se aseaba y charlar como si aquello fuera de lo más normal. Ahora la joven hizo una pausa sólo para servirse una copa de ponche antes de sentarse en su regazo. Una fina película de transpiración brillaba en su cara. Ni siquiera había intentado aprender cómo hacer caso omiso del calor; en lugar de ello había comentado entre risas que no era Aes Sedai ni tenía pensado serlo. Por lo visto, Rand se había convertido en su asiento preferido durante estas visitas, pero él estaba convencido de que si se limitaba a no darse por aludido, antes o después la joven dejaría este jueguecito. Ésa era la razón de que hubiese procurado esconderse lo mejor posible bajo el agua de la bañera en lugar de vendarle los ojos con Aire. Si descubría que lo afectaba ya no dejaría la dichosa broma. Además, aunque le avergonzaba admitirlo tratándose de Min, tener a una chica sentada en las rodillas resultaba muy placentero. No era de piedra.
—¿Tuviste una charla agradable con Faile?
—No duró mucho. Su padre vino a buscarla y estaba demasiado ocupada rodeándole el cuello con los brazos para acordarse de mí. Estuve dando un paseo.
—¿No te cae bien? —preguntó y los ojos de Min se abrieron de par en par, de manera que las pestañas los hicieron parecer aun más grandes. Las mujeres nunca esperaban que un hombre advirtiera o se percatara de algo de lo que ellas no querían que se diera cuenta.
—No es que no me guste exactamente —contestó, aunque a regañadientes—. Sólo que… En fin, que quiere lo que quiere cuando quiere y no aceptará un «no» como respuesta. Compadezco al pobre Perrin, casado con ella. ¿Sabes lo que quería de mí? Asegurarse de que no tenía ningún plan respecto a su precioso marido. Puede que no te hayas dado cuenta, porque los hombres nunca se fijan en esas cosas…
Enmudeció y alzó la vista hacia él con desconfianza, observándolo tras aquellas largas pestañas. Rand había demostrado que sí advertía algunas cosas, después de todo. Una vez que se convenció de que él no pensaba echarse a reír ni sacar a relucir ese tema, continuó:
—Con sólo mirarlo una vez comprendí que el muy tonto está loco por ella. Y ella está loca por él, si es que le sirve de algo tal cosa. Dudo que ni siquiera haya mirado con interés a ninguna otra mujer, pero ella no se fía, sobre todo si la otra mujer lo mira a él. Perrin ha encontrado a su halcón y no me sorprendería que ella lo matara cuando aparezca el azor. —Calló de golpe y miró de reojo a Rand antes de beber un trago de vino, como queriendo esconder la cara en la copa.
Si le preguntaba qué había querido decir, ella le respondería. Rand recordaba haberle oído manifestar que no le contaría nada de sus visiones a menos que le concernieran; pero, si era así, había cambiado de opinión por alguna razón. Ahora estaba dispuesta a buscar imágenes en cualquier persona que él le indicara y a contarle todo cuanto viera. Empero, hacer tal cosa la incomodaba.
«¡Cállate! —le gritó a Lews Therin, que había reanudado su runrún—. ¡Vete! ¡Estás muerto!» No surtió efecto; era algo que últimamente ocurría con frecuencia. Aquella voz continuó mascullando algo sobre ser traicionado por amigos o quizá sobre traicionarlos a ellos.
—¿Has visto algo que me concierna? —preguntó.
Con una sonrisa agradecida, Min se acurrucó amigablemente contra su pecho —bueno, probablemente su gesto era amistoso; aunque a lo mejor no lo era— y empezó a hablar entre sorbo y sorbo de ponche:
—Cuando estabais juntos vi esas luciérnagas y la oscuridad más fuerte que nunca. Mmmm, me gusta el ponche de melón. Pero cuando os encontrabais juntos en la misma habitación las luciérnagas aguantaban en lugar de ser devoradas con mayor rapidez de lo que podían apiñarse en un enjambre, como ocurre cuando te encuentras solo. Y vi algo más cuando estabais juntos: dos veces él va a tener que estar allí o tú… —Bajó la vista a la copa para que él no le viera la cara—. Si no está, algo malo va a pasarte. —Habló con un hilo de voz y parecía asustada—. Algo muy malo.
