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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 174
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rápidamente que dio la impresión de estar en un instante en un sitio y al siguiente en el otro.

—¿Cómo se llama? —Sus verdes ojos echaban chispas, y la joven tenía empuñado el cuchillo.

Elayne casi se echó a reír. «Hace un momento hablaba de compartir y ahora está tan furiosa como… como… Como yo —terminó, en absoluto complacida con la idea. Esto podría haber sido mucho peor. Podría haberse tratado de Berelain. Puesto que tenía que haber alguien más, podía muy bien ser Aviendha—. Y también yo podría enfrentarme a la situación y aceptarla en lugar de tener una pataleta como una niñita mimada.» Se sentó en la cama y entrelazó las manos sobre el regazo.

—Enfunda esa arma y siéntate, Aviendha. Y, por favor, ponte la blusa. Tengo mucho que contarte. Hay una mujer, amiga mía, mi medio hermana, llamada Min…

Aviendha se vistió, pero pasó un buen rato antes de que se sentara, y bastante rato más antes de que Elayne la convenciese de que no debían aunar fuerzas para liquidar a Min. Al menos, accedió a esto último.

—He de conocerla —dijo finalmente la Aiel—. No lo compartiré con una mujer a la que no pueda querer como una primera hermana. —Habló mientras miraba escrutadoramente a Elayne, que suspiró.

Aviendha estaba dispuesta a considerar el compartirlo con ella. Min ya había asumido compartirlo. ¿Es que era ella la única normal de las tres? Según el mapa que guardaba debajo del colchón, Min llegaría pronto a Caemlyn o quizá ya estaba allí. Ignoraba lo que quería que pasara en la capital de Andor; lo único que sabía con certeza era que deseaba que Min utilizara su don para ayudarlo. Lo que significaba que Min tendría que estar cerca de él. Y, mientras tanto, ella viajaría a Ebou Dar.

—¿Hay algo fácil en la vida, Aviendha?

—No cuando hay hombres involucrados.

Elayne no supo qué la sorprendió más, si encontrarse de repente riendo o que lo hiciera Aviendha.

41. Una amenaza

Cruzando Caemlyn a caballo, despacio, bajo un sol de justicia a media mañana, Min realmente vio muy poco de la ciudad. Apenas reparó en la gente y en las sillas de mano, carretas y carruajes que abarrotaban las calles salvo para guiar a su yegua castaña a fin de sortearlos. Siempre había soñado con vivir en una gran urbe y viajar a lugares exóticos, pero ese día las espectaculares torres cubiertas con tejas relucientes y las fascinantes vistas que surgían a medida que la calle rodeaba una colina casi le pasaron inadvertidas. Grupos de Aiel caminando entre la muchedumbre, que dejaba un hueco despejado a su alrededor, atrajeron algo más su atención, así como las patrullas de jinetes de nariz aguileña y a menudo con barba, pero sólo porque le recordaron los rumores que habían empezado a oír estando todavía en Murandy. Merana se había puesto furiosa a causa de esas historias y también por la evidencia, en forma de restos calcinados, de la presencia de seguidores del Dragón con que habían topado en dos ocasiones; sin embargo Min creía que algunas de las otras Aes Sedai estaban preocupadas. Cuanto menos hablaran de lo que pensaban sobre la amnistía de Rand, mejor.

Al borde de la plaza, frente al Palacio Real, sofrenó a Galabardera y se enjugó el sudor de la cara con un pañuelo orlado con puntilla que volvió a guardar en la manga de la chaqueta. Sólo había unas cuantas personas dispersas por el amplio espacio ovalado, tal vez debido a que los Aiel montaban guardia a las puertas principales del palacio. Más Aiel ocupaban balconadas de mármol o se desplazaban con gráciles movimientos por las altas pasarelas cubiertas con columnatas, como leopardos. El León Blanco de Andor ondeaba con la brisa sobre la cúpula más alta del palacio. Otra bandera carmesí tremolaba en una de las torres, un poco más abajo que la de la cúpula blanca, agitada por el leve soplo del aire justo lo suficiente para que se viese el antiguo símbolo de los Aes Sedai, blanco y negro.

Al ver a aquellos Aiel se alegró de haber rechazado la oferta de un par de Guardianes como escolta; sospechaba que entre unos y otros podían saltar chispas. En fin, no había sido precisamente una oferta y su modo de rehusar fue escabullándose una hora antes de la acordada, según el reloj que había sobre la repisa de la chimenea de la posada. Merana era de Caemlyn y cuando llegaron antes del amanecer los condujo directamente a la que, según sus palabras, era la más selecta posada de la Ciudad Nueva.

Sin embargo, no era la presencia de los Aiel el motivo de que Min permaneciera quieta en la silla. No del todo, aunque había oído todo tipo de historias terribles sobre los Aiel de rostro velado. Su chaqueta y sus calzas eran de la mejor y más fina lana que había podido encontrar en Salidar, en un tono rosa pálido, con minúsculas flores azules y blancas bordadas en solapas y puños, así como en los costados de las perneras. La camisa también era de corte masculino, pero de seda color cremoso. En Baerlon, después de que su padre muriese, sus tías habían intentado convertirla en lo que ellas llamaban una mujer como es debido, aunque quizá su tía Miren comprendió que después de diez años correteando por las minas vestida con ropas de chico tal vez fuera demasiado tarde para enfundarla en un vestido. Aun así, lo habían intentado, y ella se había resistido con la misma obstinación con que se había negado a aprender a utilizar una aguja de coser. Aparte de un episodio poco afortunado sirviendo mesas en El Reposo de los Mineros —un lugar bronco, pero en el que no había estado mucho tiempo; Rania, Jana y Miren se habían encargado del asunto con toda contundencia cuando se enteraron y dio igual que por entonces tuviese ya veinte años—, salvo esa vez nunca se había puesto un vestido por propia voluntad. Ahora estaba pensando que quizá tendría que haber encargado que le hiciesen uno en lugar de esta chaqueta y estas calzas. Un vestido de seda, con el corpiño muy ceñido y el escote bajo y…

