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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 179
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de la noche. Los chismes respecto a una Aes Sedai que curaba gatos eran tan persistentes que incluso él casi se lo creyó, pero todos los esfuerzos de Bashere para rastrear el rumor no sacaron nada en limpio y parecía infundado como la historia de que las mujeres que escoltaban al Dragón Renacido a todas partes eran realmente Aes Sedai disfrazadas.

En un gesto inconsciente, Rand se volvió hacia la pared ornamentada con relieves de leones y rosas, como si mirara a través de ella. Alanna ya no se encontraba en El Sabueso de Culain. Estaba nerviosa; de no haber sido Aes Sedai Rand habría dicho que tenía los nervios destrozados. La noche anterior se había despertado, convencido de que la mujer estaba llorando, tan intensa había sido la sensación. A veces casi olvidaba que Alanna estaba allí… hasta que ocurría algo, como lo de despertarlo. Suponía que uno acababa acostumbrándose a todo. Esa mañana Alanna también se sentía… anhelante; era el término que parecía describir mejor su estado de ánimo. Apostaría todo Caemlyn a que la línea recta que iba desde sus ojos hasta la mujer acababa exactamente en La Corona de Rosas. Apostaría a que Verin se encontraba con ella. Nueve Aes Sedai no: once.

Lews Therin murmuró algo, inquieto. Era el susurro de un hombre preguntándose si no estaría acorralado. También Rand se lo preguntaba. Once, y con trece podrían cogerlo como quien coge a un niño en brazos. Si les daba la oportunidad de hacerlo. Lews Therin empezó a reír quedamente, un sonido ronco y lloroso; otra vez se había ido por las ramas.

Se planteó si avisaba o no a Somara y Enaila, pero después abrió un acceso allí mismo, sobre la alfombra de dibujos azules y dorados de su dormitorio. Con el humor de perros que tenían ese día, a buen seguro que cualquiera de ellas esperaba alguna inconveniencia antes de dar por terminada la visita a la granja y, recordando lo ocurrido en visitas anteriores, no quería que los estudiantes estuvieran echando ojeadas hacia atrás, asustados por una veintena o más de Doncellas. Ese tipo de cosas no ayudaba precisamente a reforzar la seguridad de un hombre, y ellos necesitaban estar seguros de sí mismos para poder sobrevivir.

Taim tenía razón en una cosa: cuando aferraba el Saidin, un hombre sabía que estaba vivo y no sólo por el hecho de que los sentidos se agudizasen. A despecho de la infección del Oscuro, a despecho de la sensación de que una suciedad aceitosa se adhería a los huesos, aunque el Poder intentaba fundirlo a uno en el sitio, congelarlo hasta que se rompiera en pedazos, aunque un paso en falso o un momento de debilidad significaban la muerte… Luz, uno sabía que estaba vivo. Aun así, Rand apartó la Fuente tan pronto como hubo cruzado el acceso; y no lo hizo únicamente para librarse de la infección antes de que la náusea lo hiciese vomitar; últimamente parecía haber empeorado, ser más repulsiva, si tal cosa era posible. La verdadera razón de cortar el contacto con el Poder era que no se atrevía a encontrarse frente a Taim henchido de Saidin y con Lews Therin en su cabeza.

El claro estaba más agostado que la última vez; bajo sus botas crujían más hojas secas y eran menos las que quedaban en los árboles. Algunos de los pinos estaban totalmente amarillos y varias piceas habían muerto, grises y peladas. Pero si el claro estaba distinto, el cambio experimentado por la granja hacía el lugar casi irreconocible.

