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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 154
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los Sierra Dorsal, había dicho en tono gruñón que Egwene no tenía toh con ella pero que se quedaría a tomar el té, e igual había hecho Estair. Aerin, por otro lado, parecía querer cortarla en dos y Surandha…

Tratando de librarse del velo de lágrimas, Egwene miró hacia Surandha. Estaba sentada con tres Sabias, charlando y lanzando alguna que otra mirada en dirección a Egwene. Surandha se había mostrado totalmente implacable. No es que ninguna de las otras hubiese sido clemente. El cinturón que Egwene había encontrado en uno de sus arcones era fino y flexible, pero el doble de ancho que su mano, y todas estas mujeres tenía brazos fuertes. Se sumaron alrededor de media docena de azotes por parte de cada una.

Egwene no se había sentido tan avergonzada en toda su vida; no porque estuviese desnuda y con la cara enrojecida y sollozando como una niñita. Bueno, lo de llorar sí tenía que ver. Ni siquiera que todas ellas hubiesen presenciado cómo era azotada cuando no era su turno. Lo que la avergonzaba era haberlo sufrido con tan poca entereza. Una niña Aiel se habría mostrado más estoica. En fin, una niña nunca habría tenido que hacer frente a algo así, pero básicamente era la pura verdad.

—¿Ha terminado? —¿Realmente era suya aquella voz pastosa y entrecortada? ¡Cómo se reirían estas mujeres si supieran con qué cuidado había hecho acopio de valor!

—Sólo tú conoces el valor de tu honor —respondió fríamente Amys. Sostenía el cinturón colgando a un lado, utilizando la gruesa hebilla como mango. El murmullo de las conversaciones había cesado.

Egwene inhaló profunda y temblorosamente entre sollozo y sollozo. Sólo tenía que decir que se había acabado y se habría acabado. Podría haber dicho que era suficiente después de un golpe de cada mujer. Podría…

Haciendo una mueca de dolor, se arrodilló y se tendió boca abajo cuan larga era sobre las alfombrillas. Metió las manos por debajo del repulgo de la falda de Bair para agarrar los huesudos tobillos de la mujer, que se notaban a través de las botas flexibles. Esta vez demostraría coraje. Esta vez no gritaría, ni patalearía ni se retorcería ni… El cinturón no se había vuelto a descargar sobre sus nalgas. Levantó la cabeza, parpadeó para aclararse los ojos y les lanzó una mirada intensa.

—¿A qué esperáis? —La voz le temblaba todavía, pero en ella había un dejo de rabia. ¿Es que iban a hacerla esperar encima de todo lo demás?—. Tengo que emprender viaje esta noche, por si lo habéis olvidado. Vamos, continuad.

Amys tiró el cinturón al suelo, junto a la cabeza de Egwene.

—Esta mujer ya no tiene toh conmigo —manifestó.

—Esta mujer ya no tiene toh conmigo. —Ésa era la fina voz de Bair.

—Esta mujer ya no tiene toh conmigo —declaró rotundamente Sorilea, que se inclinó y retiró el sudoroso cabello del rostro de Egwene con delicadeza—. Sabía que en el fondo de tu corazón eras Aiel. No te enorgullezcas en exceso ahora, muchacha. Has cumplido tu toh. Levántate antes de que pensemos que estás alardeando.

La ayudaron a incorporarse, la abrazaron, le limpiaron las lágrimas y le ofrecieron un pañuelo para que se sonara la nariz. Las otras mujeres las rodearon para manifestar cada una de ellas que esa mujer ya no tenía toh con ellas antes de abrazarla y sonreírle. Las sonrisas fueron lo que más le impresionó; la de Surandha era tan afectuosa como siempre. Naturalmente. El toh no existía cuando se había cumplido; aquello que lo había causado era como si no hubiese ocurrido nunca. Una parte de Egwene que no estaba envuelta en el ji’e’toh razonó que quizá lo que había dicho al final también influyó, así como volver a tenderse en el suelo. Tal vez no le había hecho frente con la entereza de un Aiel al principio, pero Sorilea tenía razón. Había sido una Aiel en el fondo de su corazón. Creía que una parte de sí misma siempre sería Aiel.

