían demasiadas acanaladuras y dorados para su gusto, la habitación seguía siendo el cuarto más cómodo en el que había estado desde hacía mucho tiempo. Una estancia agradable. Moderadamente fresca. ¡Luz! Lo que estaba intentando hacer era calmarse.

Pero, por supuesto, no funcionaba. Había sentido tejer el Saidar y tan pronto como salió de su dormitorio vio la salvaguarda contra oídos indiscretos levantada por Elayne alrededor de la sala de estar. Birgitte y Aviendha ya estaban allí también, todas ellas recién bañadas y con ropa limpia.

En una distribución que según Birgitte era muy corriente allí, cuatro dormitorios flanqueaban la sala de estar, que también tenía el techo pintado como un cielo con nubes. Cuatro altos ventanales arqueados se abrían a un balcón de hierro forjado pintado en blanco, tan intrincado que uno podía asomarse por él, sin ser visto, a la plaza de Mol Hara, frente a palacio. Una débil brisa penetraba por los ventanales trayendo consigo el olor salado del mar y, cosa por demás sorprendente, era ligeramente fresca. Con la rabia interfiriendo en su concentración, Nynaeve había estado sufriendo el calor desde poco después de llegar al palacio de Tarasin.

A Thom y Juilin se les había destinado una habitación en algún lugar alejado, en las dependencias del servicio, lo que pareció irritar a Elayne más que a los dos hombres. De hecho, Thom se había echado a reír. Claro que él podía permitirse ese lujo.

—Toma un poco de este excelente té, Nynaeve —dijo Elayne mientras extendía una servilleta blanca sobre la falda de seda azul intenso. Como todo lo demás en la sala de estar, la silla que ocupaba tenía bolas doradas por pies y también rematando el alto respaldo. Aviendha estaba sentada a su lado, pero en el suelo, con las piernas dobladas debajo de la falda del vestido; éste tenía el cuello alto y su color verde claro casi igualaba el de las baldosas. El laberíntico collar de la Aiel era el complemento perfecto para su atuendo. Nynaeve creía que nunca había visto a Aviendha sentada en una silla; la gente, desde luego, la había mirado extrañada en las dos posadas en que pernoctaron.

—Es de menta y zarzamora —añadió Birgitte al tiempo que volvía a llenar la taza dorada de delicada porcelana.

Birgitte, naturalmente, llevaba pantalones grises y una chaqueta corta. De vez en cuando se ponía un vestido; pero, teniendo en cuenta sus gustos, a Nynaeve le alegraba que lo hiciera sólo de tarde en tarde. Allí estaban las tres, arregladas primorosamente y preparadas, y nadie requería su compañía.

La jarra plateada brillaba con la condensación, y el té estaba frío y resultaba refrescante. Nynaeve admiró el rostro de Elayne, fresco y seco; en cuanto a ella, ya sentía el suyo húmedo de nuevo a pesar de la suave brisa.

—He de decir —murmuró— que esperaba otro recibimiento.

—¿De veras? —preguntó Elayne—. ¿Después del modo en que Vandene y Adeleas nos han tratado?

—Está bien —suspiró Nynaeve—. Entonces, confiaba en recibir otro trato. Por fin soy Aes Sedai, una verdadera Aes Sedai, y nadie parece creerlo. Realmente esperaba que al dejar

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