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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 196
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ocurriese siquiera la idea de volver la vista hacia la lumbre de las Aes Sedai. Allí estaban todas en fila, incluida Aviendha, a lo largo de la invisible línea divisoria. Elayne murmuró algo que Mat no alcanzó a oír y las dos Aes Sedai de pelo blanco asintieron; Adeleas mojó la pluma en un tintero que llevaba en una especie de funda colgada del cinturón y tomó notas apresuradamente en una libreta. Nynaeve se propinaba tirones de la trenza y mascullaba entre dientes.

La sensación de frío duró unos cuantos segundos más y luego desapareció. Las mujeres volvieron a la lumbre hablando quedamente entre ellas. De vez en cuando, alguna echaba una ojeada en su dirección, hasta que finalmente Mat se acostó.

El segundo día salieron a una calzada, y Jaem guardó su capa de colores cambiantes. Era una ancha vía de tierra apelmazada en la que, de vez en cuando, aparecía un trozo de viejo pavimento, pero el ir por ella no aceleró gran cosa la marcha del viaje. Para empezar, trazaba un amplio rodeo a través del bosque en el que las elevaciones eran cada vez más numerosas. Algunas de aquellas elevaciones merecían como mínimo el nombre de pequeñas montañas; eran formaciones abruptas, con riscos escarpados y agujas pétreas que asomaban entre los árboles. Por si esto fuera poco, había un constante fluir de gente en una y otra dirección; en su mayoría eran grupos de personas con los rostros carentes de expresión que apenas parecían tener suficiente capacidad de reacción para quitarse del camino de una carreta de granjero tirada por bueyes o, peor aún, de una caravana de mercaderes con sus carros de techos de lona y tiradas por troncos de seis u ocho caballos. En las laderas de las colinas se veían granjas y graneros de piedra clara y a la mitad del tercer día de marcha divisaron el primer pueblo de edificios enjalbegados, con techos planos de tejas rojizas.

No obstante, los pequeños inconvenientes no faltaban. Elayne continuó con sus inspecciones diarias al final del día y cuando Mat le dijo sarcásticamente que le alegraba que estuviera satisfecha, la segunda noche que acampaban junto a la calzada, la joven esbozó una de aquellas intencionadas sonrisas regias y respondió:

—Deberías hacerlo, maese Cauthon.

¡Y lo manifestó como si dijera en serio cada palabra!

Una vez que empezaron a hacer noche en posadas, Elayne inspeccionaba los caballos y los petates de los soldados instalados en los sobrados de los establos. Pedirle que no lo hiciera tuvo por toda respuesta un frío enarcar de ceja y ninguna contestación. Exigir que dejara de hacerlo ni siquiera mereció el arquear de ceja; simplemente lo pasó por alto, como si no él estuviese. Además le ordenaba encargarse de cosas que Mat ya había decidido hacer, como mandar revisar las herraduras de los caballos en la primera posada que encontraron que tenía herrero, y, lo más irritante, cosas de las que él se habría ocupado si las hubiese sabido antes que ella. Mat no se explicaba cómo demonios había descubierto que Tad Kandel intentaba disimular que tenía un forúnculo en el trasero; o que Lawdrin Mendair escondía no menos de cinco frascos de brandy en sus alforjas. El término «irritado» no describía ni de lejos cómo se sentía cuando se ocupaba de algo después de que ella le mandara que lo hiciese, pero hubo que sajar el forúnculo de Kandel —algunos de la Compañía habían adoptado la misma actitud de Mat hacia la Curación— y vaciar el brandy de Mendair y una docena de cosas más.