Las Sabias y aprendizas se marcharon poco a poco. Por lo visto deberían haberse quedado el resto de la noche o más tiempo, riendo y hablando con Egwene, pero eso sólo era una costumbre, no ji’e’toh, y con la ayuda de Sorilea se las ingenió para convencerlas de que no tenía tiempo. Por fin sólo quedaron en la tienda Sorilea y las dos caminantes de sueños con ella. Todos los abrazos y las sonrisas habían frenado su llanto a alguna que otra lágrima de vez en cuando. En realidad, la joven deseaba ponerse a llorar otra vez, aunque por razones diferentes. A fuer de ser sincera, sólo en parte por otras razones, porque verdaderamente sentía ardiendo la piel.

—Voy a echaros mucho de menos a todas.

—Tonterías. —Sorilea resopló para poner énfasis—. Si tienes suerte, te dirán que nunca podrás ser Aes Sedai ahora y entonces volverás con nosotras. Serás mi aprendiza. Tendrás tu propio dominio en tres o cuatro años. Incluso tengo el marido adecuado para ti: Taric, el nieto más joven de mi hija mayor Amaryn. Creo que llegará a ser jefe de clan algún día, así que debes estar atenta para encontrar una hermana conyugal para que sea su señora del techo.

—Gracias. —Egwene se echó a reír. Al parecer tendría a donde recurrir si la Antecámara de Salidar la expulsaba.

—Y Amys y yo nos reuniremos contigo en el Tel’aran’rhiod —dijo Bair—, y te contaremos lo que sepamos sobre los acontecimientos de aquí y sobre Rand al’Thor. A partir de ahora te moverás en el Mundo de los Sueños a tu modo, pero si quieres estoy dispuesta a seguir enseñándote.

—Claro que quiero. —Eso si la Antecámara le permitía acercarse al Tel’aran’rhiod. Claro que tampoco podían impedirle que entrara en él; hiciesen lo que hiciesen, eso no estaba a su alcance—. Por favor, no perdáis de vista a Rand y a las Aes Sedai. No sé a qué está jugando, pero no me cabe duda de que es mucho más peligroso de lo que él cree.

Amys no dijo nada acerca de seguir enseñándole, naturalmente. Le había dado su palabra con ciertas condiciones y la había incumplido y ni siquiera satisfacer el toh borraba eso.

—Sé que Rhuarc lamentará no haber estado aquí esta noche —dijo en cambio la Sabia—. Ha ido al norte para observar personalmente a los Shaido. No temas que tu toh con él no vaya a cumplirse. Te dará la oportunidad de hacerlo cuando volváis a veros.

Egwene se quedó boquiabierta y lo disimuló sonándose la nariz por lo que le parecía la décima vez. Había olvidado completamente a Rhuarc. Claro que nada la obligaba a pagar su obligación con él del mismo modo. Tal vez parte de su corazón era Aiel, pero durante un momento se devanó los sesos buscando febrilmente otro método. Tenía que haberlo. Bien, dispondría de tiempo suficiente para encontrarlo antes de que volviese a verlo.

—Estaré muy agradecida —respondió débilmente. Y también quedaba Melaine. Y Aviendha. ¡Luz! Creía que había acabado con ello. No dejaba de apoyar el peso ora en un pie ora en otro por más que intentaba quedarse quieta. Tenía que haber otro modo.

Bair abrió la boca, pero Sorilea se adelantó:

—Dejemos que se vista. Tiene que emprender un viaje.

El delgado cuello de Bair se puso tenso, y las comisuras de los labios de Amys se curvaron hacia abajo. Saltaba a la vista que a ninguna de las dos le gustaba más que antes lo que Egwene iba a intentar.

