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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 188
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Dragón, dijeran lo que dijeran los rumores —algunos afirmaban que significaba que las Aes Sedai servían a Rand y otros que era Rand quien las servía a ellas— y se preguntó por qué razón su amigo no había ordenado poner el verdadero estandarte del Dragón. Rand. Todavía lo sentía tirando de él, el ta’veren más fuerte atrayendo al ta’veren menor. No le indicaba dónde se encontraba Rand; no era ese tipo de atracción. Había partido de Dos Ríos esperando dirigirse a Tear o sabía la Luz dónde y sólo el raudal constante de rumores e historias que fluían hacia el oeste a través de Andor lo había traído aquí. Muy inquietantes, algunos de esos rumores e historias. No, lo que sentía era más una necesidad imperiosa de estar cerca de Rand o quizá la sensación de que Rand tenía necesidad de él, como un hormigueo entre los omóplatos que no podía rascarse. Ahora faltaba poco para que cesara el picor y Perrin casi deseaba que no fuera así. Tenía un sueño, uno del que Faile se reiría siendo como era una persona aventurera. Soñaba con vivir en una pequeña casa con ella, en algún lugar del campo, lejos de las ciudades y de los conflictos. Siempre había conflictos alrededor de Rand. Pero Rand lo necesitaba, y él haría lo que tenía que hacer.

Ya dentro de un enorme patio rodeado de columnas y al que se asomaban balconadas de mármol y torres puntiagudas, Perrin echó el cinturón, cargado con el peso del hacha, sobre la silla de montar —era un alivio librarse de ella durante un rato— y un hombre y una mujer vestidos con ropajes blancos se llevaron a Brioso y a Golondrina. Con unas pocas palabras, Barada los dejó a Faile y a él a cargo de unos Aiel de ojos fríos, muchos de los cuales llevaban cintas escarlatas ceñidas a la frente, con un disco blanco y negro en el centro; los condujeron al interior de palacio y con menos palabras incluso que las utilizadas por el saldaenino los dejaron en manos de unas Doncellas cuyas miradas eran igualmente gélidas. Perrin no reconoció a ninguna de la Ciudadela y sus intentos de entablar conversación con ellas sólo tuvieron por respuesta expresiones impasibles. Sus manos se movieron rápidamente con el lenguaje de señas utilizado por las Doncellas, y una fue elegida para conducirlos a Faile y a él más dentro de palacio; era una mujer delgada, con cabello rubio rojizo, a la que Perrin le calculó más o menos la edad de Faile. Se llamaba Lerian, y eso fue lo único que dijo además de advertirles que no se separaran de ella. Ojalá Bain y Chiad estuvieran allí; un rostro familiar habría sido agradable. Faile se deslizaba por los corredores como la gran dama que era, aunque cada vez que llegaban a una intersección o a un vestíbulo echaba una rápida ojeada a ambos lados. Resultaba evidente que no quería verse sorprendida por su padre.

Por fin llegaron ante una puerta doble adornada con la talla de un león, donde otras dos Doncellas se incorporaron de donde estaban sentadas en cuclillas y hubo más intercambio del lenguaje de señas antes de que la Doncella de cabello rubio rojizo entrara sin llamar.

Perrin se preguntaba si las cosas eran ahora siempre así alrededor de Rand, con Aiel montando guardia y sin pronunciar palabra, cuando de repente las puertas se abrieron de par en par y apareció Rand en mangas de camisa.

—¡Perrin! ¡Faile! Que la Luz brille en vuestro día de esponsales —deseó riendo y dio un ligero beso a la joven—. Ojalá hubiese podido estar allí.

Por su expresión, Faile estaba tan desconcertada como él.

—¿Cómo te has enterado? —exclamó Perrin, y Rand volvió a reír al tiempo que le palmeaba el hombro.

