los forasteros. Había dos caravanas de mercaderes de Amadicia en El Cuchillo de Esponsales, pero los mercaderes habían comido en sus habitaciones y los carreteros no se habían movido de los vehículos. Elayne, Nynaeve y las demás mujeres también estaban en el piso de arriba.
—Las mujeres son… diferentes —dijo Nalesean, riendo, en respuesta a Juilin, aunque sus palabras iban dirigidas a Mat. Por lo general no se mostraba tan estirado con los plebeyos, pero Juilin era además teariano y eso, al parecer, marcaba una diferencia, sobre todo considerando que Juilin tenía por norma mirarlo de hito en hito cuando hablaba con él—. Existe un dicho populachero en Tear: «Bajo la piel de una Aes Sedai se esconden diez mujeres». El vulgo es sabio en ocasiones, voto a tal.
—Al menos ninguna ha hecho nada, digamos, drástico —comentó Thom—. Aunque creo que faltó poco cuando a Elayne se le escapó que había hecho a Birgitte su primer Guardián.
—¿La cazadora? —exclamó Mat. Varios lugareños lo miraron duramente y el joven bajó la voz—. ¿También es Guardián? ¿Guardián de Elayne? —Desde luego, aquello explicaba unas cuantas cosas.
Thom y Juilin intercambiaron miradas por encima del borde de sus jarras.
—Le producirá una gran satisfacción saber que has deducido que era una cazadora del Cuerno —manifestó el juglar, que se limpió la espuma del bigote—. Pues sí, es Guardián, y buena agarrada se montó cuando lo supieron. Jaem empezó a tratarla enseguida como a una hermana pequeña, pero Vandene y Adeleas… —Soltó un borrascoso suspiro—. Ninguna estaba muy contenta de que Elayne hubiese elegido ya un Guardián; por lo visto la mayoría de las Aes Sedai tardan años antes de encontrar uno. Sobre todo no les hizo pizca de gracia que hubiese elegido a una mujer. Y su desagrado ha reforzado la actitud de Elayne.
—Al parecer no les gusta que se hagan cosas que nunca se han hecho —añadió Juilin.
—Una mujer Guardián —murmuró Nalesean—. Sabía que todo cambiaría con la llegada del Dragón Renacido, pero ¿una mujer Guardián?
Mat se encogió de hombros.
—Supongo que cumplirá bien su labor siempre y cuando sepa realmente disparar ese arco que lleva. ¿Se te ha ido por el otro lado? —le preguntó a Juilin, que se había atragantado con la cerveza y estaba tosiendo—. A mí dame un buen arco y déjate de espada. Una vara de combate sería mejor, pero me conformo con un arco. En fin, espero que no intente interponerse en mi camino cuando llegue el momento de que lleve a Elayne con Rand.
—Sabe dispararlo, sí. —Thom se inclinó sobre la mesa para palmear la espalda a Juilin—. Y creo que es buena, Mat.
Empero, si Nynaeve y las otras estaban pensando en tirarse de los pelos —y Mat no quería estar en quince kilómetros a la redonda de algo así, ni con cabeza de zorro ni sin ella—, a él no se lo dieron a entender. Por el contrario, presentaban un frente sólido; además, se repitieron las tentativas de encauzar sobre él, que empezaron mientras ensillaba a Puntos la mañana siguiente al primer intento. Por suerte, Mat estaba muy ocupado apartando a Nerim, quien pensaba que ensillar el caballo de Mat era trabajo de él, además de dar a entender que podía hacerlo mejor. La repentina sensación de frío duró sólo un momento, así que Mat no dio señal alguna que indicara que había notado nada. Ésa, decidió, sería su respuesta. Ni miradas intensas ni ojeadas furiosas ni acusaciones. Haría caso omiso de ellas, y que se cocieran en su propia salsa.
Tuvo ocasiones de sobra para no hacerles caso. El medallón de plata se puso helado otras dos veces antes de que llegaran a la calzada y después ocurrió varias veces más durante el transcurso del día y de la tarde, y de todos los días y las tardes a partir de entonces. En ocasiones surgía y desaparecía en dos segundos, y otras Mat estaba seguro de que duraba incluso hasta una hora. Ignoraba cuál de ellas era la responsable, claro está. O, más bien, casi nunca lo sabía. Una vez, cuando el calor había hecho que le saliera un sarpullido en la espalda y el pañuelo anudado al cuello parecía estar ahogándolo, sorprendió a Nynaeve mirándolo en el momento en que el medallón se puso frío. La expresión ceñuda de la mujer era tal que un granjero que pasaba por la calzada azuzó a su buey con un palo para que acelerara la marcha mientras miraba hacia atrás como si temiera que Nynaeve volviera los ojos hacia él y matara a su buey allí mismo, entre las lanzas del carro. Únicamente cuando Mat le devolvió una mirada igualmente ceñuda, Nynaeve dio tal respingo que por poco se cae de la yegua, y la sensación de frío desapareció. En cuanto a las otras, no tenía ni idea. A veces veía a dos o tres de ellas observándolo, incluida Aviendha, que seguía caminando y conduciendo por las riendas a su montura. Las demás, para cuando Mat posaba los ojos en ellas, ya estaban charlando entre sí o mirando hacia cualquier otra parte, ya fuera un águila que planeaba en el cielo despejado o un gran oso negro, erguido sobre las patas traseras, entre los árboles de una ladera empinada que se veía desde la calzada. Lo único bueno de ello era que Mat tenía la impresión de que Elayne no estaba nada contenta. Ignoraba la razón y tampoco le importaba. ¡Mira que pasar revista a sus hombres! ¡Felicitarlos, como quien da palmaditas en la cabeza a un niño bueno! Si fuera la clase de hombre que hacía una cosa así, le habría dado una buena patada en el trasero.
