Luz. Sin temor ni parcialidad, en la Luz.
—¿Dónde servirás, Egwene al’Vere?
La joven inhaló profundamente. Todavía podía detener esta estupidez. Era imposible ser ascendida a…
—En la Sede Amyrlin, si así lo tiene a bien la Antecámara de la Torre. —Se quedó sin aliento. Demasiado tarde para dar marcha atrás. Quizá lo era ya en el Corazón de la Ciudadela.
Delana fue la primera en incorporarse, seguida por Kwamesa, Janya y más, hasta que nueve Asentadas se encontraron de pie delante de sus sillas en señal de aquiescencia. Romanda seguía sentada. Nueve de dieciocho. La aclamación tenía que ser por unanimidad —la Antecámara buscaba siempre el consenso; al final, todos los votos daban el mismo dictamen, aunque en ocasiones requería muchas conversaciones y contraste de pareceres para lograrlo—, pero esta noche no se diría nada aparte de las frases ceremoniales, y tal cosa era una especie de abierta oposición. Sheriam y las otras se habían reído de su sugerencia de que algo así podía pasar, y había pasado tan rápidamente que la joven se habría preocupado si todo el asunto no fuera tan ridículo, pero le habían advertido, casi con ligereza, que esto podía ocurrir. No como un rechazo, sino como una declaración por parte de las Asentadas que permanecieran en sus sillas de que no estaban dispuestas a ser perritos falderos. Sólo un gesto simbólico, un formulismo, según Sheriam; pero, a juzgar por la severa expresión de Romanda, y la de Lelaine, apenas menos austera sobre el torso desnudo, Egwene no tenía nada claro de que se tratara sólo de eso. También le habían dicho que podría haber como mucho tres o cuatro.
Sin decir nada, las mujeres que estaban de pie volvieron a tomar asiento. Nadie habló, pero Egwene sabía lo que tenía que hacer. La anterior sensación de entumecimiento había desaparecido por completo.
Se incorporó y se dirigió hacia la Asentada que tenía más cerca, una Verde de rostro afilado llamada Samalin que no se había levantado de la silla. Cuando Egwene se arrodilló ante la hermana Verde, Sheriam llegó a su lado e hizo lo propio; sostenía en las manos una jofaina con agua. Había ondas en la superficie del líquido. Sheriam tenía el rostro fresco y seco mientras que el de Egwene empezaba a brillar por el sudor, pero a Sheriam le temblaban las manos. Morvrin se arrodilló también y entregó a Egwene un pequeño trapo en tanto que Myrelle aguardaba a su lado sosteniendo montones de toallas en un brazo. Por alguna razón, Myrelle parecía enfadada.
—Por favor, permitidme serviros —dijo la joven.
Con la vista fija al frente, Samalin se levantó la falda hasta las rodillas. Estaba descalza. Egwene le lavó los pies y los secó con suaves golpecitos antes de moverse hacia la siguiente Verde, una mujer algo metida en carnes llamada Malind. Sheriam y las otras le habían facilitado los nombres de todas las Asentadas.
—Por favor, permitidme serviros.
Malind poseía una bonita cara de labios llenos y oscuros ojos que debían de ser sonrientes por lo habitual; no era el caso ahora. Era una de las que se habían levantado, pero también estaba descalza.
Los pies de todas las Asentadas lo estaban a lo largo de las dos filas de sillas. Mientras Egwene lavaba aquellos pies, se preguntó si las Asentadas sabían de antemano cuántas permanecerían sentadas. Obviamente sabían que algunas lo harían, de manera que este servicio tendría que llevarse a cabo. La joven sabía poco más del funcionamiento de la Antecámara aparte de lo aprendido en aquella clase como novicia, es decir, que en la práctica no sabía nada. Lo único que podía hacer era seguir adelante.
Lavó y secó el último pie —pertenecía a Janya, que tenía el entrecejo fruncido como si estuviese pensando en otra cosa; al menos se había levantado— y tras soltar el paño en la jofaina regresó a su sitio, al extremo de las filas de sillas, y se arrodilló.
