riesgo de afrontar la ira de Merana por adentrarse allí sin antes pedir permiso a al’Thor, no lo habría hecho. ¡Oh, qué irritante resultaba tener que pedir permiso a un hombre! Lo único que quería era ver a Milam Harnder, segundo bibliotecario del Palacio Real y su informador durante casi treinta años.
La biblioteca del palacio de Caemlyn no podía compararse con la de la Torre Blanca o con la Biblioteca Real de Cairhien o la Biblioteca Terhana de Bandar Eban, pero tenía tantas posibilidades de acceder a una de ésas como de poder volar. Empero, si su mensaje le había llegado a Milam, éste habría empezado a buscarle los libros que quería. Era muy posible que la biblioteca de palacio guardara alguna información sobre los Sellos de la prisión del Oscuro, puede que incluso un registro de volúmenes catalogados, aunque tal cosa sería mucho esperar. En su mayoría, las bibliotecas tenían tomos amontonados en cualquier sitio y que deberían haber sido registrados mucho tiempo atrás pero que, de algún modo, habían quedado arrinconados durante cien o quinientos e incluso a veces más años. Casi todas las bibliotecas poseían tesoros cuya existencia los bibliotecarios ni siquiera sospechaban.
Aguardó con impaciencia mientras la multitud pasaba a su lado, atenta únicamente a las personas que salían por la puerta, pero no vislumbró la calva cabeza y la cara redonda de Milam. Transcurrido un buen rato, suspiró; obviamente su informador no había recibido el mensaje porque, de haber sido así, habría acudido a la cita poniendo cualquier excusa para ausentarse. Así las cosas, no le iba a quedar más remedio que esperar a que llegase su turno de acompañar a Merana al palacio y confiar en que el joven al’Thor le diera permiso —¡otra vez lo del permiso!— para buscar en la biblioteca.
Cuando daba la espalda a la puerta de la muralla, la casualidad quiso que sus ojos se encontraran con los de un tipo alto, de rostro descarnado y vestido con un chaleco de carretero, que la miraba con descarada admiración. Y cuando sus miradas se encontraron ¡le guiñó un ojo!
No estaba dispuesta a aguantar algo así todo el camino de vuelta; lo despistaría. «Realmente he de acordarme de encargar algún vestido sencillo», pensó mientras se preguntaba por qué no lo había hecho nunca. Por suerte ya había estado en Caemlyn antes, hacía unos años, y Stevan estaba aguardándola en La Corona de Rosas; su vínculo la guiaría hasta allí si se desorientaba. Se metió furtivamente en un estrecho pasaje que había entre la tienda de un cuchillero y una taberna.
La última vez que había visitado Caemlyn los angostos callejones estaban embarrados pero, aun encontrándose ahora secos, cuanto más penetraba en éste, más desagradable era el olor. Las paredes eran lisas, sin ventanas, y en contados casos con portezuelas muy estrechas que tenían el aspecto de no haberse abierto en mucho tiempo. Gatos escuálidos la observaban desde lo alto de barriles y muros traseros, y perros vagabundos, con las costillas muy marcadas, echaban las orejas hacia atrás e incluso en algunos casos le gruñían antes de correr a esconderse en una travesía, o corredera, como llamaban en Caemlyn a los callejones. No le preocupaba que la arañasen o mordieran; parecía como si los gatos percibiesen algo con las Aes Sedai; Demira no sabía de ningún caso de una Aes Sedai que hubiese sido arañada ni siquiera por el gato más salvaje. Los perros se mostraban hostiles, cierto, casi como si creyeran que las Aes Sedai eran gatos, pero por lo general se escabullían después de hacer una pequeña exhibición.
Había muchos más gatos y perros en las correderas de lo que Demira recordaba, aunque más escuálidos, y bastantes menos personas. De hecho no vio a nadie hasta que, al doblar una esquina, se encontró con cinco o seis Aiel que venían en dirección opuesta, riendo y charlando entre ellos. Parecieron sobresaltarse al verla.