A decir verdad, sin embargo, Mat empezaba a sentirse más que contento consigo mismo. Fuera lo que fuera lo que estuviesen haciendo, no tenía ningún efecto en él que no pudiesen curar las friegas en el pecho con un ungüento de Nerim; éste le aseguró que no quedarían marcas de lo que parecía una congelación. Siguió sintiéndose muy ufano hasta la cuarta tarde. Acababa de dejar a Puntos en el establo de El Aro Sureño, una posada destartalada de dos pisos de ladrillos enjalbegados en un destartalado poblacho lleno de moscas llamado So Tehar, cuando algo blando lo golpeó entre los omóplatos. Con el olor a estiércol de caballo metido en las narices, Mat giró sobre sus talones dispuesto a comerse al mozo del establo o a uno de esos patanes de mirada huraña de So Tehar, sin necesidad de trocearlo antes con un cuchillo. No había ni mozo de establo ni patán; sólo estaba Adeleas, que garabateaba afanosamente en su libreta y asentía con la cabeza. Tenía las manos totalmente limpias; ni rastro de estiércol.
Mat entró en la posada y pidió un ponche a la posadera; después cambió de opinión e hizo que le sirviera un brandy. Éste resultó ser un líquido turbio que, según insistió la desgarbada mujer, estaba hecho con ciruelas, pero sabía como si con él pudiera limpiarse óxido de los metales. A Juilin le bastó con olisquearlo una vez y Thom ni siquiera hizo eso. Incluso Nalesean sólo dio un pequeño sorbo antes de pedir ponche, y eso que el teariano era de los que se bebían cualquier cosa. Mat perdió la cuenta de cuántas copitas de peltre vació; pero, fueran las que fuesen, hizo falta que Nerim y Lopin aunaran fuerzas para llevarlo a la cama. En realidad nunca se había permitido plantearse la posibilidad de que la cabeza de zorro tuviera limitaciones. Tenía pruebas más que suficientes de que frenaba el Saidar, pero si lo único que esas mujeres tenían que hacer era coger algo con el Poder y arrojárselo… «Es mejor que nada», se repitió una y otra vez, tendido en el colchón lleno de bultos y contemplando las sombras proyectadas por la luz de la luna sobre el techo. «Mucho mejor que nada.» Sin embargo, de haber sido capaz de sostenerse en pie sin ayuda, habría bajado de nuevo a pedir más brandy.
Y por ello estaba de un humor de perros, con la lengua como si la tuviera cubierta de plumas, tambores resonando dentro de su cabeza y todo él chorreando sudor por el implacable sol, cuando, al quinto día, la calzada remontó una cuesta desde donde se divisaba Ebou Dar al fondo, extendiéndose a ambas orillas del anchuroso río Eldar, y una gran bahía llena de barcos más allá.
Su primera impresión de la urbe fue el color blanco: edificios blancos, palacios blancos, torres blancas, cúpulas blancas; estas últimas, de formas puntiagudas como nabos o peras, a menudo mostraban bandas carmesí o azules o doradas, pero, en conjunto, la urbe era blanca y reflejaba la luz del sol de un modo que casi hacía daño a los ojos. Las puertas en las que terminaba la calzada conducían a un gran arco de medio punto encastrado en una muralla enjalbegada, tan gruesa que el caballo de Mat dio diez pasos bajo su sombra antes de emerger de nuevo al sol. Parecía una ciudad de plazas, canales y puentes; las plazas eran muy grandes, con fuentes o estatuas en el centro, y estaban abarrotadas de gente; había canales anchos y estrechos por los que se desplazaban chalanas que los barqueros impelían con pértigas; los puentes eran de todos los tamaños, algunos bajos, otros que se elevaban en un alto arco, otros lo bastante amplios para que a sus lados hubiera hileras de tiendas. Palacios con grandes pórticos de columnas se alzaban al lado de comercios en los que se exhibían alfombras y telas; casas de cuatro pisos, con amplios ventanales en arco que quedaban ocultos tras postigos de lamas, compartían calle con establos, talleres de cuchilleros y pescaderías.
Estando el grupo en una de las plazas, Vandene detuvo a su montura para conferenciar con Adeleas mientras Nynaeve las miraba con el entrecejo fruncido y Elayne las contemplaba tan fríamente que uno habría jurado ver carámbanos colgando de su nariz y su barbilla. A instancias de la heredera del trono, Aviendha había montado a lomos de su desgarbado caballo pardo para entrar en la ciudad, pero ahora la Aiel volvió a desmontar con la misma torpeza con que había subido antes a la silla. Mostraba tanta curiosidad como Olver, que tenía los ojos abiertos de par en par desde el primer momento en que divisó la ciudad a lo lejos. Birgitte parecía empeñada en ir pegada a Elayne del mismo modo que Jaem hacía con Vandene.
Mat aprovechó la ocasión para abanicarse con el sombrero y echar una ojeada en derredor.
El palacio más grande que había visto hasta el momento ocupaba todo un lado de la plaza cuadrada, todo él cúpulas y afiladas torres y columnatas a tres o cuatro pisos de altura sobre el suelo. En los otros tres lados de la plaza se mezclaban caserones con posadas y comercios, cada uno de ellos tan blanco como los que lo flanqueaban. Una estatua de mujer con vestiduras ondeantes, más alta que un Ogier, se alzaba sobre un pedestal aun más alto en el centro de la plaza, con un brazo levantado para señalar al sur, hacia el mar. Sólo un puñado de personas deambulaba por las pálidas piedras del pavimento, lo que no era de extrañar con tanto calor. Unos pocos tomaban su comida en la grada inferior del pedestal, y las palomas y las gaviotas se apiñaban a su alrededor para disputarse las migajas. Era una