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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 175
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esa avalancha era algo de lo que siempre procuraba evadirse; no sabía su significado más de lo que le ocurría con el resto de la gente, pero siempre estaban presentes. Con Rand, tenía que obligarse a mirarlas o, en caso contrario, no apartaría los ojos de su rostro. Una de aquellas imágenes la había vislumbrado cada vez que lo veía: millares, incontables lucecitas chispeantes, cual estrellas o luciérnagas, que se precipitaban hacia una inmensa negrura con el propósito de llenarla, entraban en ella y eran absorbidas. Parecía haber más luces de las que había visto anteriormente, pero la oscuridad también se las tragaba con mayor rapidez. Y había algo más, algo nuevo, un halo amarillo, marrón y púrpura cuya visión le provocó un nudo en el estómago.

Intentó visualizar algo en los nobles que estaban ante él —porque debían de ser eso sin duda, con aquellas levitas bellamente bordadas y aquellos vestidos de ricas sedas— pero no surgió ninguna imagen ni halo de ellos. Era lo normal con casi toda la gente y la mayoría del tiempo; y cuando sí veía, lo más frecuente era que no supiera lo que pronosticaban tales visiones. Aun así, estrechó los ojos, esforzándose con empeño. Si conseguía ver una imagen, un halo, a lo mejor podría servirle de alguna ayuda. A juzgar por los comentarios que había oído desde que habían entrado en territorio de Andor, le vendría bien toda la ayuda posible.

Suspiró profundamente y acabó dándose por vencida. Escrutar y esforzarse no servía de nada a menos que hubiese algo que ver.

De repente advirtió que los nobles se estaban retirando, que Rand se había incorporado y que Enaila le hacía señas con la mano para que entrara. Rand sonreía. Min creyó que el corazón le iba a estallar en el pecho. De modo que así era como se sentían todas esas mujeres de las que ella se había reído porque se echaban a los pies de un hombre. No. Ella no era una chiquilla atolondrada; era mayor que él, había dado su primer beso cuando él todavía pensaba que escaquearse de cuidar el rebaño de ovejas era lo más divertido del mundo, y que… «Luz, no permitas que me flaqueen las rodillas.»

Rand soltó descuidadamente el Cetro del Dragón en el asiento del trono, descendió del estrado de un salto y cruzó el gran salón a la carrera. Tan pronto como llegó ante Min la levantó por las axilas a pulso y empezó a dar vueltas con ella cuando Dyelin y los demás no se habían marchado todavía. Varios nobles los miraron de hito en hito, aunque saltaba a la vista que a Rand le importaba un ardite; por él, podían seguir mirándolos.

—Luz, Min, qué alegría volver a verte la cara —rió. Y lo decía en serio; sobre todo después de tener que estar mirando el pétreo rostro de Dyelin o de Ellorien. Pero si Aemlyn, Arathelle, Pelivar, Luan y todos ellos, del primero al último, hubiesen proclamado su regocijo porque Elayne estuviese de camino a Caemlyn en lugar de contemplarlo fijamente, con desconfianza e incluso con el insulto «mentiroso» asomando a sus ojos, se habría sentido igual de contento de ver a Min.

Cuando la soltó en el suelo, la mujer se tambaleó contra él, agarrándole los brazos y respirando entrecortadamente.

—Lo siento —se disculpó—. No era mi intención hacer que te mareases. Pero es que me siento realmente feliz al verte.

—Bueno, pues has hecho que me maree, palurdo —rezongó contra su pecho. Se obligó a separarse de él y alzó la cara para mirarlo, iracunda, a través de las largas pestañas—. He cabalgado una larga distancia, he llegado en mitad de la noche y lo único que me faltaba es que me cogieras y me zarandearas como a un saco de patatas. ¿Es que nunca vas a aprender a tener modales?

—Palurdo —rió él suavemente—. Min, puedes acusarme de mentiroso pero te aseguro que he echado de menos oírte llamarme eso.

La joven no le dijo nada; se limitó a mirarlo intensamente, la expresión iracunda ausente por completo. De repente a Rand sus pestañas le parecieron más largas de lo que recordaba.

Cayendo en la cuenta de dónde estaban, la tomó de la mano. Un salón del trono no era lugar para reunirse con viejos amigos.

—Ven, Min, nos tomaremos un poco de ponche fresco en mi sala de estar. Somara, voy a mis aposentos, así que puedes mandar retirarse a todo el mundo, pues no os voy a necesitar.

A Somara no pareció gustarle mucho aquella orden, pero relevó de servicio a todos los Aiel salvo Enaila y ella misma. Ambas parecían algo hoscas, cosa que Rand no entendió. Había permitido a Somara reunir dentro de palacio a todos los guerreros que quisiera porque Dyelin y los otros se dirigían hacia allí. Bashere se hallaba en el campamento de sus jinetes al norte de la ciudad por el mismo motivo. Lo de las Doncellas porque sería un recordatorio, y la ausencia del general shienariano porque con él quizá fuesen demasiados recordatorios. Confiaba en que las dos Doncellas no estuvieran planeando comportarse en plan maternal. Rand tenía la impresión de que se alternaban en las guardias más a menudo de lo que en realidad les correspondía por turno, pero Nandera era tan inflexible como Sulin en lo tocante a que él dijese específicamente quién tenía que hacer qué. Podría dirigir a las Far Dareis Mai, pero, para empezar, no era una Doncella y lo otro no era asunto de su incumbencia.