—Bode está aquí, Perrin. Bode y Janacy y todas las demás. Bueno, están en Caemlyn. Verin y Alanna se enteraron de lo de la Torre al llegar aquí y no continuaron viaje. —Parecía cansado y tenía ojeras, pero su risa no lo demostraba—. Luz, Perrin, las cosas que me contaron sobre lo que has hecho. Lord Perrin de Dos Ríos. ¿Y qué dice la señora Luhhan respecto a eso?

—Me llama lord Perrin —murmuró éste, torciendo el gesto. Alsbet Luhhan le había azotado el trasero siendo pequeño más a menudo que su propia madre—. Me hace reverencias, Rand. Reverencias. —Faile lo miró de manera desaprobadora. Según ella, azoraba a la gente cuando intentaba poner coto a todas esas inclinaciones y reverencias; en cuanto al azoramiento de él cuando se las hacían, afirmaba que era parte del precio que tenía que pagar.

La Doncella que los había conducido allí achuchó a Rand al salir y éste dio un respingo.

—Luz, os tengo parados aquí, en la puerta. Entrad, entrad. Lerian, dile a Sulin que necesito más ponche. De melón. Y dile que aligere.

Por alguna razón, las tres Doncellas se echaron a reír como si Rand hubiese dicho algo divertido.

Perrin sólo tuvo que dar un paso dentro de la sala de estar para saber, por el aroma a perfume, que había una mujer allí antes de verla.

—¿Min? —El cabello en tirabuzones cortos, la chaqueta azul bordada, así como los pantalones, no encajaban con la imagen que tenía de ella, pero el rostro sí—. ¡Min, eres tú! —Riendo la estrechó en un fuerte abrazo—. Nos estamos reuniendo todos, ¿eh? Faile, ésta es Min. Te he hablado de ella.

Fue entonces cuando se dio cuenta del olor que le llegaba de su esposa y soltó a Min mientras ésta todavía le sonreía. De repente fue muy consciente de aquellos calzones ajustados que marcaban, y de qué modo, las piernas de Min. Faile tenía muy pocos defectos, pero sí una ligera tendencia a ponerse celosa. Se suponía que él no tenía que saber que había perseguido a Cali Coplin casi un kilómetro enarbolando un palo; ¡como si él hubiese mirado con interés a una sola mujer, teniéndola a ella!

—Faile —saludó Min al tiempo que tendía las manos hacia ella—. Cualquier mujer que soporte a este peludo torpón el tiempo suficiente para casarse con él cuenta con mi admiración. Supongo que acabará siendo un buen marido una vez que lo metas en cintura.

Faile cogió las manos de Min sonriendo, pero, oh, aquel olor acre y punzante seguía presente.

—Aún no he tenido éxito en lo de meterlo en cintura, Min, pero me propongo conservarlo al menos hasta que lo consiga.

—¿Que la señora Luhhan te hace reverencias? —Rand sacudió la cabeza con incredulidad—. Tendré que verlo para creerlo. ¿Y Loial? ¿Ha venido? No lo habrás dejado fuera, ¿verdad?

—Venía, sí —contestó Perrin, que procuraba mantener vigilada a Faile sin que resultara demasiado obvio—, pero no todo el camino. Todavía no. Dijo que estaba cansado y que necesitaba un stedding, así que le indiqué uno que conocía, uno abandonado al norte de la calzada de Puente Blanco, y se encaminó hacia allí a pie. Dijo que podría notarlo cuando se encontrara a quince kilómetros más o menos de él.

—Supongo que conoces a Rand y a Perrin muy bien, ¿no? —preguntó Faile, y Min miró a Rand.

—Durante un tiempo, al menos. Los conocí cuando acababan de salir de Dos Ríos por primera vez. Baerlon les pareció una gran urbe.

—¿A pie? —inquirió Rand.

