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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 166
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tal decisión por fin les entró en la cabeza, a Talmanes antes que a Nalesean. Daerid había estado asintiendo desde el principio.

—¿Qué te propones hacer, entonces? —inquirió Nalesean al tiempo que se atusaba la untada barba—. ¿Quedarte sentado y esperar a que vengan?

—Eso es exactamente lo que vais a hacer vosotros —respondió Mat. «¡Maldito Rand y su “quizá cincuenta Aes Sedai”! ¡Así se abrasen él y su “imponte un poco, intimídalas!”.» Esperar allí mismo hasta que alguien saliera del pueblo para preguntar quiénes eran y qué querían parecía una buena idea. Nada del tirón del ta’veren esta vez. Si había una batalla tendría que venir a él, porque no estaba dispuesto a caer en eso como un tonto.

—¿Están en esa dirección? —preguntó Aviendha mientras señalaba. Sin esperar respuesta, se acomodó el hatillo a la espalda y echó a andar hacia el oeste.

Mat la siguió con la mirada. Condenada Aiel. Probablemente algún Guardián intentaría cogerla también y el tipo acabaría sin cabeza. Bueno, tal vez no, siendo como eran los Guardianes; si Aviendha trataba de clavarle el cuchillo a uno de ellos, podría salir herida. Además, si lograba llegar hasta Elayne y se enzarzaba con ella por Rand tirándole del pelo o, peor aún, hincándole el cuchillo… La Aiel se alejaba a rápidas zancadas, casi trotando, ansiosa por llegar a Salidar. ¡Rayos y centellas!

—Talmanes, te quedas con el mando hasta que yo regrese, pero no mováis ni un dedo a menos que alguien lance un ataque abierto contra la Compañía. Estos cuatro te pondrán al corriente de la situación. Vanin, tú vienes conmigo. Olver, quédate cerca de Daerid por si necesita mandar algún mensaje. Puedes enseñarle a jugar a zorros y serpientes —añadió al tiempo que dedicaba una sonrisa a Daerid—. Me ha dicho que le gustaría aprender.

El aludido se quedó boquiabierto, pero Mat se puso en camino sin esperar más. Estaría bonito si acababa entrando en Salidar arrastrado por un Guardián y con un buen chichón en la cabeza. ¿Cómo reducir la posibilidad de que ocurriera eso? Los estandartes atrajeron su mirada.

—Tú quédate aquí —le dijo al canoso portaestandarte. Después se dirigió a los otros—. Vosotros dos, acompañadme. Y mantened esas cosas plegadas.

Su extraño y reducido grupo alcanzó a Aviendha enseguida. Si había algo que convenciera a los Guardianes para dejarlos seguir adelante sin ponerles impedimentos, un vistazo bastaría. No había amenaza en una mujer y cuatro hombres que, obviamente, no hacían nada para pasar inadvertidos y que llevaban dos banderas. Echó una ojeada a los portaestandartes del segundo escuadrón. A pesar de que seguía sin haber un soplo de brisa, los hombres llevaban las enseñas agarradas contra los astiles. Sus rostros estaban tensos. Sólo un necio querría que, mientras iba al encuentro de un montón de Aes Sedai, un repentino golpe de viento hiciera ondear aquellas telas.

Aviendha lo miró de reojo y después trató de quitarle el pie del estribo.

—Súbeme —ordenó secamente.

En nombre de la Luz, ¿por qué quería ahora ir a caballo? En fin, no estaba dispuesto a que la Aiel intentara encaramarse a toda costa y seguramente derribarlo en el proceso; había presenciado un par de veces cómo montaban los Aiel. Tras dar un manotazo a otra mosca, se inclinó y la cogió de la mano.

—Agárrate —dijo y la aupó a la grupa del animal, soltando un gruñido por el esfuerzo. Aviendha era casi tan alta como él y pesaba como un cebón—. Rodéame la cintura con un brazo y no te caerás. —Ella se limitó a mirarlo y se giró torpemente hasta ponerse a horcajadas, con la falda levantada hasta las rodillas y sin que enseñar las piernas de ese modo le importara lo más mínimo. Las tenía bonitas, pero él nunca volvería a tener relaciones con una Aiel aunque, como era el caso, no estuviese loca por Rand.