Por mucho que Rand deseara saber más, como cuándo, dónde y qué, sin duda la joven ya le había dicho cuanto sabía.
—Entonces, tendré que mantenerlo cerca de mí —comentó con el tono más animoso de que fue capaz. No le gustaba que Min estuviera asustada.
—Ignoro si eso será suficiente —farfulló al haberse llevado la copa a los labios—. Ocurrirá si él no está allí, pero nada de lo que he visto confirma que no ocurrirá porque esté. Será muy malo, Rand. Sólo con pensar en esa visión me…
Él la cogió de la barbilla y la obligó a levantar la cara. Se sorprendió al ver sus ojos rebosantes de lágrimas.
—Min, no sabía que estas visiones podían hacerte sufrir —musitó suavemente—. Lo lamento.
—¡Qué vas tú a saber, palurdo! —rezongó. Sacó un pañuelo rematado con puntillas y se enjugó los ojos—. Me había entrado polvo. Por lo visto no haces que Sulin limpie aquí dentro lo bastante a menudo. —El pañuelo desapareció bajo la manga con un floreo—. He de regresar a La Corona de Rosas. Sólo quería decirte lo que había visto sobre Perrin.
—Min, ten cuidado. Tal vez no deberías venir tan a menudo. No creo que Merana sea indulgente contigo si descubre lo que estás haciendo.
La sonrisa que esbozó le hizo recordar a la Min de antaño, y sus ojos traslucían una expresión divertida aunque todavía brillaban por las lágrimas.
—Deja que sea yo quien se preocupe por mi seguridad, pastor. Creen que estoy pasmada visitando Caemlyn como cualquier bobalicona palurda. Si no viniese a diario, ¿cómo ibas a saber que se están reuniendo con los nobles? —Aquello lo había descubierto por casualidad el día anterior en su camino a palacio. Merana apareció fugazmente en la ventana de un palacete que, según las indagaciones de Min, pertenecía a lord Pelivar. Era tan poco probable que Pelivar y su invitada fueran los únicos que se habían reunido como que Merana hubiese acudido allí para limpiarle el sumidero.
—Ten cuidado —insistió firmemente—. No quiero que te ocurra nada, Min.
Ella lo estudió unos instantes en silencio y después se incorporó lo suficiente para besarlo suavemente en los labios. En fin, había sido un ligero beso, pero esto se había convertido en un ritual diario cuando la joven se marchaba, y Rand tenía la sensación de que quizás esos besos iban haciéndose menos leves de un día para otro. A despecho de habérselo prometido a sí mismo, no pudo menos de decir:
—Preferiría que no hicieses eso. —Dejarla sentarse en sus rodillas era una cosa, pero lo de besarlo era llevar la broma demasiado lejos.
—Todavía no hay lágrimas de pesar y arrepentimiento en tus ojos, chico de campo —replicó, sonriente—. Ni balbuceos pidiendo perdón.
Le revolvió el pelo como si fuera un crío de diez años y se dirigió a la puerta, moviéndose con un grácil contoneo que tal vez no provocaba lágrimas ni balbuceos, pero que sí atraía sus ojos como un imán por mucho que él se empeñara en no mirarla. Sus ojos se desplazaron rápidamente al rostro de la joven cuando ésta se dio media vuelta.
—Caramba, pastor, tienes la cara ardiendo. Creía que el calor ya no te afectaba. Bueno, no tiene importancia. Sólo quería decirte que tendré cuidado. Hasta mañana. Y asegúrate de ponerte calcetines limpios.
