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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 186
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crees, maese Cauthon —manifestó fríamente. Mat advirtió que no sudaba, al igual que las dos… que las otras dos Aes Sedai. La cazadora del Cuerno lo miraba con aire desafiante. ¿Qué mosca la había picado?—. Hay pueblos y granjas alrededor de Ebou Dar en un radio de ciento cincuenta kilómetros —prosiguió Elayne, explicando lo obvio a un imbécil—. Un acceso es muy peligroso, y no estoy dispuesta a matar las ovejas o las vacas de un pobre hombre y mucho menos a él mismo.

Mat detestaba algo más que su tono. Tenía razón y también detestaba que fuera así. Pero no estaba dispuesto a admitirlo; ante ella, ni hablar. Buscó una salida honrosa para dar marcha atrás sin quedar en ridículo y entonces vio a Egwene saliendo del pueblo con otras dos docenas de Aes Sedai; la mayoría llevaba chales de flecos. O, más bien, ella venía y las demás la seguían. Caminaba con la cabeza muy alta y mirando al frente, la estola de rayas echada alrededor de los hombros. Las otras avanzaban a paso rápido tras ella, en pequeños grupos. Sheriam, con la estola azul de Guardiana, hablaba con Myrelle y una Aes Sedai de rostro campechano que de algún modo daba una imagen maternal. A excepción de Delana, Mat no conocía al resto —una de ellas llevaba el cabello canoso sujeto en un moño bajo; ¿qué edad tendrían que alcanzar las Aes Sedai para que el pelo se les pusiera gris o completamente blanco?— pero todas iban hablando entre sí, haciendo caso omiso de la mujer a la que habían nombrado Amyrlin. Egwene podría haber estado sola; en realidad, parecía estarlo. Conociéndola, sin duda se estaba esforzando al máximo para ser lo que ellas la habían hecho y, sin embargo, dejaban que caminara sola y en presencia de todos.

«A la Fosa de la Perdición con ellas si creen que pueden tratar de ese modo a una mujer de Dos Ríos», pensó sombríamente Mat.

Salió a su encuentro, se destocó y saludó con la mejor reverencia que sabía hacer; y sabía hacer elegantes florituras como el que más cuando era necesario.

—Buenos días, madre, y que la Luz brille sobre ti —dijo en un tono lo bastante alto para que lo escucharan en el pueblo. Puso rodilla en tierra, tomó su mano derecha y besó el anillo de la Gran Serpiente. Una rápida ojeada y un gesto dirigidos a Talmanes y a los otros, aprovechando que Egwene lo tapaba de las que venían detrás, y los tuvo a todos arrodillándose apresuradamente y recitando «Que la Luz os ilumine, madre» o variaciones similares. Incluso Thom y Juilin.

Al principio Egwene pareció sobresaltada, aunque lo disimuló de inmediato. Después sonrió y respondió suavemente:

—Gracias, Mat.

Él alzó los ojos hacia la joven y le sostuvo la mirada unos instantes. Después carraspeó y se puso de pie, limpiándose el polvo de la rodillera. Sheriam y todas las que estaban detrás de Egwene lo miraban fijamente.

—No esperaba verte aquí —le dijo a la joven en voz baja—; claro que, por lo visto, hay toda clase de cosas que no esperaba. ¿La Amyrlin sale a despedir siempre a la gente que parte de viaje? Por casualidad no querrás contarme ahora de qué se trata todo esto, ¿verdad?

Durante un instante creyó que iba a hacerlo, pero después ella apretó los labios y sacudió ligeramente la cabeza.

—Siempre saldré a despedir a los amigos, Mat. Habría hablado contigo antes si no hubiese estado tan ocupada. Mat, intenta no meterte en líos en Ebou Dar.

Él la miró indignado. De modo que se arrodillaba ante ella, le besaba el anillo y todo lo demás y encima le decía que no se metiera en líos, cuando de lo que se trataba era de que él mantuviera sanas y salvas a Elayne y Nynaeve.

