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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 159
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producía la sensación de que iba a ahogarse en puntillas y encajes.

Se había hablado largo y tendido después de que Sheriam y las otras la condujeran allí, a lo que llamaban la Torre Chica, aunque habían sido ellas las que habían llevado casi toda la conversación. En realidad no estaban interesadas en lo que Egwene creía que Rand se traía entre manos ni en lo que Coiren y las otras podían querer. Una embajada de Salidar estaba de camino a Caemlyn a las órdenes de Merana, que sabía lo que tenía que hacer, aunque no fueron muy explícitas respecto a lo que era eso. Principalmente, ellas hablaron y Egwene escuchó, dejando a un lado las preguntas que la joven planteaba. Las respuestas de algunas carecían de importancia, le dijeron, al menos por el momento; a aquellas a las que contestaron sólo les dedicaron un rápido comentario para enseguida pasar de nuevo a lo que era importante. Se habían enviado embajadas a todos los gobernantes, a todos los cuales se nombró, con una explicación de por qué él o ella era absolutamente vital para la causa de Salidar, cosa que por lo visto eran todos y cada uno de ellos. No dijeron exactamente que todo fracasaría si uno solo de los dirigentes se les oponía, pero el énfasis puesto en cada uno de esos personajes lo hizo por ellas. Gareth Bryne estaba reuniendo un ejército y finalmente sería lo bastante poderoso para hacer valer sus reivindicaciones —las de ella— contra Elaida si llegaba el caso. No parecían creer que se llegara a eso, a pesar de la exigencia de Elaida de que regresaran a la Torre; parecían estar convencidas de que, una vez que se corriera la voz de que Egwene al’Vere había sido nombrada Sede Amyrlin, las Aes Sedai acudirían a ella, incluso algunas de las que ahora estaban en la Torre, las suficientes para que a Elaida no le quedara más opción que dimitir. Los Capas Blancas estaban mano sobre mano por alguna razón, de modo que Salidar era un lugar tan seguro como cualquier otro durante todo el tiempo necesario. La noticia de que a Logain se lo había curado como a Siuan —igual se habría hecho con Leane de haber estado allí, fue el comentario de Egwene, y se llevó la sorpresa de que así era efectivamente— se dio casi de pasada.

—No tienes que preocuparte por eso —le había dicho Sheriam en tono tranquilizador. Estaba erguida ante Egwene, que se encontraba sentada en el sillón acolchado, con las otras formando un arco a su alrededor—. La Antecámara estará debatiendo la conveniencia de volver a amansarlo hasta que la edad avanzada haga que el problema deje de serlo.

Egwene había procurado contener otro bostezo —se estaba haciendo tarde— y Anaiya dijo:

—Debemos dejarla dormir. Mañana es casi tan importante como lo ha sido esta noche, pequeña. —Soltó una repentina y queda risa—. Madre. Mañana también es importante, madre. Mandaremos a Chesa para que os ayude a prepararos para iros a la cama.

Incluso después de que se hubieron marchado, no resultó fácil irse a dormir. Mientras Chesa estaba desabrochando todavía el vestido de Egwene, Romanda apareció con varias sugerencias para la Amyrlin planteadas en un timbre firme que no admitía réplica, y no bien acababa de salir cuando entró Lelaine, como si la hermana Azul hubiese estado esperando la marcha de la Amarilla. Lelaine traía su propio consejo útil que ofreció con Egwene ya sentada en la cama y después de que Chesa fuera despedida afable pero firmemente. No se parecía en nada al consejo de Romanda —ninguno de los dos tenía nada que ver con el de Sheriam— y vino acompañado por una afable, casi afectuosa, sonrisa, pero con el mismo convencimiento de que Egwene necesitaría un poco de guía durante los primeros meses. Ninguna de las mujeres manifestó exactamente que ella podía guiarla hacia lo que convenía más a la Torre mejor que Sheriam o que Sheriam y su pequeño círculo podrían intentar tirar en demasiadas direcciones o que tal vez la aconsejaran mal, pero tales implicaciones estaban sobrentendidas en sus palabras. Romanda y Lelaine también insinuaron la una de la otra que quizá tenía sus prioridades y que seguirlas ocasionaría desgracias sin cuento.