—Perdón, Aes Sedai —farfulló uno de ellos, y todos se apartaron pegándose a un lado del pasaje a pesar de que había sitio de sobra.
Preguntándose si serían los mismos que la habían estado siguiendo —uno de aquellos rostros le resultaba familiar, el de un tipo achaparrado, con ojos malvados— Demira respondió con una leve inclinación de cabeza y dio las gracias en un susurro mientras empezaba a pasar a su lado.
La lanza que se clavó en su costado fue una impresión tal que ni siquiera gritó. Buscó contacto con el Saidar frenéticamente, pero algo más le atravesó el costado y se desplomó en el suelo. Aquel rostro medio recordado se acercó al suyo, con una expresión burlona en los negros ojos, al tiempo que gruñía algo que no entendió mientras intentaba tocar el Saidar, mientras trataba de… La oscuridad se cerró sobre ella.
Cuando Perrin y Faile salieron finalmente de la interminable reunión con los padres de ella, aquella extraña criada, Sulin, los estaba aguardando en el pasillo. Perrin estaba sudando a mares, hasta el punto de tener manchas oscuras en la chaqueta; se sentía como si hubiese corrido quince kilómetros mientras lo aporreaban a cada zancada. Faile, por su parte, se mostraba radiante, guapísima y tan enorgullecida como cuando había llevado a los hombres de Colina del Vigía justo en el momento en que los trollocs estaban a punto de invadir Campo de Emond. Sulin les hacía una reverencia cada vez que la miraban, y de un modo tan exagerado que en cada ocasión estaba a punto de irse de bruces al suelo; su curtida cara, cruzada por una cicatriz, mostraba una sonrisa obsequiosa en un gesto tan forzado que daba la impresión de que el rostro se le haría añicos con que respirara un poco más fuerte. Cuando pasaban ante Doncellas éstas movían las manos rápidamente con el lenguaje de señas, y Sulin también les hacía reverencias, aunque rechinando los dientes con fuerza suficiente para que Perrin lo oyera claramente. Hasta Faile empezó a observarla con prevención.
Una vez que la mujer los hubo conducido a sus aposentos, compuestos por una sala de estar y un dormitorio en el que había un lecho con dosel lo bastante grande para diez personas, así como un balcón que daba a un patio con una fuente, Sulin insistió en explicarles o mostrarles todo, hasta lo que era evidente. Les explicó que sus caballos estaban instalados en los establos y se los había almohazado. Habían sacado el equipaje de sus alforjas y lo habían guardado en el armario, junto con el cinturón del hacha de Perrin, si bien la mayoría del escaso contenido se hallaba colocado pulcramente en los cajones de una cómoda; el hacha de Perrin estaba apoyada contra el hogar de mármol gris, como si fuera para trocear leña. Había dos jarras de plata, la superficie cubierta de gotitas condensadas; una de ellas contenía té frío aromatizado con menta y la otra, ponche de ciruelas. La mujer señaló dos espejos con marco dorado, colgados en la pared; otro sobre una mesa en la que también descansaban el peine y el cepillo de marfil de Faile; y uno enorme de cuerpo entero con los soportes de madera tallada que no habría pasado inadvertido ni a un ciego.
Mientras Sulin seguía explicando que se había traído agua para bañarse en las tinas de cobre, Perrin le puso una corona de oro en la callosa palma de la mano.
—Gracias —le dijo—, pero si eres tan amable de dejarnos a solas…
Por un momento creyó que la mujer iba a arrojarle a la cara la pesada moneda, pero en lugar de eso volvió a hacer una torpe reverencia y se marchó dando un portazo.