—El chico, Olver —habló a su espalda poco después—. ¿Los Shaido mataron a su padre?

Mat asintió sin volverse para mirarla. ¿Vería siquiera a un Guardián antes de que fuera demasiado tarde? Encabezando la marcha, Vanin cabalgaba hundido en la silla como siempre, cual un sudoroso saco, pero su vista era muy aguda.

—¿Su madre murió de hambre? —preguntó Aviendha.

—De eso o quizá de una enfermedad. —Los Guardianes llevaban aquellas capas que se fundían con cualquier entorno. Uno podía pasar junto a cualquiera de ellos sin verlo—. Olver no fue muy claro en ese punto y no quise insistirle. Él mismo la enterró. ¿Por qué lo quieres saber? ¿Crees estar en deuda con él puesto que perdió a su familia a manos de unos Aiel?

—¿En deuda con él? —Parecía sobresaltada—. No maté a ninguno de los dos y, aunque lo hubiese hecho, eran Asesinos del Árbol. ¿Cómo iba a tener toh? —Sin hacer una pausa continuó como si estuviese hablando del mismo tema—: No lo cuidas adecuadamente, Mat Cauthon. Sé que los hombres no saben nada sobre niños, pero es demasiado joven para pasarse el día entero entre varones adultos.

Entonces sí que Mat volvió la cabeza para mirarla. La joven se había quitado el pañuelo ceñido a la frente y se pasaba afanosamente un peine de piedra verde pulida por el rojizo cabello. Esa tarea parecía requerir toda su atención; aparte de no caerse del caballo. También se había puesto un collar de plata minuciosamente trabajado, así como un ancho brazalete de marfil tallado.

Mat sacudió la cabeza y volvió a escudriñar el bosque a su alrededor. Aiel o no, todas eran iguales en ciertos aspectos. «Si está llegando el fin del mundo, una mujer querrá tener tiempo para arreglarse el cabello. Y aún encontrará un momento para reprocharle a un hombre algo que ha hecho mal.» Aquella idea habría bastado para causarle risa si no hubiese estado tan ocupado preguntándose si los Guardianes estarían vigilándolo en ese mismo momento.

El sol había alcanzado el cenit y empezaba a sobrepasarlo cuando el bosque dio paso bruscamente a una zona despejada; menos de un centenar de pasos separaban la maleza del pueblo y, a juzgar por su aspecto, el terreno no llevaba mucho tiempo desbrozado. Salidar era una población de edificios de piedra con tejados de bálago y sus calles estaban muy concurridas y con gran ajetreo. Mat se puso la chaqueta; de fino paño de lana verde, con bordados dorados en cuello y puños, debería ser un atuendo adecuado para un encuentro con unas Aes Sedai. No obstante, se la dejó desabrochada; ni siquiera por unas Aes Sedai se moriría de calor.

Nadie intentó detenerlo cuando entró en el pueblo, pero la gente hacía un alto y todas las miradas se volvían hacia él y su extraña comitiva. Sabían su llegada, vaya que sí. Todos lo sabían. Dejó de contar rostros Aes Sedai después de llegar a cincuenta; y tardó demasiado poco en alcanzar ese número como para sentirse tranquilo. Entre la multitud no había soldados, si no se contaba a los Guardianes, algunos de los cuales llevaban aquellas capas de colores cambiantes; unos cuantos toquetearon las empuñaduras de sus espadas mientras lo veían pasar. El que no hubiese soldados en el pueblo significaba simplemente que se encontraban todos en los campamentos mencionados por Vanin. Y el hecho de que todos los soldados se encontraran en los campamentos indicaba que estaban preparados para emprender alguna acción. Mat esperaba que Talmanes estuviese cumpliendo a rajatabla sus instrucciones. Talmanes tenía sentido común, pero también casi tanta disposición como Nalesean para salir a la carga contra cualquiera. Mat habría dejado a Daerid al mando —el cairhienino había vivido demasiadas batallas para estar deseoso de lucha— pero los nobles no habrían pasado por eso. En Salidar no parecía que hubiese moscas. «Tal vez saben algo que yo ignoro.»

