caer sobre su regazo.
—Min —dijo, pasmado—. ¿Qué estás haciendo?
—Convenciéndote de que soy una mujer, palurdo. ¿Es que no parezco una mujer? ¿Es que no huelo como una mujer? —Ahora que Rand se fijaba, la envolvía un tenue aroma a flores—. ¿Es que no siento como…? Bueno, ya es suficiente. Responde a la pregunta, pastor.
El hecho de dirigirse a él con los términos «palurdo» y «pastor» fue lo que acalló su sensación de alarma. Lo cierto es que estaba realmente guapa sentada en sus rodillas. Pero era Min, que lo tenía por un pueblerino con pelo de dehesa y muy poco sentido común.
—Luz, Min, sé que eres una mujer. No era mi intención insultarte. Pero también eres una amiga y me siento a gusto a tu lado. Estando contigo puedo hacer el tonto, puedo decirte cosas que no le diría a nadie, ni siquiera a Mat o a Perrin. Cuando te tengo cerca, es como si todas las tensiones que me agobian y todas las contracturas que me agarrotan los hombros y que ni siquiera había notado que tenía desapareciesen. ¿No te das cuenta, Min? Me gusta estar cerca de ti. Te he echado de menos.
Ella se cruzó de brazos y lo miró de reojo, frunciendo el entrecejo. Una de sus piernas se movió repetidamente; de haber tenido el pie apoyado en el suelo habría estado dando golpecitos con él.
—Todo eso que has dicho sobre Elayne. Y la tal… Aviendha. Por cierto, ¿quién es? Me suena como si las amases a las dos. Oh, deja de rebullir y estáte quieto de una vez. Me debes una explicación. Habráse visto, decir que no soy… En fin, respóndeme. ¿Amas a las dos?
—Tal vez sí —contestó lentamente—. La Luz me asista, creo que quizá sí. ¿Significa eso que soy un libertino o simplemente un necio ansioso?
Min abrió la boca pero la cerró al punto; sacudió la cabeza con irritación y apretó los labios. Rand se apresuró a continuar antes de que le contestara en cuál de las dos categorías consideraba que encajaba mejor; realmente no quería oírlo en boca de ella.
—Ahora ya no importa, de todos modos. Se acabó. Mandé lejos a Aviendha y no dejaré que regrese. Y yo no me permitiré acercarme a ninguna de las dos a menos de un kilómetro o de diez si de mí depende.
—¡Por amor de…! ¿Por qué, Rand? ¿Qué derecho tienes a hacer esa elección por ellas?
—¿Es que no te das cuenta, Min? Soy una diana y cualquier mujer a la que ame se convierte también en un blanco. Aun en el caso de que la flecha apunte hacia mí podría darle a ella. Y también es posible que el tiro esté dirigido a esa mujer. —Respirando agitadamente, Rand se recostó, con los brazos apoyados en los del sillón. Min se giró un poco y lo estudió con una expresión tan seria como él no había visto nunca en su rostro. La muchacha siempre estaba sonriente, como si le hiciera gracia cuanto la rodeaba. Mejor que no fuera así en este momento, porque él hablaba muy en serio—. Lan me dijo que él y yo somos iguales en ciertos aspectos y tiene razón. Dijo que hay hombres que irradian muerte. Él mismo. Yo. Cuando un hombre así se enamora, el mejor regalo que puede hacer a esa mujer es poner la mayor distancia posible entre ambos y cuanto antes. Lo entiendes, ¿verdad?
—Lo que entiendo… —Enmudeció y guardó silencio un momento—. Está bien. Soy tu amiga y me alegra que lo sepas, pero no pierdas el tiempo pensando que voy a darme por vencida. Te convenceré de que no soy ni un hombre ni un caballo.