—Lo intentaré, madre —repuso con sorna, aunque no demasiada. Sheriam y alguna de ésas podían estar lo bastante cerca para escucharlo—. Si me disculpas, he de ocuparme de mis hombres.

Hizo otra reverencia y retrocedió de espaldas varios pasos antes de darse media vuelta y dirigirse hacia donde Talmanes y los otros seguían aún de rodillas.

—¿Es que pensáis quedaros ahí hasta que echéis raíces? —gruñó—. Montad. —Siguió su propia orden y todos, excepto Talmanes, montaron rápidamente.

Egwene intercambió unas cuantas palabras con Elayne y Nynaeve, mientras Vandene y Adeleas iban a hablar con Sheriam; y entonces llegó el momento de partir, así, de repente, después de andarse con tanta parsimonia. Mat casi había esperado algún tipo de ceremonia al ver a Egwene allí, con la dichosa estola de la Amyrlin, pero ella y las demás que no iban de viaje se limitaron a retirarse un pequeño trecho. Elayne se adelantó y, repentinamente, surgió una línea perpendicular de luz ante ella que se amplió a una abertura; el paisaje que se veía a través, y que parecía la cima de un pequeño cerro cubierto de hierba marchita, pareció girar sobre sí mismo hasta que finalmente se detuvo. Igual que cuando lo hacía Rand. Casi.

—Desmontad —ordenó Mat.

Elayne parecía muy complacida consigo misma —uno nunca imaginaría la clase de mujer que era viendo aquella sonrisa con la que pedía a Nynaeve y Aviendha que compartieran su gozo— pero, satisfecha o no, el acceso no era tan grande como el que Rand había hecho para la Compañía. No eran tantos como entonces, desde luego, pero al menos podría haberlo hecho lo bastante alto para cruzarlo montados a caballo.

Al otro lado, el paisaje de suaves colinas de hierba parda llegaba hasta donde alcanzaba la vista a Mat, incluso después de haber subido de nuevo a lomos de Puntos, bien que una línea oscura hacia el sur sugería la presencia de un bosque. Colinas polvorientas.

—No debemos forzar mucho a los caballos en este terreno —dijo Adeleas, que montó con bastante agilidad en su rechoncha yegua baya tan pronto como el acceso desapareció. El animal daba la impresión de que se habría sentido mucho más a gusto en una cañada.

—Oh, por supuesto que no —convino Vandene. Su montura era un castrado negro de paso ligero. Las dos mujeres emprendieron la marcha hacia el sur haciendo una seña para que todo el mundo las siguiera. El viejo Guardián cabalgaba pegado a sus monturas.

Nynaeve y Elayne intercambiaron una mirada irritada y después taconearon a sus yeguas para alcanzar a las mujeres mayores; los cascos de los animales levantaron polvo al trotar, pero no frenaron hasta que estuvieron a la altura de las otras. La cazadora del Cuerno de trenza rubia las siguió con tanto empeño como el Guardián a la otra pareja.

Mat suspiró, desató el pañuelo negro que llevaba al cuello y se lo volvió a atar tapándose la boca y la nariz. Por mucho que disfrutara viendo cómo las Aes Sedai de más edad ponían en su sitio a esas dos, lo que en verdad deseaba era tener un viaje sin incidentes, una corta estancia en Ebou Dar y un rápido salto de vuelta a Salidar antes de que Egwene hiciese cualquier tontería irreparable. Las mujeres siempre le causaban problemas; no lo entendía.

Cuando el acceso desapareció, Egwene soltó un suspiro. Tal vez entre Elayne y Nynaeve podrían evitar que Mat se metiera en muchos líos; que lo alejaran de todos sería mucho pedir. Sintió cierto remordimiento por utilizarlo, pero tal vez su presencia podría servir de ayuda donde estaba y era preciso apartarlo de la Compañía. Además, se lo merecía. A lo mejor Elayne le enseñaba un poco de modales.

Se volvió hacia las otras, la Antecámara y Sheriam y su círculo, y dijo:

—Ahora hemos de seguir adelante con nuestro plan.