Alguien atrajo su atención; era una mujer bonita con una peculiar vestimenta —amplios pantalones amarillos y chaqueta corta de color blanco— y con el rubio cabello tejido en una compleja trenza que le llegaba a la cintura. Llevaba un arco, nada menos. No eran muchas las mujeres que utilizaban ese tipo de arma. Al reparar en que la estaba observando, la mujer se metió por un estrecho callejón lateral. El aspecto de la mujer parecía querer despertar un recuerdo en un rincón de su memoria, pero no sabría decir qué. Ése era uno de los problemas con aquellas viejas evocaciones; siempre estaba viendo gente que le recordaba a alguien que, cuando por fin conseguía acordarse, resultaba que llevaba muerto mil años. Tal vez había visto realmente a alguien parecido a ella. Esas lagunas de lo que recordaba como su propia vida tenían unos límites muy borrosos. «Seguramente es otra cazadora del Cuerno», pensó con ironía y la apartó de su mente.

No tenía sentido seguir adentrándose en el pueblo hasta que alguien hablara porque parecía que nadie iba a hacerlo. Mat sofrenó al caballo e, inclinando la cabeza, saludó a una mujer delgada de cabello oscuro que lo miró con una fría expresión interrogante. Era bonita, pero demasiado flaca para su gusto aunque no tuviera aquel rostro intemporal. ¿Quién querría clavarse un montón de huesos cada vez que diera un abrazo?

—Soy Mat Cauthon —anunció con tono inexpresivo. Si esperaba de él reverencias y cumplidos podía esperar sentada, pero suscitar su hostilidad sería una necedad—. Busco a Elayne Trakand y a Egwene al’Vere. Y también a Nynaeve al’Meara, supongo. —Rand no la había mencionado, pero sabía que la antigua Zahorí había partido con Elayne.

La Aes Sedai parpadeó sorprendida, bien que la serenidad reapareció en un visto y no visto. Los observó intensamente de uno en uno, deteniéndose un momento en Aviendha, para pasar de inmediato a los portaestandartes y mirarlos durante tanto tiempo que Mat se preguntó si no estaría viendo el dragón y el disco blanco y negro de las telas plegadas.

—Seguidme —dijo al cabo—. Veré si la Sede Amyrlin puede recibiros. —Se recogió la falda y echó a andar calle adelante.

Mientras Mat taloneaba a Puntos para ir tras ella, Vanin retuvo un momento a su caballo pardo y susurró:

—Preguntar algo a una Aes Sedai nunca es buena idea. Yo os habría indicado adónde ir. —Hizo un gesto con la cabeza hacia un edificio cuadrado de piedra que tenía tres pisos—. Lo llaman la Torre Chica.

Mat se encogió de hombros, incómodo. ¿La Torre Chica? ¿Y tenían a alguien aquí a la que llamaba Sede Amyrlin? No creía que la mujer se hubiese referido a Elaida. Rand se había equivocado otra vez. Esta pandilla no estaba asustada ni mucho menos. Eran demasiado engreídas para tener miedo. La delgaducha Aes Sedai se detuvo ante el edificio cuadrado.

—Esperad aquí —dijo con tono perentorio y después desapareció en el interior.

Aviendha se deslizó de la grupa al suelo y Mat la siguió de inmediato, listo para agarrarla si intentaba salir corriendo. Aunque le costara derramar un poco de sangre no iba a permitirle escapar y cortarle el cuello a Elayne antes de que él tuviese ocasión de hablar con la tal Amyrlin. Sin embargo, la mujer se limitó a quedarse de pie allí, con la mirada fija al frente y las manos enlazadas en la cintura y el chal sujeto a la altura de los codos. Parecía completamente tranquila, aunque Mat pensó que cabía la posibilidad de que estuviese aterrorizada. Si tenía una pizca de sentido común, debería estarlo. Su presencia había atraído a una multitud.

Habían empezado a reunirse Aes Sedai que rodearon al grupo ante la fachada de la Torre Chica y lo observaron de hito en hito; el semicírculo se fue engrosando a medida

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