—Min, ya te he dicho que…
—Oh, no, pastor. Eso no basta. —Se retorció en su regazo de un modo que lo hizo carraspear y plantó el índice en su pecho—. Quiero ver lágrimas en tus ojos cuando lo digas. Quiero que se te caiga la baba y que la voz te salga entrecortada. No creas que vas a salir de rositas de este apuro porque pienso hacértelo pagar.
Rand se echó a reír sin poder evitarlo.
—Min, de verdad es estupendo tenerte aquí. Sólo me ves como un patán de Dos Ríos, ¿a que sí?
La actitud de ella cambió de manera relampagueante.
—Te veo a ti, Rand —musitó muy quedo—. A ti. —Se aclaró la voz y se colocó remilgadamente, con las manos sobre las rodillas y un aire formal. Si es que era posible hacer algo así encontrándose sentada como estaba—. Será mejor que siga hablando del motivo de mi viaje. Al parecer estás enterado de lo de Salidar. Eso va a provocar que se arqueen muchas cejas, te lo advierto. Lo que probablemente no sepas es que no he venido sola. Hay una embajada de Salidar en Caemlyn, para verte.
El rezongo de Lews Therin sonó como un trueno lejano dentro de su cabeza. La mención de Aes Sedai siempre lo alteraba desde lo de Alanna y la vinculación, si bien no tanto como cuando Taim estaba cerca.
A pesar del refunfuño de Lews Therin, Rand estuvo a punto de sonreír. Había sospechado algo así tan pronto como Min le entregó la carta de Elayne. La confirmación era casi la prueba de que estaban asustadas, como había imaginado. ¿Cómo iban a estar si no, siendo rebeldes que se habían visto obligadas a esconderse en los aledaños del poder de los Capas Blancas? También era más que probable que estuviesen deseosas de hallar el modo de volver a la Torre Blanca, mordiéndose las uñas mientras discurrían cómo reanudar las buenas relaciones con Elaida. Por lo que él sabía de esa mujer, tenían muy pocas posibilidades de lograrlo y ellas debían de saberlo mejor que él. Si habían enviado una embajada al Dragón Renacido, a un hombre capaz de encauzar, entonces es que tenían que estar más que dispuestas a aceptar su protección. Esto no se parecía en nada a la propuesta de Elaida quien, por lo visto, creía que podía comprarlo y seguramente meterlo en una jaula como a un pájaro canoro. Las vagas promesas de Egwene sobre Aes Sedai que lo respaldarían estaban a punto de hacerse realidad.
—¿Quién ha venido contigo? —preguntó—. A lo mejor la conozco. —En realidad no conocía a ninguna Aes Sedai salvo a Moraine, que estaba muerta, pero sí había tenido encuentros con algunas. Si era una de ellas, quizá complicase las cosas. En esos días era realmente el joven campesino al que aludía Min y que se encogía cada vez que una Aes Sedai lo miraba.
—Hay más de una, Rand. De hecho, son nueve. —Él dio un respingo, y Min continuó apresuradamente—. Es para honrarte, Rand. El triple de hermanas que envían a un rey o una reina. Merana, que es la que tiene el mando, es del Ajah Gris y vendrá a palacio esta tarde, sola. Y sólo se acercarán a ti de una en una cada vez si no te sientes a gusto habiendo más. Han tomado habitaciones en La Corona de Rosas, en la Ciudad Nueva. Prácticamente la han ocupado, con todos los Guardianes y la servidumbre. Merana me envió primero porque te conozco, para allanar el camino. No buscan hacerte ningún daño, Rand. Estoy segura.
—¿Es eso una visión, Min, o una opinión tuya? —Qué extraño resultaba estar manteniendo una conversación seria con una mujer sentada en sus rodillas, pero, al fin y a la postre, era Min. Eso lo cambiaba todo. Sólo que tenía que estar recordándoselo a sí mismo continuamente.