Todos los ojos se dirigieron hacia el cairhienino de la chaqueta oscura que en ese momento subía a lomos de su caballo, cerca de los árboles. Talmanes, creía Egwene haber oído a Mat llamarlo; no se había atrevido a hacer demasiadas preguntas. El hombre las observó un instante y sacudió la cabeza antes de cabalgar hacia el interior del bosque.

—Un hombre problemático donde los haya visto —dijo Romanda.

—Sí —convino Lelaine—. Haremos bien en poner la mayor distancia posible entre nosotras y los de su clase.

Egwene reprimió una sonrisa. La Compañía de Mat había cumplido su primer propósito, pero era mucho lo que dependía de qué órdenes exactamente había dado Mat al tal Talmanes. Creía que podía fiarse de Mat respecto a eso. Siuan había dicho que el tipo llamado Vanin había averiguado cosas antes de que ella tuviera ocasión de ponérselas delante de la nariz. De modo que, si tenía que «recobrar el sentido común» y acudir a la Compañía para pedir protección, entonces ésta tendría que mantenerse cerca de ella.

—¿Vamos hacia donde están nuestros caballos? —dijo—. Si nos marchamos ahora, alcanzaremos a lord Bryne bastante antes del crepúsculo.

45. Una idea amarga

Mientras Vilnar conducía a su patrulla montada a través de las calles de la Ciudad Nueva, no lejos de las altas murallas exteriores, con sus grises piedras surcadas por vetas plateadas y blancas bajo el sol de mediodía, se planteó la posibilidad de afeitarse la barba. Otros ya lo habían hecho; sin embargo, aunque todo el mundo dijera que el calor no era natural, tenía que hacer más fresco en Saldaea.

No había ningún peligro en ensimismarse en sus pensamientos; podía dirigir a su caballo hasta dormido y sólo el cortabolsas más estúpido intentaría ejercer su oficio encontrándose por las inmediaciones una patrulla de diez saldaeninos. No tenían un recorrido marcado, a fin de que esos tipos no supieran cuándo ni dónde podían actuar sin peligro. A decir verdad, más que atrapar ladrones lo que hacían simplemente era arrestar a aquellos que se entregaban a ellos. Hasta el matasiete más rudo de Caemlyn acudiría corriendo a los saldaeninos para que lo prendieran antes de que lo hicieran los Aiel. En consecuencia, Vilnar sólo vigilaba la calle a medias mientras dejaba que su mente divagara. Pensó en la chica, allá en Mehar, con quien le gustaría casarse; el padre de Teryane era mercader y deseaba un yerno soldado quizá más de lo que Teryane quería un soldado por esposo. Pensó en el juego que esas Aiel le habían sugerido; el Beso de las Doncellas sonaba bastante inocente, pero había advertido un brillo en sus ojos que no acababa de convencerlo. Sobre todo, sin embargo, pensó en Aes Sedai.

Vilnar siempre había querido ver Aes Sedai y, desde luego, actualmente no había sitio mejor para eso que Caemlyn, a menos que viajara a Tar Valon algún día. Daba la impresión de que había Aes Sedai por toda la ciudad. Había ido a caballo hasta El Sabueso de Culain donde, según el rumor, se albergaba un centenar de ellas, pero en el último momento fue incapaz de entrar en la posada. Era valiente con una espada en la mano y un caballo entre las piernas y con hombres o trollocs frente a él, pero la idea de unas Aes Sedai lo convertía en un pusilánime. Además, la posada no habría podido alojar a cien mujeres y ninguna de las muchachas que vio podía ser Aes Sedai. También había ido a La Corona de Rosas y estuvo observando desde el otro lado de la calle, pero no sabía con seguridad si alguna de las mujeres que vio eran Aes Sedai, lo que lo convenció de que no lo eran.

Le echó el ojo a una mujer delgada y de nariz ancha que salía de una casa alta que debía de pertenecer a un mercader; la mujer se quedó parada mirando

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