Para cuando Egwene apagó las lámparas encauzando, temía sufrir una noche de pesadillas. De hecho, sólo hubo dos que ella recordara a la mañana siguiente. En una era la Amyrlin —una Aes Sedai, pero sin prestar los juramentos— y todo lo que hacía conducía al desastre. Aquello la despertó tan bruscamente que se incorporó en el lecho, sólo para escapar de ella, pero no obstante estaba segura de que no era un sueño con significado. Se parecía mucho a una de las experiencias tenidas dentro del ter’angreal cuando había pasado la prueba para ascender a Aceptada; que nadie supiera, esas vivencias no estaban relacionadas con la realidad. No con esta realidad. La otra pesadilla fue la clase de tontería que había esperado al acostarse; conocía lo suficiente sobre sus sueños ahora para saberlo, aun cuando finalmente tuvo que provocar el despertarse para salir de él también. Sheriam le había quitado bruscamente la estola de los hombros y entonces todo el mundo se reía de ella y señalaban a la necia que realmente se había creído que una muchacha de apenas dieciocho años podía ser Amyrlin. No sólo eran Aes Sedai, sino todas las Sabias y Rand, Perrin y Mat, Nynaeve y Elayne, prácticamente todas las personas que conocía, mientras que ella estaba allí de pie, desnuda, intentando con desesperación ponerse un vestido de Aceptada que le habría estado bien a una cría de diez años.

—Bien, no podéis quedaros en la cama todo el día, madre.

Egwene abrió los ojos bruscamente.

Chesa tenía una expresión de fingida severidad plasmada en el rostro y los ojos le brillaban. Como poco doblaba la edad a Egwene y nada más conocerse había caído inevitablemente en aquella mezcla de respeto y familiaridad que podía esperarse de una criada mayor.

—A la Sede Amyrlin no pueden pegársele las sábanas y menos hoy.

—Es lo último que se me pasaría por la cabeza. —Bajó de la cama con movimientos agarrotados y se estiró antes de quitarse el sudado camisón. Estaba impaciente por haber trabajado lo bastante con el Poder para dejar de transpirar—. Me pondré el vestido de seda azul con velloritas bordadas en el escote. —Advirtió que Chesa ponía empeño en no mirarla mientras le tendía la ropa interior limpia. Los efectos de cumplir su toh se habían desdibujado un tanto pero todavía tenía la piel marcada por unos moretones desvaídos—. Sufrí un accidente antes de llegar aquí —comentó al tiempo que se metía apresuradamente la camisola por la cabeza. Chesa asintió como comprendiendo de repente.

—Los caballos son malas bestias en las que no se puede confiar. Nunca me veréis montada en uno, madre. Un buen carro siempre es mucho más seguro. Si me cayera de un caballo así, jamás se lo diría a nadie. Nildra es de las que cuentan esa clase de cosas, y Kaylin… Oh, no imagináis lo que algunas mujeres son capaces de decir en el momento en que una les da la espalda. Naturalmente, es distinto con la Sede Amyrlin, pero así es como yo actuaría. —Abrió la puerta del armario y miró de reojo a Egwene para ver si la había entendido. La joven sonrió.

—Las personas son personas, da igual si su posición es alta o baja —respondió gravemente.

Chesa sonrió brevemente antes de sacar el vestido azul. Sheriam la habría escogido, pero era la doncella de la Sede Amyrlin y le debía lealtad. Además, tenía razón sobre la importancia del día de hoy.

