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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 155
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percepción de todo, incluido el propio cuerpo, algo que en ese momento habría preferido que no ocurriese. Intentar algo nuevo, algo que nadie había hecho nunca que ella supiera, requeriría llevarlo a cabo lenta y cuidadosamente, pero por una vez estaba deseosa de librarse de la Fuente. Encauzó con decisión y eficiencia flujos de Energía y los tejió con igual actitud.

El aire rieló en el centro de la tienda junto con el tejido, desdibujando el otro lado tras una especie de neblina. Si lo había hecho bien, acababa de crear un lugar en el que el interior de su tienda era tan similar a su reflejo en el Tel’aran’rhiod que no existiría diferencia entre ambos. Uno de ellos era el otro. Sólo había un modo de comprobarlo.

Se cargó al hombro las alforjas, cogió el hatillo bajo un brazo y pasó a través del tejido cortando al punto el contacto con el Saidar.

Estaba en el Tel’aran’rhiod. Sólo necesitó ver que las lámparas que habían estado encendidas ya no ardían y, sin embargo, existía otra clase de luz. Las cosas cambiaban levemente de una ojeada a la siguiente: la palangana, uno de los arcones. Estaba en el Tel’aran’rhiod en persona. No notó ninguna diferencia a cuando entraba allí en un sueño.

Salió al exterior. La luna, creciente en tres cuartas partes, brillaba sobre las tiendas, entre las que no ardía ninguna lumbre ni se movía nadie, sobre una Cairhien que parecía extrañamente distante y envuelta en sombras. Sólo quedaba el problema de llegar a Salidar. Había meditado sobre eso. Mucho dependía de si tenía control suficiente estando en persona como cuando formaba parte del Mundo de los Sueños.

Centrándose mentalmente en lo que iba a encontrar, rodeó la tienda y sonrió. Allí estaba Bela, la yegua greñuda y de baja alzada que había montado para salir de Dos Ríos lo que le parecía toda una vida atrás. No era más que una Bela soñada, pero la resistente yegua agitó la cabeza arriba y abajo y relinchó al verla.

Egwene soltó los bultos que cargaba y rodeó el cuello del animal con sus brazos.

—También yo me alegro de verte de nuevo —susurró. Aquel oscuro y límpido ojo que la miraba era de Bela, por muy reflejo que fuese la yegua.

Bela llevaba la silla de arzón alto que también había imaginado, normalmente cómoda para largos viajes, pero no blanda. Egwene la miró con recelo, preguntándose qué aspecto tendría estando acolchada, y entonces se le ocurrió una idea. Se podía cambiar cualquier cosa en el Tel’aran’rhiod si se sabía cómo hacerlo, incluso a uno mismo. Si tenía suficiente control estando allí en persona para hacer aparecer a Bela… Egwene se concentró en sí misma.

Sonriendo, sujetó las alforjas y el hatillo detrás de la silla y montó, arrellanándose cómodamente.

—Esto no es hacer trampas —le dijo a la yegua—. No esperarán que cabalgue todo el camino hasta Salidar con las nalgas doloridas y la piel ardiendo. —Bueno, pensándolo bien, quizá sí lo esperaban. A pesar de ello, con corazón de Aiel o sin él, todo tenía un límite. Hizo dar media vuelta a Bela y taloneó suavemente los flancos del animal—. He de ir lo más rápido posible, así que tendrás que correr como el viento.

Antes de que le diera tiempo a soltar una risita al imaginar a la achaparrada Bela cabalgando como el viento, la yegua lo estaba haciendo así. El paisaje pasaba relampagueante a los lados, convirtiéndose en una mancha borrosa. Durante un instante Egwene se aferró a la perilla, boquiabierta. Era como si cada zancada de Bela las transportara kilómetros. Con la primera, la joven dispuso de un momento para advertir que estaban en la orilla del río al pie de la ciudad, con barcos flotando en las oscuras aguas bajo los rayos de la luna, y cuando intentó sofrenar al animal para que no se zambullera en el río, otra zancada las llevó a las colinas cubiertas de matorrales.