—Supongo que la persona encargada de enseñar a la servidumbre no realiza bien su trabajo —comentó Faile—. Eso estuvo muy bien, por cierto. Con educación pero mostrando firmeza. Ojalá actuaras igual con nuestros sirvientes. —Se volvió de espaldas a él y pidió en un susurro—: ¿Me desabrochas, por favor?
Perrin se sentía siempre muy torpe al hacerlo y tenía la sensación de que sus dedos eran demasiado gruesos para aquellos pequeños botones y que iba a arrancarlos o a romperle el vestido. Por otro lado, disfrutaba mucho desnudando a su esposa. Por lo general Faile hacía que una criada la ayudara en esos menesteres; Perrin estaba convencido de que lo hacía porque se perdían muchos botones.
—¿Hablabas en serio cuando le dijiste todas esas tonterías a tu madre? —preguntó.
—¿Acaso no es verdad, esposo mío, que me has domado y me has enseñado a posarme en tu muñeca cuando me llamas? —respondió ella sin mirarlo—. ¿Es que no corro a complacerte? ¿No obedezco hasta tu menor gesto?
Olía a estar divertida y, desde luego, su tono lo era. Lo único es que parecía estar hablando en serio, igual que cuando le había dicho a su madre prácticamente lo mismo, con la cabeza alta y mostrándose tan orgullosa como era posible. Las mujeres eran raras y no había más explicación. ¡Y su madre…! ¡Por no hablar de su padre!
Tal vez lo mejor sería cambiar de tema. ¿Qué era aquello que había dicho Bashere?
—Faile, ¿qué es una corona rota? —Estaba seguro de que ésas habían sido sus palabras.
Su mujer hizo un ruido de irritación y de repente empezó a desprender olor que denotaba que estaba disgustada.
—Rand se ha ido de palacio, Perrin.
—¿Y qué? —Se agachó para ver más de cerca uno de los minúsculos botones de nácar; frunció el entrecejo a su espalda—. ¿Cómo lo sabes?
—Por las Doncellas. Bain y Chiad me han enseñado un poco de ese lenguaje de señas. Que no se te escape una palabra, Perrin. Por el modo en que esas dos actuaron cuando se enteraron de que aquí había Aiel, creo que tal vez no deberían haberlo hecho. Además, podría ser conveniente entender lo que las Doncellas se dicen sin que ellas lo sepan. Parecen que están a partir un piñón con Rand. —Se giró para lanzarle una mirada pícara y le acarició la barba—. Esas primeras Doncellas que vimos en la entrada pensaban que tenías unos buenos hombros, pero no tenían muy buena opinión de esto. Las Aiel no saben reconocer una buena barba cuando la ven.
Perrin sacudió la cabeza y esperó a que ella se volviera de nuevo de espaldas para guardarse en un bolsillo el botoncito que había arrancado sin querer cuando ella se giró hacia él. A lo mejor no se daba cuenta; él había llevado la chaqueta sin un botón durante toda una semana y no lo advirtió hasta que Faile se lo hizo notar. En lo referente a las barbas, por lo que Gaul había dicho, los Aiel siempre se afeitaban; Bain y Chiad habían encontrado un motivo de raras chanzas con la suya. Había pensado más de una vez afeitársela con este calor, pero a Faile le gustaba.
—¿Y qué pasa con Rand? ¿Por qué tendría que importar que se haya ido de palacio?
—Porque tú deberías saber qué está haciendo a tu espalda. Obviamente ignorabas que se iba. Recuerda que es el Dragón Renacido. Eso es muy parecido a ser rey, un rey de reyes, y los monarcas utilizan a veces incluso a sus amigos, ya sea por casualidad o a propósito.
—Rand no haría algo así. ¿Qué es lo que estás sugiriendo, en cualquier caso? ¿Que lo espíe?
Lo dijo en broma, pero ella respondió:
—Tú personalmente no, amor mío. Espiar es trabajo de la esposa.
—¡Faile! —Se irguió tan bruscamente que por poco no arranca otro botón; la cogió por los hombros y la giró