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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 165
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que hayas venido a verme?

Elayne hizo una mueca mientras le daba vueltas al anillo de la Gran Serpiente en su mano derecha. Su mano derecha; sólo tenía que recordar que ahora también era Aes Sedai.

—Es Egwene. La Amyrlin, supongo que debería decir. Está preocupada, Sheriam, y confiaba en que pudieseis ayudarla. Sois la Guardiana y no sabía a quién más acudir. No he conseguido sacarle todo con claridad. Ya conocéis a Egwene; no se quejaría aunque le hubiesen cortado un pie. Es por Romanda, creo, aunque a quien mencionó fue a Lelaine. Una o las dos han estado calentándole los oídos respecto a permanecer aquí, en Salidar, de no movernos todavía porque es demasiado peligroso.

—Ése es un buen consejo —manifestó lentamente Sheriam—. Respecto a lo de peligroso, no lo sé, pero yo le daría el mismo consejo.

Elayne abrió los brazos con las palmas hacia arriba en un gesto de impotencia.

—Lo sé. Me dijo que lo hicisteis, pero… En fin, no lo admitió abiertamente, pero me parece que la asustan un poco esas dos. Sé que es la Amyrlin ahora, pero creo que la hacen sentirse como una novicia. Me da la impresión de que tiene miedo de que, si hace lo que quieren, aunque se trate de un buen consejo, esperarán que haga lo mismo la próxima vez. Creo… Oh, Sheriam, tiene miedo de ser incapaz de decir «no» la próxima vez si ahora dice «sí». Y… y también a mí me da miedo que ocurra eso. Sheriam, ella es la Sede Amyrlin; no debería estar dominada por Romanda o por Lelaine o por nadie. Sois la única que puede ayudarla. Ignoro cómo, pero sólo vos podéis.

Sheriam guardó silencio tanto tiempo que Elayne empezó a pensar que la otra mujer iba a decirle que todo aquello era absurdo.

—Haré cuanto esté en mi mano —respondió al cabo Sheriam.

Elayne reprimió un suspiro de alivio antes de caer en la cuenta de que habría dado lo mismo si lo hubiese soltado.

Egwene se echó hacia adelante, apoyando los brazos en los costados de la bañera de cobre y se dejó arrullar por la cháchara de Chesa mientras la mujer le frotaba la espalda. Había soñado con darse un baño de verdad, pero, de hecho, encontrarse sentada en agua jabonosa, perfumada con aceites aromáticos, resultaba extraño después de las tiendas de vapor Aiel. Había dado sus primeros pasos como Amyrlin, reuniendo a sus reducidas tropas e iniciado el ataque contra un enemigo mucho más numeroso. Recordaba haber oído decir a Rhuarc una vez, que cuando la batalla empieza, el jefe de combate ya no tiene realmente control sobre los acontecimientos. Ahora lo único que podía hacer era esperar.

—Aun así —musitó—, creo que las Sabias estarían orgullosas de mí.

38. Un frío repentino

El ardiente sol todavía ascendía a su espalda, y Mat se alegró de que su sombrero de ala ancha le diera un poco de sombra en la cara. El aspecto de ese bosque altaranés era el deslucido y mustio de la estación invernal aunque más seco de lo que sería lógico; cedros, alerces y otras especies perennes aparecían marchitos, en tanto que robles, fresnos y alcornoques estaban desnudos de hojas. Cuando aún no era mediodía y las peores horas de calor estaban por llegar, la temperatura era ya como la de un horno. Mat llevaba la chaqueta echada sobre las alforjas, pero el sudor le pegaba la fina camisa al cuerpo. Los cascos de Puntos hacían crujir los helechos muertos y las hojas caídas sobre la espesa capa de mantillo, un sonido que era la música de fondo en el avance de la Compañía. Apenas se veían pájaros, alguno que otro centelleo de color entre las ramas, y ni una sola ardilla. Sin embargo abundaban moscas y bitemes, como si fuera pleno verano en lugar de faltar menos de un mes para la Fiesta de las Luces. En realidad no era distinto de lo que había visto allá, en el Erinin, pero encontrarse con lo mismo aquí lo ponía nervioso. ¿Es que todo el mundo estaba quemándose al sol?