Egwene echó la cabeza hacia atrás y rió. ¡Era maravilloso! A excepción del borroso paisaje no había verdadera sensación de velocidad; casi no daba tiempo a que su cabello ondeara a su espalda con el viento creado por el fulgurante desplazamiento antes de que la ráfaga cesara para, al punto, repetirse un instante después. El trote de Bela parecía el mismo paso lento y constante que recordaba, pero el repentino cambio de lo que la rodeaba resultaba emocionante; en cierto momento estaba en la calle oscura y silenciosa de un pueblo y al siguiente se encontraba en un camino rural que serpenteaba entre colinas, y, un instante después, en una pradera con la seca hierba tan alta que llegaba a las paletillas de Bela. Egwene sólo se paró de vez en cuando para orientarse —cosa que no representaba ningún problema teniendo en mente aquel mapa maravilloso, el que la mujer llamada Siuan había hecho—, pero el resto del tiempo dejó que Bela trotara libremente. Pueblos y ciudades aparecían y se desvanecían en un borroso manchón, así como grandes urbes, una de las cuales creyó reconocer como Caemlyn, con las murallas reluciendo plateadas en la noche, y en una ocasión, en medio de unas colinas boscosas, la cabeza y los hombros de una gigantesca estatua asomando en la tierra, una reliquia de alguna nación perdida en la noche de los tiempos que apareció tan de improviso junto a Bela que Egwene estuvo a punto de chillar al vislumbrar la mueca de la erosionada piedra, sólo que desapareció antes de que hubiese abierto la boca para gritar. La luna no se movía en absoluto entre salto y salto, y apenas un poco a medida que la distancia recorrida se ampliaba velozmente. ¿Un día o dos para llegar a Salidar? Eso era lo que Sheriam había dicho. Las Sabias tenían razón. La gente había creído durante tanto tiempo que las Aes Sedai lo sabían todo que también ellas habían acabado creyéndolo. Iba a demostrarles esa misma noche que estaban equivocadas, aunque a buen seguro pasarían por alto que su pronta llegada demostraba su error de cálculo porque sería admitir que no lo sabían todo.

Al cabo de un tiempo, cuando estaba segura de encontrarse en algún punto bastante dentro del territorio de Altara, empezó a acortar los saltos de Bella tirando de las riendas más a menudo e incluso cabalgando a paso normal de vez en cuando, sobre todo si había un pueblo en las cercanías. En ocasiones una posada envuelta en la oscuridad tenía un letrero en el que aparecía el nombre de la población, como la posada de Marella o la posada de Fontanar Ionin; la luz de la luna, sumada a la claridad omnipresente en el Tel’aran’rhiod, facilitaba su lectura. Poco a poco consiguió estar plenamente segura de su localización con respecto a Salidar, de modo que empezó a dar saltos aun más cortos y después ninguno, limitándose a dejar que Bela trotara normalmente a través de la fronda donde los altos árboles habían matado a casi todo el sotobosque y la sequía se había encargado de acabar con el resto.

Aun así, se sorprendió cuando un pueblo bastante grande apareció de repente, silencioso y oscuro bajo la luz de la luna. Sin embargo, tenía que ser el sitio que buscaba.

Desmontó al borde de las casas de piedra con techos de bálago y descargó sus pertenencias. Era tarde, pero quizá todavía quedara alguien por los alrededores en el mundo de vigilia. No había necesidad de asustarlos surgiendo repentinamente de la nada. Si alguna Aes Sedai la veía y la tomaba por lo que no era, podría muy bien no tener ocasión de presentarse ante la Antecámara.

—Sí que corriste como el viento —musitó dando un último abrazo a la yegua—. Ojalá pudiera llevarte conmigo.