Quizá pensaban quedarse y tratar de convencerla de que no lo hiciese, pero Sorilea empezó a rezongar en voz no demasiado baja sobre necias que intentaban impedir que una mujer hiciese lo que creía que debía. Las dos Sabias más jóvenes se ajustaron los chales —Bair debía de tener setenta u ochenta años, pero desde luego era más joven que Sorilea— le dieron un abrazo de despedida a Egwene y se marcharon musitando:

—Que siempre encuentres agua y sombra.

Sorilea sólo se quedó un momento más.

—Piensa en Taric. Tendría que haberlo invitado a la tienda de vapor para que así lo hubieses visto. Entre tanto, hasta que vuelvas, recuerda esto: siempre estamos más asustados de lo que querríamos, pero siempre podemos ser más valientes de lo que esperamos. Sé fiel a tu corazón, y las Aes Sedai no podrán dañar lo que eres realmente, tu espíritu. No son ni mucho menos tan superiores a nosotras como pensábamos. Que encuentres siempre agua y sombra, Egwene. Y no olvides ser siempre fiel a tu corazón.

Ya sola, Egwene se quedó de pie un rato, inmóvil, con la mirada perdida en el vacío y pensando. Su corazón. Quizá tenía más coraje de lo que creía. Aquí había hecho lo que debía hacer; había sido una Aiel. En Salidar iba a necesitar eso. Los métodos de las Aes Sedai diferían de los de las Sabias en ciertos aspectos, pero no actuarían con benevolencia si sabían que se había hecho pasar por Aes Sedai. Si lo sabían. No se le ocurría otro motivo para que la llamaran con tanta frialdad; pero los Aiel no se rendían antes de iniciar la batalla.

Salió de su ensimismamiento con una sacudida. «No voy a rendirme antes de luchar —pensó, poniendo mala cara—, así que mejor será que me prepare para la batalla.»

34. Viaje a Salidar

Egwene se lavó la cara. Dos veces. Después cogió las alforjas y las llenó; dentro fueron a parar su peine y su cepillo de marfil y su costurero —un cofrecillo con delicados dorados que probablemente en otros tiempos había servido para guardar las joyas de una dama—, además de una pastilla blanca de jabón perfumado con rosas, medias, ropa interior, pañuelos y un montón de cosas, hasta que las bolsas de cuero estuvieron tan hinchadas que le costó trabajo echar la hebilla de la solapa. Quedaban varios vestidos, capas y un chal Aiel con los que hizo un hatillo, que ató meticulosamente con un cordel. Hecho esto, echó un vistazo en derredor para ver si había algo más que quisiera llevarse. Todo era suyo; incluso la tienda se la habían dado en propiedad, pero eso era algo demasiado voluminoso, al igual que las alfombrillas y los cojines. Su palangana de cristal era preciosa; y también muy pesada. Lo mismo ocurría con los arcones, aunque varios de ellos tenían un precioso trabajo en los cierres y unas tallas encantadoras.

Sólo entonces, al pensar en los arcones, se dio cuenta de que estaba intentando aplazar la parte más dura de prepararse para partir.

—Valor —se instó con tono seco—. El corazón de una Aiel.

Resultaba menos difícil de lo que podría pensarse ponerse las medias sin tener que sentarse, siempre y cuando a una no le importara ir dando brincos de un lado a otro. A continuación se calzó los fuertes zapatos, buenos si tenía que caminar mucho, y ropa interior de seda, blanca y suave. Después vino el traje de montar verde oscuro, con la estrecha falda partida. Por desgracia la prenda le quedaba muy ceñida en las caderas y las nalgas, lo bastante para recordarle, innecesariamente, que no le apetecería sentarse durante un tiempo.

No tenía sentido salir al exterior. Bair y Amys seguramente se encontrarían en sus propias tiendas, pero no quería correr el riesgo de que una de ellas la viera hacer esto por casualidad. Sería como abofetearlas; es decir, si es que funcionaba. Si no, le aguardaba una cabalgada muy, muy larga.

Se frotó las manos con nerviosismo y abrazó el Saidar, dejando que la hinchiera. Rebulló. El Saidar aguzaba la

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