Comió deprisa a despecho de los rezongos de Chesa, que mascullaba entre dientes que tragarse la comida sentaba muy mal; y que la leche templada, con miel y especias, tenía una eficacia garantizada para calmar los nervios que agarrotaban el estómago. Después se limpió los dientes y se lavó con diligencia, dejó que Chesa le pasara el cepillo por el cabello unas cuantas veces y se vistió tan rápidamente como la doncella fue capaz de meterle el vestido azul por la cabeza y abrochárselo. Tras echarse la estola con las siete franjas de colores sobre los hombros hizo un alto para mirarse en el espejo de pie. A pesar de la estola no tenía mucho aspecto de Sede Amyrlin. «Pero lo soy. Esto no es un sueño.»

En la amplia sala del piso bajo, las mesas estaban tan vacías como la noche anterior. Sólo las Asentadas se encontraban allí, con los chales puestos y agrupadas por Ajahs, y Sheriam de pie, sola. Enmudecieron al ver que Egwene bajaba la escalera e hicieron reverencias cuando llegó al pie de ésta. Romanda y Lelaine la observaron intensamente; luego se volvieron poniendo gran empeño en no mirar a Sheriam y reanudaron la conversación. Puesto que Egwene permaneció en silencio, las demás acabaron callándose. De vez en cuando una de ellas le echaba una mirada. Incluso hablando en susurros sus voces sonaban demasiado altas. Fuera reinaba el silencio, un silencio absoluto. Egwene sacó el pañuelo de la manga y se enjugó la cara. Ninguna de ellas sudaba una sola gota. Sheriam se acercó a la joven.

—Todo irá bien —susurró—. Sólo tienes que recordar lo que has de decir.

Ésa era otra de las cosas de las que se habían ocupado largo y tendido la noche anterior. Egwene tenía que hacer un discurso esta mañana. La joven asintió. Era extraño; debería haber tenido el estómago agarrotado por los nervios y las rodillas temblorosas, pero no era así, y no podía entenderlo.

—No hay por qué estar nerviosa —dijo Sheriam. Parecía pensar que Egwene lo estaba y deseaba tranquilizarla; pero, antes de que pudiera añadir más, Romanda habló en voz alta:

—Es la hora.

En medio de un frufrú de faldas, las Asentadas se pusieron en fila según la edad, esta vez a la inversa, con Romanda a la cabeza, y salieron a la calle. Egwene se quedó a corta distancia de la puerta. Ni pizca de nerviosismo todavía. A lo mejor Chesa tenía razón con lo de la leche templada. El silencio se prolongó un poco más y entonces se oyó la voz de Romanda, demasiado fuerte para ser natural:

—Tenemos Sede Amyrlin.

Egwene salió a la calle, a un calor que no habría esperado hasta estar el día más avanzado. Nada más cruzar el umbral, el pie de la joven se posó sobre una plataforma tejida con Aire. Las filas de las Asentadas se extendieron a ambos lados de Egwene; el brillo del Saidar las envolvía a todas y cada una de ellas.

—Egwene al’Vere —anunció Romanda, cuya voz ampliaban y propagaban tejidos del Poder—, Vigilante de los Sellos, Llama de Tar Valon, la Sede Amyrlin.

La elevaron en el aire a medida que Romanda hablaba, simbolizando la ascensión de la Amyrlin en la verdad, hasta que Egwene se encontró justo debajo del tejado de bálago, aparentemente de pie en el aire para cualquier observador que no fuese una mujer capaz de encauzar. Había de sobra para verla perfilada por el sol naciente; un segundo tejido convirtió la luz en una reluciente urdimbre a su alrededor. Hombres y mujeres abarrotaban las calles; la multitud apiñada se perdía tras las esquinas. Cada puerta, cada ventana, cada tejado, excepto el de la Torre Chica, estaban llenos. Sonó un clamor que casi ahogó la voz de Romanda, oleadas de aclamaciones que resonaban en todo

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