Aviendha caminaba a largas zancadas junto a Puntos, con el hatillo a la espalda, en apariencia indiferente a los árboles moribundos o a las molestas moscas, y haciendo mucho menos ruido que el caballo a pesar de ir con falda. Los ojos de la Aiel escudriñaban los árboles de los alrededores como si no se fiara de que los exploradores de la Compañía ni los batidores que marchaban a los flancos fueran capaces de evitar que cayeran en una emboscada. No había aceptado subir al caballo una sola vez, cosa que tampoco él esperaba que hiciese al ver lo que los Aiel pensaban sobre cabalgar, pero tampoco había causado problemas, a no ser que ponerse a afilar su cuchillo cada vez que paraban pudiera considerarse una provocación. Estaba el incidente con Olver, por supuesto. Montado en el castrado gris de paso brioso que Mat le había escogido de entre los caballos de refresco, Olver no dejaba de vigilarla con desconfianza. Había intentado clavarle su cuchillo la segunda noche al tiempo que gritaba algo de que los Aiel habían matado a su padre. Ni que decir tiene que Aviendha lo había desarmado sin problemas; pero, aun después de que Mat le atizara un cachete e intentara explicar la diferencia entre los Shaido y los otros Aiel —algo que tampoco él tenía muy claro—, Olver continuó asestando constantemente miradas furibundas a Aviendha. No le gustaban los Aiel. En cuanto a Aviendha, daba la impresión de que Olver la inquietaba, lo que para Mat era del todo incomprensible.

Los árboles eran suficientemente altos para dejar que corriera algo de brisa bajo el poco denso dosel de las copas, pero el estandarte de la Mano Roja colgaba fláccido, al igual que los otros dos que habían vuelto a sacar una vez que Rand los hizo pasar a través de aquel acceso a un amplio claro envuelto en la oscuridad de la noche: un estandarte del Dragón, con la figura roja y dorada medio oculta en los pliegues blancos; y uno de esos que la Compañía había dado en llamar la bandera del al’Thor, el antiguo símbolo Aes Sedai que también, afortunadamente, quedaba oculto en los pliegues de la fláccida tela. Un portaestandarte veterano y canoso llevaba la Mano Roja; era un tipo de ojos pequeños y con más cicatrices que Daerid, que de hecho insistía en cargar con la enseña un trecho cada día, algo que pocos portaestandartes hacían. Talmanes y Daerid habían designado a hombres del segundo escuadrón para llevar las otras dos, unos hombres jóvenes sin experiencia que habían demostrado ser lo suficientemente tranquilos para cargarlos con una pequeña responsabilidad.

Llevaban tres días cruzando Altara por terrenos boscosos, y no habían visto a un solo seguidor del Dragón —ni a ninguna otra persona, dicho sea de paso—, y Mat confiaba en que la cosa siguiera igual al menos durante esa cuarta jornada antes de llegar a Salidar. Aparte de las Aes Sedai, se le planteaba el problema de cómo impedir que Aviendha le saltara al cuello a Elayne. Mat estaba convencido de saber el motivo de que la Aiel no dejara de amolar su cuchillo, cuyo filo brillaba como gemas a estas alturas. Mucho se temía que iba a acabar conduciendo a la Aiel a Caemlyn bajo vigilancia, con la jodida heredera del trono exigiendo que la colgara durante todo el camino. ¡Rand y sus puñeteras mujeres! A su modo de ver, cualquier cosa que retrasara la marcha de la Compañía, evitándole el guisado que esperaba se organizaría en Salidar, era bienvenida. Acampar temprano y reanudar el viaje tarde era una ayuda; como también lo eran las carretas de suministros que venían en la retaguardia, ya que avanzaban lentamente a través del bosque. Pero en realidad la Compañía podía cabalgar despacio sólo hasta un punto. Seguro que a no mucho tardar Vanin encontraría algo.