Mat casi rezaba para que Elayne le dijese que hiciera algo que no fuera necesario, aunque sólo fuese una vez, para así poder decirle que no. ¡Manifiesta y rotundamente no! Pedirle de nuevo el ter’angreal habría sido perfecto, pero ella no volvió a mencionarlo. Mat les explicó a los soldados que no tenían que obedecer las órdenes de la joven y, de hecho, en ninguna ocasión sorprendió a alguno haciéndolo, pero empezaron a sonreír con aire complacido ante sus cumplidos sobre lo bien que cuidaban de sus caballos y sacaban pecho cuando les decía que le parecían unos buenos soldados. El día que Mat vio a Vanin llevándose la mano a la sien en un saludo y murmurando «gracias, milady» sin el menor atisbo de ironía, por poco se traga la lengua.

Trató de ser amable, pero ninguna de las mujeres se ablandó, ni siquiera Elayne. Aviendha le dijo que no tenía honor —¡nada menos!— y que si era incapaz de demostrar más respeto hacia Elayne ella misma se ocuparía de enseñarle a tener más educación. ¡Aviendha! ¡La mujer de la que él todavía sospechaba que esperaba la ocasión para cortarle el cuello a Elayne! ¡Y llamó a Elayne su medio hermana! Vandene y Adeleas lo miraban como si fuera un insecto raro pinchado en un tablero. Se ofreció a practicar tiro con arco con la cazadora, ya fuera por diversión o jugándose dinero —el arco que llevaba la mujer debía de haber desbocado su imaginación, ya que su nombre como cazadora era Birgitte— pero ella se limitó a lanzarle una mirada rara y a declinar su ofrecimiento. De hecho, se mantuvo alejada de él después de aquello. Casi siempre estaba pegada a Elayne como un abrojo a la ropa, salvo cuando la heredera del trono venía a hablar con él. Y en cuanto a Nynaeve…

Todo el camino desde Salidar lo había estado evitando como si apestara. La tercera noche de viaje, en la primera posada, un lugar pequeño llamado El Cuchillo de Esponsales, Mat la vio en el establo techado con tejas, dándole una zanahoria arrugada a su rechoncha yegua y decidió que, aunque algo no fuera del todo bien, al menos podría hablar con ella sobre Bode. Que la hermana de uno saliera de casa para convertirse en Aes Sedai no era cosa que pasara todos los días y la antigua Zahorí sabría a qué tendría que enfrentarse Bode.

—Nynaeve —empezó, acercándose a ella—, quiero hablar contigo de…

No consiguió llegar más lejos. La mujer prácticamente saltó en el aire y sacudió un puño en su dirección, aunque de inmediato lo ocultó en los pliegues de la falda.

—Déjame en paz, Mat Cauthon —espetó, casi chillando—. ¿Me has oído? ¡Déjame en paz!

Y salió corriendo; pasó a su lado tan encrespada que Mat esperó ver que la coleta se le erizaba como la cola de un gato. Después de ese episodio, su actitud hacia él ya no fue sólo como si oliese mal, sino como si tuviese una enfermedad contagiosa, además de repugnante. Por el mero hecho de hacer intención de aproximarse a ella, la mujer se escudaba detrás de Elayne y le asestaba una mirada feroz por encima del hombro de la joven, y por su expresión habríase dicho que le iba a sacar la lengua en cualquier momento. Las mujeres estaban completamente locas, ésa era la explicación.