Mientras la conducía de la mano corredor adelante, Rand advirtió que Min contemplaba los tapices, arcones y mesas taraceados, cuencos dorados y altos jarrones de porcelana de los Marinos colocados en hornacinas; y que examinaba a Enaila y a Somara de pies a cabeza, tres veces a cada una. Pero no lo miró a él una sola vez ni pronunció ninguna palabra. Su mano envolvía la de la mujer y sintió el pulso en su muñeca a un ritmo tan alocado como el de un caballo desbocado. Esperaba que Min no se hubiese enfadado de verdad por haberle dado vueltas en el aire.

Para gran alivio de Rand, Somara y Enaila tomaron posiciones a ambos lados de la puerta, aunque ambas le asestaron una mirada impasible cuando pidió ponche, y tuvo que repetirlo. Cuando entró en la sala de estar, se quitó la chaqueta y la echó sobre una silla.

—Siéntate, Min, siéntate. Ponte cómoda y relájate. Traerán el ponche enseguida. Tienes que contármelo todo. Dónde has estado, cómo has venido a parar aquí, por qué has llegado en plena noche. Es peligroso viajar cuando está oscuro, Min. Ahora más que nunca. Te daré las mejores habitaciones de palacio, es decir, las mejores en segundo lugar, porque éstas son las mejores. Y te proporcionaré una escolta Aiel para que te acompañe a donde quieras ir. Cualquier matasiete o bravucón se quitará el sombrero e inclinará la cabeza si es que no trepa por la pared de un edificio para quitarse de en medio.

Por un momento creyó que ella se echaría a reír, pero Min siguió plantada junto a la puerta, hizo una profunda inhalación y sacó una carta del bolsillo.

—No puedo decirte de dónde vengo porque lo prometí, Rand, pero Elayne está allí y…

—En Salidar —la interrumpió y sonrió al ver el modo en que abría los ojos de par en par—. Sé unas cuantas cosas, Min. Quizá más de lo que piensan algunas personas.

—Eh… ya lo veo —musitó con un hilo de voz. Le puso bruscamente la carta en las manos y luego volvió a retroceder. Su voz cobró firmeza al añadir—: Juré que lo primero que haría sería darte eso. Adelante, léelo.

Rand reconoció el sello, un lirio estampado en cera de color amarillo oscuro, así como la fluida escritura de Elayne con su nombre, y vaciló antes de abrir la carta. Los cortes radicales, por lo sano, eran lo mejor y él había hecho uno, pero con la carta en la mano todas sus resoluciones se fueron al traste. Leyó la misiva, tras lo cual se sentó encima de la chaqueta roja y volvió a leerla. Ciertamente era corta.

«Rand,

»Creo haber expresado claramente mis sentimientos hacia ti. Ten presente que no han cambiado. Espero que sientas por mí lo que siento yo por ti. Min puede ayudarte, si le haces caso. La quiero como a una hermana y confío en que tú la quieras como yo.

»Elayne.»

Debía de estar acabándosele la tinta, porque las últimas palabras eran unos garabatos apresurados, muy distintos del trazo elegante del resto. Min había estado desplazándose furtivamente y torciendo la cabeza en un intento de leer la carta sin que resultara demasiado obvio, pero cuando Rand se incorporó para quitar la chaqueta sobre la que se había sentado —el ter’angreal del hombrecillo gordo estaba en un bolsillo y se le clavaba— volvió a recular.

—¿Es que todas las mujeres tratan de volver locos a los hombres? —masculló.

—¿Qué?

Él bajó la vista hacia la carta y dijo como si hablara consigo mismo:

—Elayne es tan hermosa que no puedo evitar quedarme embobado cuando la miro, pero la mitad del tiempo no sé si quiere que la bese o que me arrodille a sus pies. En honor a la verdad, a veces deseé arrodillarme… y adorarla, que la Luz me asista. Aquí dice que sé lo que siente por mí. Me ha escrito otras dos cartas antes que ésta, una rebosante de amor y la otra para decirme que no quería volver a verme nunca. Cuántas veces me he quedado sentado deseando que la primera fuera la de verdad y la segunda algún tipo de broma o error o… Y Aviendha. También es hermosa, pero cada día que he pasado a su lado ha sido una batalla. Nada de besos, ya no. Ni queda la más leve duda sobre los sentimientos que le inspiro. Se alegró más ella de alejarse de mí que yo de verla partir. Sólo que sigo esperando encontrarla cuando me doy media vuelta; pero no está y es como si me faltara una parte de mí. A decir verdad echo de menos esa brega y hay ocasiones en que me sorprendo pensado: «Todavía existen cosas por las que merece la pena luchar».

Algo en el silencio de Min le hizo alzar la cabeza. Lo miraba fijamente, con el semblante tan inexpresivo como el de una Aes Sedai.

—¿Nunca te ha dicho nadie que es una falta de educación hablar a una mujer de otra? —Su tono era totalmente impávido—. Y mucho menos hablarle de dos mujeres.

—Min, eres una amiga —protestó—. No pienso en ti como una mujer. —Era lo peor que podía haber dicho y lo supo en el momento en que las palabras salieron de su boca.

—¿De veras?

La joven se echó la chaqueta hacia atrás y plantó las manos en las caderas, pero no con la pose enfadada que él conocía tan bien. Sus muñecas estaban giradas de manera que los dedos apuntaban hacia arriba y, de algún modo, aquello lo cambiaba todo. Y tenía doblada una rodilla y eso… Por primera vez la vio realmente; no sólo a Min, sino su aspecto. No el habitual atuendo de chaqueta y pantalones marrones, sino de un tono rosa y con bordados. No el habitual cabello corto que apenas le tapaba las orejas, sino tirabuzones que le rozaban los hombros.

—¿Te parezco un chico?

—Min, yo…

—¿Tengo aspecto de hombre? ¿De caballo? —En una rápida zancada se plantó a su lado y se dejó

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