Como si lo hubiese invocado al pensar su nombre, el gordo explorador apareció entre los árboles un poco más adelante, con otros cuatro jinetes. Cuando había salido antes del amanecer iba acompañado por seis.

Mat levantó el brazo para detener la marcha y los murmullos recorrieron la columna. Su primera orden al cerrarse el acceso había sido «nada de tambores ni flautas ni jodidos cantos», y si al principio hubo algunas malas caras, después del primer día en aquel terreno boscoso, donde nunca se veía con claridad a más de cien pasos y rara vez a tanta distancia, nadie hizo la menor objeción.

Apoyando la lanza cruzada sobre la silla, Mat aguardó hasta que Vanin sofrenó su montura y saludó llevándose la mano a la sien.

—¿Las has encontrado?

El hombre calvo se ladeó en la silla para escupir por una mella de su dentadura. Sudaba tan profusamente que daba la impresión de que iba a derretirse en cualquier momento.

—Las he encontrado. A unos diez o quince kilómetros al oeste. Hay Guardianes en esos bosques. Vi a uno que cazó a Mar; salió de la nada, con una de esas capas, y lo desmontó. Le dio un buen repaso, pero no lo mató. Espero que el que Ladwin no haya dado señales de vida no se deba a lo mismo.

—Así que saben que estamos aquí. —Mat aspiró profundamente por la nariz. No esperaba que ninguno de los dos hombres ocultara información alguna a los Guardianes y menos a las Aes Sedai. Claro que, después de todo, las Aes Sedai tenían que enterarse antes o después. Sólo que él había confiado en que lo descubrieran cuanto más tarde mejor. Descargó un manotazo sobre un tábano, pero el insecto se alejó zumbando y dejó un punto de sangre en su muñeca—. ¿Cuántas?

—Más de las que imaginé que vería. —Vanin volvió a escupir—. Entré en el pueblo a pie y había rostros Aes Sedai por todas partes. Doscientas o trescientas, tal vez. Puede que cuatrocientas. No quería llamar la atención por ir contando. —Antes de que Mat tuviese tiempo de recobrarse de esta impresión, el explorador soltó otra información conmocionante—. También tienen un ejército, principalmente acampado en el norte. Más hombres de los que están a vuestro mando. Quizás el doble.

Talmanes, Nalesean y Daerid se habían acercado mientras tanto, sudorosos y espantando moscas y bitemes a manotazos.

—¿Lo habéis oído? —preguntó Mat, a lo que respondieron con graves asentimientos de cabeza. Todo eso de su suerte en la batalla estaba muy bien, pero verse superados en dos a uno, con cientos de Aes Sedai tomando parte en la fiesta, podía resultar demasiado por mucho que le sonriera la fortuna—. Bien. No estamos aquí para luchar —les recordó, aunque las caras largas no desaparecieron. Para ser sincero, su comentario tampoco lo hizo sentirse mejor. Lo que contaba era si las Aes Sedai querían que ese ejército suyo luchara o no. La decisión era de ellas.

—Que la Compañía se prepare para un ataque —ordenó—. Despejad todo el terreno que podáis y utilizad los troncos para levantar barricadas. —Talmanes torció el gesto casi tanto como Nalesean; les gustaba estar montados y moviéndose cuando combatían—. Pensad una cosa: quizás haya Guardianes vigilándonos en este momento. —Le sorprendió ver que Vanin asentía con un cabeceo y echaba una ojeada hacia la derecha de un modo elocuente—. Si nos ven preparándonos para defendernos, entonces es evidente que no nos proponemos atacar. Tal vez baste para que decidan dejarnos en paz y, si no es así, al menos estaremos preparados. —Lo juicioso de

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