Una idea absurda, por supuesto. Lo que se creaba en el Tel’aran’rhiod sólo podía existir allí. Ésta no era la verdadera Bela, después de todo. Empero, no pudo menos de sentir cierto pesar cuando giró sobre sus talones —no dejaría de imaginar a Bela; que existiera todo el tiempo que estuviera a su alcance— y tejió su rielante cortina de Energía. Con la cabeza bien alta la cruzó, dispuesta a afrontar lo que viniera con su corazón de Aiel.

Dio un paso y se paró de golpe al tiempo que daba un respingo y sus ojos se desorbitaban.

—¡Oh! —Los cambios realizados en sí misma en el Tel’aran’rhiod eran tan inexistentes en el mundo real como Bela. La sensación de ardor en la piel reapareció de manera repentina, y con ella fue casi como si Sorilea le estuviese hablando: «Si aceptaste lo que recibiste para cumplir con tu toh y lo cambias como si nunca hubiese ocurrido, ¿cómo ibas a saldar ese toh? Recuerda tu corazón Aiel, muchacha».

Sí. Lo recordaría. Estaba allí para luchar, lo supieran o no las Aes Sedai, dispuesta a pelear por el derecho a ser Aes Sedai, para afrontar… Luz, ¿qué?

Había gente en las calles, unas cuantas personas moviéndose entre las casas donde las ventanas iluminadas creaban rectángulos dorados. Caminando con cautela para no hacerse daño, Egwene se acercó a una mujer enjuta que lucía delantal blanco y una expresión agobiada.

—Disculpad, me llamo Egwene al’Vere. Soy una Aceptada y acabo de llegar —aclaró al advertir la mirada intensa que la mujer asestó a su traje de montar—. ¿Podéis llevarme ante Sheriam Sedai? Tengo que encontrarla.

Seguramente Sheriam ya estaría durmiendo, pero si era así Egwene estaba dispuesta a despertarla. Le habían ordenado que fuera lo antes posible, y Sheriam iba a enterarse de que ya estaba allí.

—Todo el mundo acude a mí —rezongó la mujer—. ¿Es que no hay nadie que haga las cosas por sí misma? No, todas quieren que Nildra lo haga. Y vosotras, las Aceptadas, sois las peores. Bien, no dispongo de toda la noche. Seguidme, si es que pensáis venir. Si no, podéis encontrarla vos misma. —Nildra echó a andar a grandes zancadas sin mirar hacia atrás una sola vez.

Egwene la siguió en silencio, porque si abría la boca temía decirle a la mujer lo que pensaba y ése no sería el mejor modo de empezar su estancia en Salidar. Por corta que fuese. Ojalá su corazón Aiel y su sensatez de Dos Ríos se complementaran para trabajar a su favor.

No fueron lejos; un corto trecho por la calle de tierra apelmazada y tras girar en una esquina entraron en otra más estrecha. Se oían risas en algunas casas. Nildra se paró ante una en la que reinaba el silencio aunque por las ventanas de la fachada salía luz.

Haciendo un alto justo para llamar a la puerta, la mujer entró antes de que hubiera respuesta. Su reverencia fue perfectamente correcta, aunque rápida, y habló con un tono más respetuoso que el de antes:

—Aes Sedai, esta muchacha dice que se llama Egwene y que es… —No pudo añadir una palabra más.

Todas estaban allí, las mismas siete del Corazón de la Ciudadela y ni una sola de ellas con aspecto de estar a punto de irse a la cama, aunque todas salvo la mujer joven llamada Siuan llevaban batas. A juzgar por el modo en que las sillas estaban arrimadas unas a otras, daba la impresión de que Egwene hubiese interrumpido una conferencia. Sheriam fue la primera en levantarse de su asiento de un salto e hizo un ademán a Nildra para que se marchara.

—¡Luz, pequeña! ¿Ya?

Nadie hizo el menor caso a la reverencia de Nildra ni al gesto de mártir de la mujer al

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