—Por favor, dejadme servir. —Una oportunidad más.
De nuevo fue Delana la primera en levantarse, pero Samalin lo hizo inmediatamente después en esta ocasión. Ninguna se puso de pie con rapidez, pero lo fueron haciendo una tras otra hasta que sólo quedaron sentadas Lelaine y Romanda, mirándose entre sí, no a Egwene. Finalmente Lelaine se encogió de hombros de manera casi imperceptible, se subió el corpiño sin prisa y se levantó. Romanda volvió la cabeza para mirar a Egwene. La estuvo contemplando durante tanto tiempo que la joven fue consciente del sudor que le corría entre los senos y resbalaba por el tórax. Al cabo, con majestuosa lentitud, Romanda se cubrió y se puso de pie, uniéndose a las otras. Egwene oyó una ahogada exclamación de alivio a su espalda, donde Sheriam y las otras esperaban.
No había acabado la ceremonia, claro está. Romanda y Lelaine se aproximaron a ella para conducirla al sillón pintado de amarillo. Egwene se detuvo ante él mientras las dos Aes Sedai le subían el corpiño y le ponían la estola de Amyrlin alrededor de los hombros al tiempo que ellas y todas las otras Asentadas decían:
—Habéis sido ascendida a la Sede Amyrlin, en la gloria de la Luz, que la Torre Blanca perdure para siempre. Egwene al’Vere, Vigilante de los Sellos, Llama de Tar Valon, la Sede Amyrlin.
Lelaine le quitó el anillo de la Gran Serpiente de la mano izquierda y se lo entregó a Romanda, quien lo puso en la mano derecha de la joven.
—Que la Luz ilumine a la Sede Amyrlin y a la Torre Blanca.
Egwene se echó a reír. Romanda parpadeó y Lelaine dio un respingo; no fueron ellas las únicas.
—Acabo de recordar algo —dijo la joven, que añadió—, hijas.
Así era como la Amyrlin llamaba a las Aes Sedai. Lo que le había venido a la memoria era el siguiente paso de la ceremonia. No pudo evitar pensar que era el justo castigo por haber hecho más fácil su viaje a través del Tel’aran’rhiod. Egwene al’Vere, Vigilante de los Sellos, Llama de Tar Valon, la Sede Amyrlin, se las ingenió para sentarse en aquel duro sillón de madera sin permitirse precauciones y sin hacer el menor gesto de dolor. Consideró ambas cosas como triunfos de su fuerza de voluntad.
Sheriam, Myrelle y Morvrin se adelantaron —imposible saber cuál de ellas había lanzado la exclamación ahogada antes, ya que sus rostros estaban serenos— y las Asentadas formaron una fila tras ellas que se extendía hacia la puerta. El orden de colocación lo marcaba la edad, con Romanda en último lugar. Sheriam extendió los vuelos de la falda haciendo una profunda reverencia.
—Por favor, permitidme servir, madre.
—Puedes servir a la Torre, hija —contestó Egwene dando a su voz toda la gravedad de que fue capaz. Sheriam le besó el anillo y se apartó al tiempo que Myrelle hacía la reverencia.
El ritual se repitió con cada Aes Sedai. La posición en la fila le deparó algunas sorpresas a Egwene. Ninguna de las Asentadas era realmente joven a despecho de sus rostros intemporales, pero la rubia Delana, a la que había supuesto casi tan mayor como Romanda, se encontraba en la primera mitad de la línea, en tanto que Lelaine y Janya, ambas unas mujeres muy bonitas y sin asomo de canas en el oscuro cabello, ocupaban los puestos inmediatamente anteriores a la canosa Amarilla. Todas hicieron la reverencia y le besaron el anillo envueltas en una impasibilidad total —bien que algunas no pudieron evitar dirigir ojeadas al repulgo con las bandas de colores de su vestido— y salieron de la sala por una puerta trasera sin decir nada más. Normalmente la ceremonia debería haberse prolongado con más actos, pero el resto tendría que esperar hasta la mañana siguiente.