«Tendrá que aceptarme como soy —pensó al tiempo que retorcía las riendas con irritación—. No pienso cambiar por ningún hombre.» Sólo que hasta no hacía mucho tiempo sus ropas eran tan sencillas como las de cualquier granjero y su cabello no le había caído casi hasta los hombros en tirabuzones. Serás como quiera que creas que él desea que seas, susurró una vocecilla dentro de su cabeza y Min la expulsó con una imaginaria patada, más fuerte de lo que nunca había pateado a cualquier mozo de cuadra que había intentado ponerse agresivo con ella, y a continuación taconeó los flancos de Galabardera sólo un tantico más flojo. Odiaba la mera idea de que las mujeres fuesen débiles en lo tocante a hombres. Sólo había un problema: estaba bastante segura de que iba a descubrir lo que era eso a no mucho tardar.

Desmontó frente a las puertas de palacio, palmeó a la yegua como queriendo decirle que no había sido su intención taconearla al tiempo que miraba con incertidumbre a los Aiel. La mitad eran mujeres y todas, salvo una, bastante más altas que ella. Los hombres igualaban la talla de Rand en su mayoría y algunos la superaban incluso. Todos, desde el primero al último, la estaban observando —bueno, daba la impresión de que vigilaban todo, pero indudablemente a ella también— y, que la joven viera, sin parpadear una sola vez. Con esas lanzas y adargas, los arcos a la espalda, las aljabas en la cadera y los enormes cuchillos al cinturón parecían prestos a matar. Las tiras de tela negra que llevaban colgando sobre el pecho debían de ser los velos. Había oído decir que los Aiel no mataban sin antes taparse la cara. «Espero que sea cierto.» Se dirigió a la mujer más baja. Enmarcado por un brillante cabello pelirrojo, tan corto como Min solía llevar antes, el tostado rostro podría haber sido una talla de madera; sin embargo, era incluso un poco más baja que ella.

—Vengo a ver a Rand al’Thor —dijo Min un tanto vacilante—. El Dragón Renacido. —¿Parpadearían alguna vez estas gentes?—. Me llamo Min. Me conoce y traigo un mensaje importante para él.

La mujer pelirroja se giró hacia los otros Aiel y gesticuló rápidamente con su mano libre. Las demás mujeres se echaron a reír mientras se volvía de nuevo hacia ella.

—Te conduciré hasta él, Min. Pero, si no te conoce, tardarás mucho menos en salir que en entrar. —Algunas de las Aiel también rieron por esto último—. Me llamo Enaila.

—Me conoce —repitió a la par que enrojecía. En las mangas de la chaqueta llevaba un par de cuchillos que Thom Merrilin le había enseñado cómo utilizar, pero tenía la impresión de que esta mujer se los quitaría y la despellejaría con ellos. Una imagen flotó de repente sobre la cabeza de Enaila y al punto desapareció; era una especie de corona o halo, pero Min no tenía ni idea de lo que significaba—. ¿Se supone que tengo que entrar también a mi yegua? No creo que Rand quiera verla. —Para su sorpresa, varios Aiel, hombres y mujeres, soltaron una risita y los labios de Enaila se curvaron levemente en las comisuras como si reprimiera las ganas de hacer lo mismo.

Un hombre se acercó para hacerse cargo de Galabardera —a Min le pareció que también era Aiel a pesar de la mirada gacha y el atuendo blanco— y ella siguió a Enaila, a través de las puertas y de un amplio patio, al interior del palacio propiamente dicho. Fue un cierto alivio ver sirvientes con libreas rojas y blancas recorriendo los pasillos jalonados de tapices y que miraban con precaución a los Aiel que también deambulaban por los corredores, pero no más de lo que habrían hecho con un perro desconocido. Min había llegado a pensar que encontraría el palacio ocupado únicamente por Aiel, con Rand rodeado por ellos y quizá vestido con una de esas chaquetas y calzas de tonalidades marrones, grises y verdes, mirándola sin parpadear.

Enaila se detuvo ante unas anchas y altas puertas adornadas con tallas de leones, que estaban abiertas, y gesticuló rápidamente con la mano a las Aiel que estaban de guardia. Todas eran mujeres. Una, con el cabello muy rubio y considerablemente más alta que la mayoría de los hombres, respondió del mismo modo.

—Espera aquí —le dijo Enaila, que a continuación entró.

Min dio un paso tras ella, pero una lanza se interpuso sin gestos bruscos en su camino, sostenida por la rubia mujer. O quizá no fue tan despreocupadamente, pero a Min no le importó. Podía ver a Rand.

Estaba sentado en un enorme trono dorado que parecía cubierto totalmente con dragones, vestía una chaqueta roja muy recargada con bordados dorados, y sostenía en las manos —¡quién lo habría imaginado!— un fragmento de lanza con borlones verdes y blancos. Otro trono se alzaba sobre un alto pedestal detrás de él, también dorado, pero con un león formado a base de gemas blancas sobre fondo rojo. El Trono del León, según los rumores que corrían. En ese momento, por ella Rand podría haber estado utilizándolo como escabel. Parecía cansado. Estaba tan guapo que a la joven se le encogió el corazón. Las imágenes danzaban a su alrededor de manera continua. Con las Aes Sedai y los Guardianes,

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