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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 181
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fue haciendo más firme y más alta. No un grito, bien que la pregunta final sonó como un trallazo.

El otro hombre sufrió una transformación en verdad notable. Taim se estremeció visiblemente —con rabia, habría dicho Rand, no de miedo—, pero después el temblor cesó y volvió a ser el mismo de siempre. No amistoso, ciertamente, y sí un tanto burlón, pero mucho más relajado y con el control recuperado por completo.

—Ya que queréis saberlo, lo que me preocupa son las Aes Sedai y vos. Nueve que han llegado a Caemlyn, más otras dos, suman once. Y tal vez haya una o dos más. Todavía no he conseguido enterarme, pero…

—Te dije que no te acercases a la ciudad —lo interrumpió Rand con voz impasible.

—He encontrado unos cuantos hombres para que hagan las pesquisas por mí. —El timbre de Taim era seco como el polvo—. No me he acercado allí desde que os salvé del Hombre Gris.

Rand dejó pasar por alto aquello. A duras penas. Con dificultad. La voz en su cabeza mascullaba demasiado bajo para entenderla, pero echaba chispas.

—Antes cogerán humo entre los dedos que confirmar rumores. —Aquella frase salió de sus labios con todo el desprecio que sentía. ¿Que Taim lo había salvado? El hombre se sacudió. Aparentemente todavía estaba a sus anchas, pero sus ojos semejaban dos oscuras gemas.

—¿Y si se unen con las Aes Sedai Rojas? —Su voz sonaba fría y divertida, pero sus ojos centelleaban—. Hay hermanas Rojas en el campo. Varios grupos que han ido llegando en los últimos días con el propósito de interceptar a los hombres que vienen aquí.

«Lo mataré», gritó Lews Therin, y Rand notó que tanteaba hacia el Saidin.

«Vete —gritó Rand para sus adentros—. ¡Sólo eres una voz!» —Una voz que intentaba llegar a la Fuente.

«Oh, Luz, los maté a todos. A todos los que amaba. Pero, si lo mato, todo irá bien. Puedo compensarlo si por fin lo mato. No, nada puede compensarlo, pero de todos modos tengo que matarlo. Matarlos a todos. He de hacerlo. He de hacerlo.»

«¡No! —gritó Rand dentro de su cabeza—. Estás muerto, Lews Therin. ¡Yo estoy vivo, maldito seas, y tú estás muerto! ¡Estás muerto!»

De pronto se dio cuenta de que estaba inclinado sobre la mesa, sosteniéndose en pie sobre las temblorosas rodillas. Y farfullando:

—¡Estás muerto! ¡Yo estoy vivo y tú estás muerto! —Pero no había aferrado el Saidin. Y tampoco Lews Therin. Tiritando, miró a Taim y se sorprendió de ver preocupación en el rostro del hombre.

—Debéis aguantar —dijo suavemente—. Si es posible aferrarse a la cordura, tenéis que hacerlo. El precio es demasiado alto si fracasáis.

—No fracasaré —repuso Rand mientras se incorporaba. Lews Therin guardaba silencio, como si no hubiese nadie dentro de su cabeza salvo él mismo. Y la presencia de Alanna, naturalmente—. ¿Esas Rojas han capturado a alguien?

—No, que yo sepa. —Taim lo observaba atentamente, con precaución, como si esperara otro arrebato—. La mayoría de los estudiantes ahora vienen a través de un acceso, y con tanta gente deambulando por las calzadas no debe de ser fácil localizar a un hombre que se encamina hacia aquí a menos que suelte la lengua. —Hizo una pausa—. En cualquier caso, podríamos ocuparnos de ellas sin mayor dificultad.

—No. —¿Se habría ido realmente Lews Therin? Ojalá fuera así, pero sabía que sería un necio si lo creyera—. Si empiezan a apresar hombres, tendré que hacer algo al respecto pero, tal y como están las cosas, no representan ningún peligro en el campo. Y, créeme, nadie enviado por Elaida se uniría a esas Aes Sedai que están en la ciudad. Probablemente cualquiera de los dos grupos te recibiría mejor de lo que lo harían entre sí.