Por fin Egwene estuvo sola con las tres mujeres que se habían comprometido por ella. Todavía no tenía muy claro qué significaba eso. Myrelle fue a abrir a las otras tres que esperaban fuera mientras Egwene se levantaba del sillón.
—¿Qué habría ocurrido si Romanda no se hubiese puesto de pie? —Se suponía que habría habido otra oportunidad, otra ronda de lavar pies y pedir que le permitieran servir, pero Egwene estaba convencida de que si Romanda hubiese votado en contra la segunda vez, habría hecho otro tanto la tercera.
—Entonces probablemente ella habría sido ascendida a Amyrlin en unos cuantos días —contestó Sheriam—. Ella o Lelaine.
—No era a eso a lo que me refería —insistió Egwene—. ¿Qué me habría pasado a mí? ¿Habría vuelto simplemente a mi condición de Aceptada?
Anaiya y las otras se acercaron presurosas, sonriendo, y Myrelle se puso a ayudar a Egwene a quitarse el vestido blanco con bandas de colores en el dobladillo y a ponerse uno verde claro que llevaría únicamente el tiempo necesario para llegar a su cama. Era tarde, pero la Amyrlin no podía andar por ahí con un vestido de Aceptada.
—Es muy probable —repuso Morvrin al cabo de un momento—. Ignoro si puede considerarse buena la situación de ser una Aceptada de la que todas las Asentadas saben que ha estado a punto de acceder a la Sede Amyrlin.
—Casi nunca ha pasado —intervino Beonin—, pero por lo general una mujer rechazada como Sede Amyrlin es exiliada. Es tarea de la Antecámara procurar que haya armonía, y esa mujer no podría evitar ser motivo de discordia.
Sheriam miró a Egwene a los ojos como para que sus palabras se le quedaran grabadas:
—A nosotras, Myrelle, Morvrin y yo, desde luego se nos habría exiliado, puesto que nos comprometimos por ti, y probablemente a Carlinya, Beonin y Anaiya también. —Su sonrisa fue repentina—. Pero no ocurrió así. La nueva Amyrlin se supone que tiene que pasar la primera noche en contemplación y oración; pero, una vez que Myrelle acabe de abrochar esos botones, sería mejor que dedicáramos parte de ella a explicarte cómo están las cosas en Salidar.
Todas la miraban. Myrelle estaba a su espalda acabando de abrocharle el vestido, pero sentía los ojos de la mujer.
—Sí. Sí, creo que sería lo mejor.
36. La Amyrlin queda ascendida
Egwene levantó la cabeza de las almohadas y miró en derredor, momentáneamente sorprendida al encontrarse en una cama de dosel en una amplia habitación. La claridad del alba entraba por las ventanas y una mujer rellena y bonita, con un sencillo vestido de lana gris, estaba junto al lavabo dejando una gran jarra blanca con agua caliente. Le habían presentado a Chesa como su doncella la noche anterior. La doncella de la Amyrlin. Una bandeja cubierta descansaba ya en una mesa estrecha, junto a su peine y su cepillo del pelo, debajo de un espejo con el marco plateado. El aroma a pan recién horneado y peras en compota impregnaba el aire.
Anaiya había preparado el cuarto para la llegada de Egwene. Los muebles estaban desparejados, pero eran lo mejor que Salidar podía ofrecer, desde el sillón acolchado y tapizado en seda verde hasta el espejo de pie colocado en un rincón, con el dorado intacto, así como el armario profusamente tallado donde ahora colgaban sus ropas. Por desgracia, el gusto de Anaiya parecía inclinarse exageradamente por las puntillas fruncidas y los volantes. Ambos tipos de ornamentación bordeaban el dosel de la cama y las colgaduras recogidas, y lo uno o lo otro adornaba la mesa y la banqueta, los brazos y las patas del mullido sillón, el cobertor que Egwene había tirado al suelo y las finas sábanas de seda que había debajo. Las cortinas de las ventanas eran también de encaje. Egwene recostó de nuevo la cabeza. Las puntillas bordeaban igualmente las almohadas. El cuarto le