señal de conformidad. O al menos en aquiescencia.
—¿Y cómo se lo mete en vereda? —preguntó Verin—. Hay que manejarlo con delicadeza, como a un lobo atado con una cuerda de un solo cabo.
Merana vaciló. No había sido su intención compartirlo todo con estas dos, que sólo tenían una lealtad superficial hacia la Antecámara de Salidar. Temía lo que podría pasar si Verin intentaba tomar el mando aquí, si es que lo conseguía. Ella sabía cómo manejar el asunto; se la había elegido porque había dedicado toda una vida a mediar en conflictos difíciles, a negociar tratados donde el odio parecía implacable. El que los acuerdos acabaran rompiéndose y los tratados se violaran era innato en los seres humanos, pero en cuarenta y seis años de trabajo el Quinto Tratado de Falme era su único fracaso real. Sabía todo eso, pero los largos años dedicados a esa labor habían dejado profundamente arraigado en ella cierto instinto.
—Estamos poniéndonos en contacto con algunos nobles, que por suerte da la casualidad de que están todos aquí, en Caemlyn, ahora…
—Quien me preocupa es Elayne —manifestó firmemente Dyelin. Puso aun más firmeza por encontrarse sola con una Aes Sedai en la salita; las Aes Sedai presionaban implacablemente si uno se achicaba al no tener el respaldo de nadie. Sobre todo cuando nadie sabía que uno estaba solo con una de ellas.
Kairen Sedai sonrió, pero ni el gesto ni sus fríos ojos azules dejaron traslucir nada.
—Es muy posible que aún se encuentre a la heredera del trono para que se siente en el Trono del León. Lo que para otros puede parecer insuperable rara vez lo es para las Aes Sedai.
—El Dragón Renacido dice…
—Los hombres dicen muchas cosas, lady Dyelin, pero vos sabéis que yo no miento.
Luan dio unas palmaditas en el cuello del semental gris teariano mientras miraba a un lado y a otro por si acaso alguno de los mozos entraba en el establo, y esquivó un mordisco del arisco animal por un pelo. El Guardián de Rafela les avisaría si se acercaba alguien, pero últimamente Luan no sabía si podían fiarse de alguien. Sobre todo con una visita de esta clase.
—No estoy seguro de entenderos —repuso de manera cortante.
—La unidad es mejor que la división —dijo Rafela—, la paz mejor que la guerra, la paciencia mejor que la muerte. —Luan movió bruscamente la cabeza ante el extraño final de los tópicos, y la Aes Sedai de cara redonda sonrió—. ¿No será mejor para Andor si Rand al’Thor deja el país en paz y unidad, lord Luan?
Manteniendo cerrada la bata, Ellorien miró de hito en hito a la Aes Sedai que se las había ingeniado para entrar en su baño sin ser anunciada y posiblemente sin ser vista. La mujer de piel cobriza le sostuvo la mirada desde la banqueta que había al otro lado de la bañera de mármol llena de agua, como si tal situación fuera lo más natural del mundo.
—¿Y quién ocuparía, pues, el Trono del León, Demira Sedai? —preguntó finalmente.
—La Rueda gira según sus designios —fue la respuesta.
Y Ellorien comprendió que no obtendría otra.
44. El color de la confianza
Una vez que Vanin se hubo marchado para advertir a la Compañía que no se moviera de donde estaba acampada, Mat descubrió que no había una sola posada en Salidar que no estuviese ocupada por las Aes Sedai y que los cinco establos estaban llenos a reventar. Empero, cuando soltó unas monedas de plata a un mozo de cuadra de cara estrecha, el tipo trasladó los sacos de avena y las balas de paja de una cuadra cerrada con paredes que podía albergar a seis caballos. También enseñó a Mat y a los otros cuatro hombres de la Compañía sitios para dormir en el sobrado del pajar, donde hacía tanto calor como en cualquier otro sitio.
—No pidáis nada —instruyó Mat a sus hombres mientras repartía entre ellos las monedas que le quedaban—. Pagad por todo y no aceptéis regalos. La Compañía no va estar en deuda con nadie de aquí.
Su falso aire de seguridad contagió a los hombres, que ni siquiera dudaron cuando les ordenó que fijaran los estandartes fuera del sobrado del pajar para que colgaran en la fachada del establo, uno carmesí y el otro blanco, el primero con el disco blanco y negro y el segundo con el dragón, a plena vista de todos. Por otro lado, al mozo de cuadra se le desorbitaron los ojos y casi se le salieron de las órbitas mientras le preguntaba a Mat que qué estaba haciendo.
Éste se limitó a esbozar una sonrisa y le lanzó al tipo de mandíbula estrecha un marco de oro.
—Simplemente mostrando a todo el mundo, sin que haya lugar a dudas, quién ha venido a parlamentar.
Quería que Egwene se diera cuenta de que no estaba dispuesto a que nadie lo mangoneara y a veces, para demostrar eso a la gente, uno tenía que actuar como un idiota redomado. El problema era que las banderas no surtían efecto alguno. Oh, sí, todos los que pasaban por allí se quedaban boquiabiertos y señalaban, y varias Aes Sedai se acercaron expresamente para echar una mirada con ojos fríos y semblante impasible, pero Mat esperaba una indignada demanda de que las quitara y tal cosa no ocurrió. Cuando acudió a la Torre Chica, una Aes Sedai cuyo rostro, de algún modo, semejaba una ciruela pasa a despecho de su apariencia intemporal, se ajustó el chal de flecos marrones y le dijo en tono categórico que la Sede Amyrlin estaba ocupada, que tal vez podría recibirlo dentro de un día o dos. Tal vez. Elayne parecía haber desaparecido, al igual que Aviendha, pero hasta ese momento nadie había gritado que se había cometido un asesinato; Mat sospechaba que la Aiel podría encontrarse en cualquier parte del pueblo y que le estaban poniendo a la fuerza un vestido blanco. Eso lo traía al fresco si con ello se mantenía la paz; no quería ser el encargado de comunicarle a Rand que una de ellas había matado a la otra. A Nynaeve sí la vislumbró en cierto momento, pero la mujer giró en una esquina y cuando él llegó allí ya había desaparecido.