—¿Y qué pasa con las que no están en el campo? Son once en total. Unos cuantos accidentes podrían reducirlas a un número mucho más seguro. Si vos no queréis mancharos las manos, yo estoy dispuesto a…

—¡No! ¿Cuántas veces tengo que decirlo? Si percibo a un hombre encauzando en Caemlyn, vendré por ti, Taim. Lo juro. Y dudo que puedas estar lo bastante lejos de palacio para que no pueda sentirte si haces algo. Si una de esas Aes Sedai se desploma muerta sin razón evidente, sabré a quién culpar por ello. ¡Estás advertido!

—Marcáis unos límites muy amplios —adujo secamente Taim—. ¿Y si Sammael o Demandred deciden provocaros con unas cuantas Aes Sedai muertas a vuestra puerta? ¿También habré de pagarlo yo?

—No lo han hecho hasta ahora y más te vale que no empiecen. Quedas advertido, repito.

—Escucho a mi señor Dragón y obedezco, naturalmente. —El hombre de nariz aguileña se inclinó ligeramente—. Pero insisto en que once es un número peligroso.

Rand se echó a reír a despecho de sí mismo.

—Taim, me propongo enseñarles a bailar con la música de mi flauta. —Luz, ¿cuánto tiempo hacía que no la tocaba? ¿Y dónde estaba su flauta? Débilmente, como a lo lejos, oyó la risita de Lews Therin.

43. La Corona de Rosas

El carruaje alquilado por Merana se mecía en su lento avance a través de las abarrotadas calles, camino de La Corona de Rosas. Al menos en apariencia estaba tranquila; era una mujer de cabello oscuro y fríos ojos de color avellana, y las manos de dedos esbeltos reposaban sosegadamente sobre la falda gris claro. Por dentro no estaba tan serena. Treinta y ocho años atrás se había encontrado por casualidad en el sitio oportuno para negociar un tratado entre Arad Doman y Tarabon con el que supuestamente se pondría fin a las luchas por el llano de Almoth. Los domani y los taraboneses habían estado saliéndose por la tangente a cada momento y a punto de iniciar una guerra en tres ocasiones en mitad de las conversaciones, todo ello mientras mantenían rostros sonrientes de buena voluntad. Para cuando las firmas del tratado se secaron, se sentía como si hubiese rodado montaña abajo dentro de un barril lleno de astillas; y, después de todo eso, resultó que el tratado valía menos que la cera y las cintas con que se selló. Confiaba en que lo que había iniciado esa tarde en el Palacio Real acabara mejor —tenía que ser así—, pero para sus adentros se sentía como si acabase de salir de otro barril.

Min iba recostada, con los ojos cerrados; la joven parecía propensa a dar una cabezada cada vez que una Aes Sedai no estaba hablando con ella. Las otras dos hermanas que viajaban en el carruaje lanzaban rápidas ojeadas a la muchacha de vez en cuando: Seonid, fría y reservada en su vestido de brocado verde; Masuri, delgada y de ojos alegres, con un atuendo de tono marrón y bordados de hojas de vid alrededor del repulgo. Todas se habían vestido ceremoniosamente, con chales y con los colores de sus Ajahs.

Merana estaba convencida de que pensaban lo mismo que ella cuando miraban a Min. Seonid, indiscutiblemente, debería entenderlo, aunque ¿quién podría afirmarlo? Era muy metódica y práctica con respecto a sus Guardianes, casi como una mujer dueña de una pareja de valiosos perros lobos por los que sentía cierto afecto. Masuri tal vez lo entendía. Le gustaba bailar e incluso coquetear, aunque era muy capaz de olvidarse del pobre hombre cuando oía algún rumor sobre un manuscrito antiguo que estaba escondido. La propia Merana no había estado enamorada desde bastante antes del Quinto Tratado de Falme, pero recordaba lo que se sentía, de manera que sólo hizo falta una mirada a Min mientras ésta contemplaba a al’Thor para ver a una mujer que había arrojado todo sentido común por la ventana y había dado rienda suelta a su corazón.