Rand soltó la respiración contenida una vez que la puerta se hubo cerrado tras ella. ¿Calcetines limpios? ¡Se los cambiaba a diario! Sólo había dos opciones: podía seguir fingiendo que sus bromas no surtían efecto en él hasta que se diese por vencida o podía claudicar y resignarse a balbucir. O incluso a suplicar; a lo mejor dejaba de chincharlo si se lo suplicaba; claro que entonces tendría algo con lo que tomarle el pelo, y a Min le encantaba hacer eso. La otra opción que quedaba —acortar el tiempo que pasaban juntos y mostrarse frío y distante— estaba descartada. Era una amiga; no podía ser frío con ella como no podría serlo con… Los nombres que le vinieron a la cabeza fueron Aviendha y Elayne, y no encajaban en la situación. Como no podría serlo con Mat o Perrin. Lo único que aún no entendía era por qué se sentía tan a gusto con ella. No debería, pinchándolo como lo pinchaba, pero así era.
Los rezongos de Lews Therin habían cobrado fuerza desde el momento en que se mencionó a las Aes Sedai y ahora manifestó con toda claridad:
«Si están conspirando con los nobles tendré que hacer algo respecto a ellas.»
«Vete», ordenó Rand.
«Nueve son demasiado peligrosas, incluso estando poco adiestradas. Demasiado peligrosas. No puedo permitírselo. No. Oh, no.»
«¡Vete, Lews Therin!»
«¡No estoy muerto! —aulló la voz—. ¡Merezco morir, pero estoy vivo! ¡Vivo! ¡Vivo!»
«¡Estás muerto! —replicó a gritos Rand, dentro de su cabeza—. ¡Estás muerto, Lews Therin!»
La voz se fue desvaneciendo en la distancia, todavía gritando «¡Vivo!» cuando dejó de oírse.
Tembloroso, Rand se puso de pie, llenó su copa de nuevo, y apuró el ponche en un solo trago. El sudor le resbalaba por la cara y tenía la camisa pegada al cuerpo. Encontrar otra vez la concentración necesaria exigió todo un esfuerzo. Lews Therin se volvía más y más persistente. Una cosa era segura: si Merana estaba conspirando con los nobles, en especial aquellos dispuestos a declararse en rebelión si no conseguía traer a Elayne lo bastante pronto para complacerlos, entonces tendría que tomar cartas en el asunto. Por desgracia, no se le ocurría cómo.
«Matarlas —susurró Lews Therin—. Nueve son demasiado peligrosas, pero si mato algunas, si las hago huir… Matarlas… Hacer que me tengan miedo… No moriré otra vez… Merezco la muerte, pero deseo vivir…» Empezó a llorar, pero sus quedas divagaciones no cesaron.
Rand llenó de nuevo su copa y trató de no oírlo.
Cuando la puerta de Origan, en la Ciudad Interior, apareció a la vista, Demira Eriff aminoró el paso. Varios hombres entre el gentío que abarrotaba la calle la miraron encandilados mientras pasaban junto a ella y, quizá por enésima vez, tomó nota mentalmente de dejar de llevar vestidos de su país de origen, Arad Doman; y también por enésima vez lo olvidó de inmediato. Los vestidos apenas tenían importancia —se había hecho confeccionar los mismos seis modelos durante años— y si un hombre que no se daba cuenta de que era Aes Sedai se volvía demasiado imprudente, no tenía más que dejarle claro con quién se estaba propasando. Con eso bastaba para quitárselo de encima con sorprendente rapidez; tan deprisa, generalmente, como el tipo era capaz de correr.
En ese momento, lo único que le interesaba era la puerta de Origan, un enorme arco de mármol blanco en la luminosa muralla del mismo color, y el río de gente y vehículos que pasaban por él, bajo la vigilante mirada de una docena de Aiel; Demira sospechaba que su actitud indolente era mera apariencia. Sin duda eran capaces de reconocer una Aes Sedai a simple vista. A veces lo hacía gente por demás sorprendente. Además, la estaban siguiendo desde que había salido de La Corona de Rosas; aquellas chaquetas y polainas hechas para fundirse con un paisaje de rocas y arbustos resaltaban en las calles de una ciudad. De modo que, aun en el caso de que hubiese querido entrar en la Ciudad Interior, aunque hubiese estado dispuesta a correr el