La casa tenía un aspecto muy remozado con el nuevo techado de bálago y el establo se había reconstruido por completo; era mucho más grande que antes y no estaba ladeado en absoluto. Los caballos llenaban un amplio cercado situado junto al establo, y el redil de las ovejas y el corral de las vacas se habían desplazado a más distancia. Las cabras también estaban guardadas ahora en apriscos, en tanto que unas ordenadas filas de gallineros guardaban las gallinas. Se habían talado árboles, haciendo retroceder la línea del bosque. Una docena de grandes tiendas blancas formaba una hilera detrás del establo, y muy cerca se alzaban los armazones de dos edificios mucho más grandes que el establo, donde un grupo de mujeres se había sentado fuera para hacer labores y vigilar a una veintena de niños que hacían rodar aros, se lanzaban pelotas o jugaban con muñecas.

El cambio más drástico era el experimentado por los estudiantes, casi todos ellos vestidos con chaquetas negras de cuello alto y corte ajustado; y muy pocos sudaban. Debían de ser bastantes más de cien, de todas las edades. Rand no tenía ni idea de que los reclutamientos de Taim hubiesen tenido tan buenos resultados. La sensación del Saidin parecía henchir el aire. Algunos hombres practicaban la ejecución de tejidos, prendiendo fuego a tocones o haciendo añicos las piedras o inmovilizándose unos a otros con ataduras de Aire. Otros encauzaban para sacar agua del pozo, los pozales aferrados con Aire, o empujaban carretillas de estiércol desde el establo o apilaban leña. No todos encauzaban. Henre Haslin observaba con ojo crítico a una fila de hombres desnudos de cintura para arriba que ejercitaban los movimientos de esgrima con espadas de práctica. Con su ralo pelo blanco y su bulbosa y roja nariz, Haslin sudaba más que sus pupilos y a buen seguro echaba de menos un trago de vino, pero observaba y corregía los errores con tanta dureza como cuando era Maestro de Armas de la Guardia de la Reina. Saeric, un canoso Goshien de los Agua Roja al que le faltaba la mano derecha, tenía bajo su pétrea mirada a otra fila de hombres sin camisa. Uno de ellos lanzaba patadas hacia arriba, a la altura de la cabeza, giraba sobre sí mismo y daba otra patada; después volvía a girar y pateaba con la otra pierna, así una y otra vez, mientras los demás asestaban puñetazos al aire frente a ellos tan deprisa como podían. En resumen, que los hombres distaban mucho de ser aquel lamentable puñado de ineptos que Rand había visto la última vez que había acudido a la granja.

Un hombre con chaqueta roja que debía de rondar la madurez, se plantó delante de Rand. Tenía una nariz afilada y una boca de gesto burlón.

—¿Quién eres tú? —demandó con acento tarabonés—. Supongo que has venido a la Torre Negra para aprender, ¿no? Deberías haber esperado en Caemlyn a que te trajera la carreta. Así habrías dispuesto de un día más para lucir esa bonita chaqueta.

—Soy Rand al’Thor —dijo sosegadamente. Y lo hizo así para no dar rienda suelta a su súbita rabia. Ser educado no costaba nada y si este necio no lo entendía así pronto…

Si acaso, la mueca burlona se acentuó en los labios del hombre.

—De modo que eres él, ¿verdad? —Miró a Rand de arriba abajo con actitud insolente—. Pues no me pareces gran cosa. Creo que hasta yo podría…

Un flujo de Aire se solidificó justo antes de asestarle un golpe debajo de la oreja, y el tipo se desplomó como un saco.

—A veces es necesario imponer disciplina con mano dura —dijo Taim, que se acercó y miró al hombre desplomado en el suelo. Su voz casi sonaba jovial, pero sus oscuros y rasgados ojos contemplaban al que había golpeado con una expresión mortífera—. Uno no puede decirle a un hombre que tiene poder para hacer que la tierra tiemble y después esperar que ande encogido. —Los dragones que trepaban por las mangas de su negra chaqueta brillaban con el sol; el hilo dorado podía explicar ese brillo pero ¿qué hacía relucir de ese modo el azul? De repente levantó la voz—. ¡Kisman! ¡Rochaid! Llevaos a Tolvar y mojadlo hasta que vuelva en sí. Nada de Curación, os lo advierto. Tal vez un buen dolor de cabeza le enseñe a tener quieta la lengua.