No había pruebas de que Min hubiese hecho caso omiso de sus advertencias y le hubiese contado todo a al’Thor, pero lo cierto es que él conocía la existencia de Salidar, sabía que Elayne estaba allí y se había mostrado divertido —¡divertido!— por sus evasivas. Aparte de la posibilidad de que Min hubiese revelado cosas que eran reservadas —a partir de ahora habría que tener cuidado con lo que se decía estando ella delante, en cualquier caso— junto con todo lo demás resultaba aterrador. Merana no estaba acostumbrada a sentir miedo. Sí lo había experimentado, y a menudo, durante el año siguiente a la muerte de Basan; jamás había vinculado a otro Guardián, en parte al menos porque no quería pasar por lo mismo otra vez y en parte porque estaba demasiado ocupada para buscar al hombre adecuado. Pero ésa fue la última vez que había sentido algo más que aprensión, antes de la Guerra de Aiel. Ahora sentía miedo y no le gustaba. Todavía era posible que todo saliera bien ya que no había ocurrido nada desastroso, pero el propio al’Thor conseguía que sus rodillas flaquearan.

El carruaje alquilado se detuvo con un bamboleo frente al establo de La Corona de Rosas y los mozos de cuadra, con sus libreas adornadas con rosas bordadas, acudieron presurosos para coger las bridas del tiro y abrir las puertas.

La sala común estaba a la altura del resto de la posada, con sus tres pisos de fina piedra blanca; un revestimiento de oscuros paneles cubría las paredes de la sala y las altas chimeneas estaban recubiertas de mármol blanco. En la repisa de una de ellas había un reloj con finos adornos dorados que tocaba las horas. Las camareras llevaban vestidos azules, y blancos delantales con un círculo de rosas bordado; todas sonreían y eran amables y eficientes, y aquellas a las que les faltaba belleza poseían atractivo. La Corona de Rosas era la posada preferida de los nobles que llegaban del campo y no tenían mansiones propias en Caemlyn, pero ahora las mesas se hallaban ocupadas exclusivamente por Guardianes. Y por Alanna y Verin, sentadas al fondo de la sala; si las cosas hubiesen podido hacerse a gusto de Merana, las dos mujeres habrían estado esperando en la cocina, con los sirvientes. Todas las otras hermanas se encontraban fuera. No había tiempo que perder.

—Si no os importa —dijo Min—, me gustaría dar un paseo y ver algo de Caemlyn antes de que oscurezca.

Merana dio su conformidad y, cuando la joven volvió a salir a buen paso, Seonid, Masuri y ella intercambiaron una mirada, preguntándose cuánto tardaría Min en regresar a palacio.

La señora Cinchonine apareció de inmediato, tan oronda como cualquier posadera que Merana conocía, haciendo reverencias y secándose las sonrosadas manos.

—¿Puedo serviros en algo, Aes Sedai? ¿Queréis que os traiga algo? —Ya había tenido albergada a Merana a menudo, tanto antes como después de enterarse de que era Aes Sedai, y la había atendido bien.

—Un té de bayas —respondió Merana, sonriendo—. En la salita privada del piso de arriba. —La sonrisa desapareció en el momento en que la posadera se alejó presurosamente al tiempo que llamaba a una de las camareras. Merana llamó con un gesto brusco a Alanna y a Verin para que se reunieran con ellas al pie de la escalera; las cinco Aes Sedai subieron en silencio.

Las ventanas de la salita ofrecían una buena vista de la calle para quienes quisieran disfrutar de ella, cosa que no estaba en el ánimo de Merana. Cerró las ventanas, apagando así parte del ruido, y dio la espalda a la calle. Seonid y Masuri se habían sentado, en tanto que Alanna y Verin permanecían de pie, entre las otras dos. El oscuro vestido de lana de Verin tenía aspecto de estar arrugado, aunque no era así; había una mancha de tinta en la punta de la nariz de

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