—Sí —respondió lentamente Perrin. El olor de Faile estaba cambiando, desapareciendo el punzante de los celos. ¿Por qué?—. Ya sabes que prefiere caminar. Se apostó conmigo una corona de oro a que estaría aquí, en Caemlyn, no más de diez días después de que llegásemos nosotros. —Las dos mujeres se estaban mirando; Faile sonreía, y las mejillas de Min se sonrojaron levemente. Min olía a azoramiento, y Faile a estar complacida. Y sorprendida, aunque sólo un atisbo de esto último asomaba a su rostro—. Yo no quería aceptar la apuesta, ya que tiene que desviarse unos ochenta kilómetros de su ruta, pero insistió. Incluso propuso acortar el plazo a cinco días.

—Loial decía siempre que era capaz de superar a un caballo —rió Rand, pero había habido una pausa. La risa cesó—. Espero que lo logre sano y salvo —añadió más serio.

Estaba cansado, vaya que sí; y cambiado en ciertos aspectos. El Rand que Perrin había visto por última vez en Tear no era un hombre blando, ni mucho menos, pero este Rand hacía que el otro pareciese un inocente chico del campo. Apenas parpadeaba, como si temiera que al hacerlo pudiera perderse algo que necesitaba ver. Perrin reconoció algo en aquella mirada; la había visto antes en hombres de Dos Ríos después de un ataque de los trollocs, después del quinto, del décimo, cuando parecía que toda esperanza estaba perdida pero uno seguía luchando porque el precio de darse por vencido era demasiado elevado.

—Mi señor Dragón —dijo Faile, con lo que sobresaltó a Perrin; hasta ahora siempre lo había llamado Rand, aunque había oído el título desde Puente Blanco—, si me disculpas, querría decirle algo a mi marido y después os dejaré a los dos para que podáis hablar.

Apenas esperó al sorprendido asentimiento de Rand para acercarse a Perrin y darle la vuelta de manera que ella quedó de espaldas a Rand.

—No me alejaré mucho, corazón mío. Min y yo mantendremos una charla sobre cosas que seguramente te aburrirían. —Toqueteó las solapas de su chaqueta y empezó a hablar rápidamente en un susurro, tan quedo que cualquier otro que no hubiese sido él habría tenido que aguzar el oído al máximo. A veces se acordaba de su agudeza auditiva—. Recuerda que ya no es tu amigo de la infancia, Perrin. Al menos, no es sólo eso. Es el Dragón Renacido, el lord Dragón. Pero tú eres lord de Dos Ríos. Sé que sabrás defender tus derechos y los de Dos Ríos. —La sonrisa que le dedicó rebosaba amor y confianza; habría querido besarla allí mismo—. Bueno, ya lo tienes bien colocado —dijo en tono normal. Ni el menor rastro del olor a celos.

Tras hacer una gentil reverencia a Rand y pronunciar un quedo «mi señor Dragón», tendió una mano a la otra mujer.

—Vamos, Min.

La reverencia de Min denotó inexperiencia y resultó mucho menos grácil, pero consiguió que Rand diera un respingo de sobresalto.

Antes de llegar a las puertas, una de las hojas se abrió con tanta violencia que golpeó contra la pared y una mujer uniformada entró con una bandeja de plata en la que traía copas y una jarra de la que salía olor a vino y a melaza de melón. A Perrin se le abrieron mucho los ojos. A despecho del vestido rojo y blanco, podría haber sido la madre de Chiad o incluso la abuela, con aquel corto y rizado cabello blanco. Siguiendo con mirada ceñuda a las mujeres que salían de la sala, se encaminó a la mesa más cercana y soltó la bandeja; su semblante era una máscara de humildad que parecía petrificada.

—Me dijeron para cuatro, mi señor Dragón —manifestó de un modo extraño; sin duda intentaba hablar con sumiso respeto, pero era como si se le atragantara—, así que traje servicio para cuatro.

Su reverencia hizo que la de Min pareciera elegante y al salir cerró de un portazo. Perrin miró a Rand.

—¿A ti no te parece que las mujeres son… raras?

—¿Y por qué me lo preguntas a mí? Tú eres el que está casado. —Rand llenó una copa de plata cincelada con ponche y se la tendió—. Si no lo sabes tú, tendrás que preguntarle a Mat. Por lo que

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