Dos hombres, también con chaquetas negras, ambos más jóvenes que Rand, llegaron corriendo y se inclinaron sobre Tolvar; entonces vacilaron y miraron de reojo a Taim. Un instante después, Rand sintió que el Saidin los llenaba; flujos de Aire alzaron al desmayado Tolvar y los dos jóvenes se alejaron al trote, con él flotando entre ambos.

«Debería haberlo matado hace mucho tiempo —jadeó Lews Therin—. Tendría que… Tendría…» Trataba de llegar a la Fuente.

«¡No, maldito seas! —pensó Rand—. ¡No lo harás! ¡Sólo eres una jodida voz!»

Con un gemido que se fue perdiendo en la distancia, Lews Therin se alejó. Rand respiró lenta y profundamente. Taim lo estaba observando con aquella casi sonrisa en los labios.

—¿Les enseñas Curación? —preguntó Rand.

—Lo poco que sé, en primer lugar. Incluso antes de aprender a no sudar hasta morirse con este tiempo. Un arma pierde su utilidad si queda descartada con la primera herida. Aun así, ya he tenido bajas, uno que se mató a sí mismo absorbiendo en exceso y tres que estallaron en llamas, pero todavía no ha muerto ninguno por una herida de espada. —Se las ingenió para dar un timbre muy despectivo a la palabra «espada».

—Entiendo —se limitó a contestar Rand. Uno muerto y tres abrasados. ¿Tendrían tantas bajas las Aes Sedai en la Torre Blanca? Claro que allí hacían las cosas paso a paso, mientras que ellos no podían permitirse el lujo de ir despacio—. ¿Qué es eso de la Torre Negra a la que aludió ese tipo? No me gusta cómo suena, Taim. —Lews Therin habían empezado de nuevo a murmurar y a gemir, casi como si estuviese hablando.

El otro hombre se encogió de hombros a la par que contemplaba la granja y a los estudiantes con el orgullo de un amo y señor.

—Es un nombre que los estudiantes utilizan. No se puede seguir llamando a esto «la granja». Ciertamente no les satisfacía; querían algo más. La Torre Negra, en contrapeso a la Torre Blanca. —Ladeó la cabeza y miró a Rand casi de reojo—. Puedo suprimirlo, si lo deseáis. Resulta bastante fácil eliminar una palabra de los labios de los hombres.

Rand dudó. Fácil conseguir que no pronunciaran el nombre, tal vez, pero no borrarlo de sus mentes. Y había que llamarlo de alguna manera. No se le había ocurrido antes. ¿Y por qué no la Torre Negra? Empero, al contemplar la casa y los armazones —más grandes, pero simple madera— el nombre lo hizo sonreír.

—Déjalo estar. —Tal vez los comienzos de la Torre Blanca habían sido igualmente humildes, si bien la Torre Negra nunca dispondría de tiempo para crecer y rivalizar con la Blanca. Aquello borró su sonrisa; miró tristemente a los niños. También él estaba jugando, como ellos, fingiendo que habría oportunidad de construir algo que perdurara—. Reúne a los estudiantes, Taim, he de decirles varias cosas.

Había ido esperando reunirlos a su alrededor y entonces, al comprobar su número, quizá dirigirse a ellos desde la caja de la destartalada carreta que, al parecer, ya no estaba. Sin embargo, Taim tenía una plataforma para pronunciar discursos, un liso y negro bloque de piedra tan pulido que relucía como un espejo con la luz del sol y en el que había dos escalones tallados en la parte posterior. Se alzaba en una zona despejada, detrás de la casa, con el suelo allanado, desbrozado y apelmazado en derredor. Las mujeres y los niños se reunieron a un lado para observar y escuchar.

Desde lo alto de la piedra Rand tuvo ocasión de apreciar hasta dónde había llegado Taim en sus reclutamientos. Jahar Narishma,

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