Mat se pasó casi toda la tarde buscando a Thom y a Juilin; cualquiera de los dos podría contarle algo de lo que estaba pasando y, además, tenía que disculparse con Thom por su comentario respecto a aquella carta. Lamentablemente, nadie parecía saber dónde estaba ninguno de los dos. Mucho antes de caer la noche, Mat llegó a la conclusión de que todos ellos lo estaban evitando a propósito. Egwene estaba en verdad dispuesta a conseguir que se cociera en su propia salsa, pero él se proponía demostrarle que ni siquiera había empezado a hervir. Para hacerlo más verosímil, se fue a bailar.
Al parecer la celebración por el nombramiento de una nueva Amyrlin se prolongaba un mes y, aunque todo el mundo en Salidar trabajaba sin parar durante el día, una vez que se hacía de noche se encendían hogueras en todos los cruces de calles, y los violines y las flautas hacían acto de aparición e incluso uno o dos salterios. Las risas y la música llenaban el aire y reinaba el ambiente festivo hasta la hora de acostarse. Mat vio Aes Sedai danzando en las calles con carreteros y mozos de cuadra vestidos con sus toscas ropas y Guardianes bailando con sirvientas o cocineras que se habían quitado los delantales. Pero no vio a Egwene; la jodida Sede Amyrlin no iba a dar brincos en la calle. Tampoco vio a Elayne ni a Nynaeve; ni a Thom y Juilin. El juglar no se habría perdido un baile aunque tuviera rotas las dos piernas a no ser que se estuviera quitando de en medio a propósito. Mat se dispuso a pasarlo bien, a demostrar a todo el mundo que no tenía la menor preocupación. No salió exactamente a su gusto.
Bailó un rato con la mujer más hermosa que había visto en su vida, una belleza delgada pero con un busto exuberante que quería saberlo todo sobre él; todo muy halagador, en especial que lo hubiese sacado a bailar ella. Pero al poco rato Mat advirtió que Halima se las ingeniaba de algún modo para rozarse contra él, de inclinarse para mirar algo de modo que él no podía menos de bajar la vista al escote de su vestido. Podría haber disfrutado con ello de no ser por que todas las veces Halima lo miraba a la cara con ojos penetrantes y una sonrisa divertida. No era una buena bailarina —para empezar, no dejaba de intentar ser ella la que dirigía la danza— y finalmente Mat se excusó.
Podría no haber sido nada, pero antes de que se hubiese alejado diez pasos la cabeza de zorro se puso fría como el hielo contra su pecho. Giró bruscamente sobre sus talones, lanzando una mirada furiosa en derredor; lo que vio fue a Halima observándolo con fijeza a la luz de las hogueras. Fue sólo un segundo, antes de que la mujer agarrara el brazo de un Guardián y se pusiera a bailar otra vez, pero Mat estaba seguro de haber visto una expresión conmocionada en su bello rostro.
Los violines interpretaban una música que reconoció. Al menos, la identificó uno de sus recuerdos; no había variado mucho considerando que había pasado más de un milenio. La letra debía de haber cambiado por completo, ya que la antigua que resonaba en su mente jamás habría gozado de popularidad allí:
Entrégame tu confianza, la Aes Sedai dijo,
porque sobre mis hombros se sustenta el cielo.
Confía en mí para saber y hacer lo que es mejor,
que de todo lo demás ya me encargaré yo.
Pero la confianza da color al brote de una negra semilla.
La confianza da color a la sangre que mana de un corazón.
La confianza da color al postrer aliento del que expira.
La confianza es, en fin, lo que da a la muerte su color.
—¿Una Aes Sedai? —respondió desdeñosamente una jovencita metida en carnes. Era bonita y, en otras circunstancias, Mat habría intentado un pequeño intercambio de besos y arrumacos—. Halima es sólo la secretaria de Delana Sedai. Ésa siempre está provocando a los hombres. Como un niño con un juguete nuevo; incitando sólo para ver si puede. Se habría metido en un buen brete más de diez veces si no estuviera bajo la protección de Delana.
Deposita en mí tu confianza, dijo la reina en su trono,
porque el deber de cargar con ese peso es mío solo.
Confía en mí para dirigir, juzgar y gobernar
y de ese modo ningún hombre por necio te tendrá.
Pero la confianza es eco del perro aullando en la tumba.
La confianza es eco de la traición envuelta en sombras.
La confianza es eco del postrer aliento del que expira.
La confianza es, en fin, el eco que a la muerte anuncia.
A lo mejor se había equivocado. A lo mejor la mujer sólo acusaba la sorpresa de que la hubiese dejado. No muchos hombres dejarían plantada a una mujer como ella, por mucho que provocara en broma y por mal que bailara. Sí, tenía que ser eso. Sin embargo, aquello dejaba en el aire la cuestión de quién y por qué. Miró en derredor, a los que bailaban, a la gente que estaba mirando al borde de las sombras y esperando su turno. La cazadora del Cuerno de cabello dorado que le había resultado familiar daba vueltas con un tipo que