—Una opinión mía —admitió de mala gana—. Rand, veo sus auras a diario, desde que salimos de Salidar. Si tuvieran intención de perjudicarte, tendría que haber visto algo. No puedo creer que no surgiera ninguna imagen de ello durante todo ese tiempo. —Rebulló y le dirigió una mirada preocupada que enseguida dio paso a una firme determinación—. Y, a propósito, creo que debería decirte algo. Vi un halo a tu alrededor en el salón del trono. Unas Aes Sedai van a hacerte daño. O mujeres que pueden encauzar, en cualquier caso. Era muy confuso y no estoy segura respecto a lo de las Aes Sedai. Pero podría suceder más de una vez. Creo que ésa es la razón de que todo esté tan embrollado. —Él la miró en silencio y sonrió—. Eso es lo que me gusta de ti, Rand. Aceptas lo que puedo hacer y lo que no. No me preguntas si estoy segura o cuándo va a ocurrir. Nunca pides más de lo que sé.
—Bueno, pues voy a hacerte una pregunta, Min. ¿Puedes asegurar que esas Aes Sedai de tu visión no son las que han venido contigo?
—No —admitió, lisa y llanamente.
Ésa era una cosa que a Rand le gustaba de ella: nunca intentaba salirse por la tangente.
«He de tener cuidado —susurró con resolución Lews Therin—. Hasta estas chicas medio entrenadas pueden ser peligrosas habiendo nueve. Tengo que…»
«Soy yo el que tiene que», pensó firmemente Rand. Hubo un instante de desconcierto por parte de Lews Therin y después regresó a su recóndito rincón. Siempre lo hacía cuando Rand le hablaba. El único problema era que Lews Therin parecía ver y oír más de manera progresiva y se proponía actuar en consecuencia. No se había producido ningún otro intento por su parte de aferrar el Saidin, pero ahora Rand estaba alerta. El hombre quería el cuerpo y la mente de Rand para sí aunque no le pertenecían, y si alguna vez conseguía hacerse con el control Rand no estaba seguro de recuperarlo. Lews Therin Telamon hablando y caminando mientras Rand al’Thor se convertía en una voz dentro de su cabeza.
—Rand —llamó Min con inquietud—, no me mires así. Estoy de tu parte, si se trata de tomar partido por unos o por otros. Quizás haya algo de eso. Creen que les contaré todo lo que me digas, pero no lo haré, Rand. Sólo quieren saber cómo tratar contigo, qué pueden esperar, pero no les diré ni una palabra que tú no quieras que les diga. Y si me pides que mienta, lo haré. Ignoran lo de mis visiones. Ese don es para ti, Rand. Sabes que observaré a todo aquel que me digas, incluidas Merana y las demás.
Rand se obligó a esbozar una mueca y se aseguró de que su voz sonase suave:
—Tranquilízate, Min. Sé que estás de mi parte. —Ésa era la pura verdad. Desconfiar de Min sería como desconfiar de sí mismo. De Lews Therin ya se había ocupado de momento; ahora tenía que ocuparse de la tal Merana y su embajada—. Diles que pueden venir de tres en tres. —Era lo que Lews Therin había aconsejado en Cairhien: no más de tres a la vez. Por lo visto el hombre creía que podía manejar a tres Aes Sedai; mostraba un obvio desdén hacia las que ahora se hacían llamar Aes Sedai. Empero, lo que en Cairhien había sido un límite era diferente allí. Merana quería que estuviese tranquilo y con buena disposición antes de que una sola Aes Sedai se le acercara. Que rumiara su invitación a que acudiesen tres y lo que ello podría significar—. Aparte de eso, ninguna de ellas puede entrar en la Ciudad Interior sin mi permiso. Y que no intenten encauzar estando conmigo. Díselo así, Min. Me daré cuenta en el instante en que abracen la Fuente y eso no me agradará. Díselo.
—Tampoco les va agradar mucho a ellas, pastor —repuso secamente—. Pero se lo comunicaré.
Un estruendo