Por lo menos Thom y Juilin cabalgaban de buen grado junto a él a lo largo del día, siempre y cuando Elayne no requiriese su atención. La joven lo hacía a veces, sólo por alejarlos de él, estaba convencido, aunque no tenía ni la más remota idea del porqué. Una vez que encontraron posadas en el camino, los dos hombres se mostraron más que dispuestos a compartir una jarra de cerveza o un ponche con Mat y Nalesean por la noche. Eran salas comunes rurales, con paredes de ladrillos y muy tranquilas, donde contemplar al gato de la casa era el principal entretenimiento y a los parroquianos los atendía la posadera en persona, quien por lo general tenía unas caderas tales que si algún hombre hubiera tratado de darles un pellizco seguramente se habría roto los dedos. La conversación versaba generalmente sobre Ebou Dar, de la que Thom sabía bastantes cosas a pesar de no haber estado nunca en ella. Nalesean se mostraba más que dispuesto a contar su visita allí todas las veces que se lo pidieran, bien que le gustaba centrar su relato en los duelos que había presenciado y en las apuestas en carreras de caballos. Juilin contribuía con lo que le habían contado hombres que conocían a otros hombres que habían estado allí, y que tenía pocos visos de realidad hasta que Thom o Nalesean confirmaban tales historias. En Ebou Dar los hombres se batían en duelo por las mujeres, y las mujeres por los hombres, y en ambos casos el premio —ése era el término utilizado— accedía a irse con el vencedor. Los hombres regalaban un cuchillo a las mujeres cuando se casaban, y el esposo le pedía a ella que lo usara para matarlo si la contrariaba. ¡Si la contrariaba! El que una mujer matara a un hombre se consideraba justificado a menos que se demostrara lo contrario. En Ebou Dar, eran las mujeres las que llevaban la voz cantante y los varones respondían con una sonrisa forzada al desplante que, de haber venido de otro hombre, habría hecho a éste merecedor de la muerte. A Elayne le encantaría. Y también a Nynaeve.

En aquellas conversaciones salió a relucir algo más. Mat no había logrado imaginar la razón del desagrado de Nynaeve y Elayne por Vandene y Adeleas, aunque las dos mujeres jóvenes procuraban disimularlo. Aparentemente Nynaeve se contentaba con lanzar miradas furibundas y mascullar entre dientes. Elayne no hacía nada de eso, pero sí que intentaba constantemente ponerse al mando; parecía creer que ya era la reina de Andor. Fueran los años que fueran los que aquellos rostros de Aes Sedai ocultaban, Vandene y Adeleas tenían que ser lo bastante mayores para ser las madres, si no las abuelas, de las dos mujeres jóvenes. A Mat no le habría sorprendido descubrir que ya eran Aes Sedai cuando Nynaeve y Elayne nacieron. Ni siquiera Thom se explicaba la tensión reinante entre ellas, y eso que él daba la impresión de saber un montón de cosas para ser un simple juglar. Elayne lo había dejado con un palmo de narices, diciéndole que él no entendía ni podía entenderlo, cuando Thom trató de reconvenirla con delicadeza. Por lo visto las dos Aes Sedai mayores eran increíblemente tolerantes. Adeleas no parecía advertir casi nunca el hecho de que Elayne diese órdenes, y tanto ella como Vandene se mostraban sorprendidas cuando sí se daban cuenta.

—Vandene le dijo: «Bien, si realmente lo deseas, pequeña, pues claro que lo haremos» —masculló Juilin, que relataba el incidente—. Cualquiera pensaría que alguien que era simplemente una Aceptada hasta hace dos días estaría complacida con eso, pero los ojos de Elayne me recordaron una tormenta invernal. Nynaeve rechinaba los dientes tan fuerte que creí que se los iba a romper.

Se encontraban en la sala común de El Cuchillo de Esponsales. Vanin, Harnan y otros ocupaban los bancos en otras mesas, junto con algunos lugareños. Los hombres vestían chalecos largos, algunos de colores tan chillones que nada tendrían que envidiar a las ropas de los gitanos, y a menudo sin llevar camisa debajo; las mujeres, vestidos de escotes bajos a pico, con las faldas recogidas hasta las rodillas por un lado para enseñar enaguas de tonalidades lo bastante fuertes para hacer parecer desvaídos los chalecos de sus hombres. Muchos varones y todas las mujeres lucían grandes pendientes de aro y en las manos, generalmente, tres o cuatro anillos con relucientes cristales de colores. Tanto ellos como ellas toqueteaban los cuchillos curvos que llevaban metidos en el cinturón y dirigían miradas sombrías a

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