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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 152
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los zorros. La mayoría de las veces no se llegaba más allá del borde exterior.

»Tira los dados. —Él nunca tocaba el cubilete desde que se lo había dado al chico; si iban a jugar sería mejor hacerlo sin que su suerte influyera en nada.

Olver sonrió, agitó el cubilete y echó los dados de madera que su padre había hecho. Gruñó al contar los puntos; esta vez tres de los dados mostraban la cara donde había dibujado un triángulo, y los otros tres las líneas sinuosas. Cuando era el turno de los zorros y las serpientes había que adelantar sus fichas por el camino más corto, y si una caía en la casilla que uno ocupaba… Una serpiente tocó la ficha negra de Olver y un zorro la del Mat; éste comprobó que si se hubiese movido el resto de la tirada otras dos serpientes lo habrían alcanzado.

No era más que un juego de niños, además de ser uno imposible de ganar mientras se siguieran las reglas. Dentro de poco Olver sería lo bastante mayor para comprender eso y, como los demás niños, dejaría de jugar a ello. Sólo un juego de críos, pero a Mat no le gustaba que lo alcanzaran los zorros y aun menos las serpientes. Le traía malos recuerdos aunque una cosa no tuviera nada que ver con la otra.

—Bueno —murmuró Olver—, estuvimos a punto de ganar. ¿Otra partida, Mat? —Sin esperar respuesta, el chico hizo la señal que daba comienzo al juego, un triángulo y después una línea sinuosa a través del primero; a continuación entonó el verso—: Valor para fortalecer, fuego para cegar, música para aturdir, hierro para encadenar. Mat, ¿por qué decimos eso? No hay fuego ni música ni hierro.

—No lo sé. —El verso insinuaba cierta evocación en un recóndito lugar de su memoria, pero no lograba asirlo. Los viejos recuerdos adquiridos en el ter’angreal podían estar elegidos al azar, como probablemente ocurría, además de tener todas esas lagunas de los suyos propios, esas zonas enmarañadas y confusas. El chico siempre estaba haciendo preguntas para las que él no tenía respuesta y que por lo general empezaban con «¿por qué?».

Daerid entró agachado en la tienda, dejando tras de sí la noche, e hizo un gesto de sorpresa. El rostro le brillaba por el sudor y todavía llevaba puesta la casaca, aunque sin abrochar. Su reciente cicatriz trazaba un frunce rosáceo por encima de las otras líneas blancas que le surcaban la cara.

—Creo que ya es hora de que estés en la cama, Olver —dijo Mat al tiempo que se incorporaba. Las heridas le daban punzadas, pero no demasiado; se estaban curando bien—. Recoge el tablero. —Se acercó a Daerid y redujo el tono de voz a un susurro—: Si le cuentas esto a alguien, te cortaré el cuello.

—¿Por qué? —replicó secamente el otro hombre—. Te estás convirtiendo en un padre maravilloso. El chico tiene un asombroso parecido contigo. —Daba la impresión de estar esforzándose para no sonreír, pero la mueca apenas insinuada desapareció al punto—. El lord Dragón viene al campamento —anunció, terriblemente serio.

Mat olvidó por completo la idea de atizarle un puñetazo en las narices; apartó bruscamente la solapa de la tienda y salió a la noche en mangas de camisa. Seis de los hombres de Daerid, apostados en círculo alrededor de la tienda, se pusieron firmes al verlo aparecer. Ballesteros; ciertamente las picas no servirían de mucho para montar guardia. A pesar de ser de noche el campamento no estaba oscuro. El intenso brillo de la luna creciente en sus tres cuartas partes en medio de un cielo despejado quedaba atenuado por el resplandor de las hogueras espaciadas regularmente entre las hileras de tiendas y los hombres dormidos en el suelo. Había centinelas cada veinte pasos todo el trecho hasta la empalizada de troncos. No era exactamente como a Mat le habría gustado; si podía producirse un ataque repentino, salido de la nada…

Allí el terreno era casi llano, de modo que enseguida vio a Rand dirigiéndose hacia él a grandes zancadas. No venía solo. Dos Aiel velados avanzaban de puntillas, y sus cabezas giraban velozmente cada vez que un miembro de la Compañía se daba una vuelta en sueños o uno cambiaba de postura para observarlos. La mujer Aiel, Aviendha, también iba con ellos; llevaba un fardo a la espalda y caminaba como si pensara cortarle el cuello al primero que se pusiera en su camino. Mat no entendía por qué Rand la mantenía a su lado. «Las Aiel sólo dan problemas —pensó sombríamente—, y no he visto una mujer más dispuesta a dar problemas que ésa.»

—¿De verdad es el Dragón Renacido? —preguntó Olver, falto de aliento. Sostenía contra el pecho el juego enrollado y estaba tan nervioso que casi daba brincos.

—Lo es —contestó Mat—. Y ahora, a la cama. Éste no es lugar para chiquillos.

Olver se marchó rezongando en tono de reproche, pero sólo llegó hasta la siguiente tienda. Por el rabillo del ojo, Mat advirtió que el chico se escondía rápidamente y que volvía a asomar la cara por la esquina de la lona.

Mat lo dejó estar, aunque después de mirar con atención el rostro de Rand se preguntó si ese lugar era adecuado siquiera para hombres hechos y derechos, cuanto menos para un muchachito. Aquel semblante habría podido pasar por un pedazo de hierro, bien que cierta emoción pugnaba por emerger, ansiedad o tal vez entusiasmo; los ojos de Rand relucían con un brillo febril. Llevaba un pergamino enrollado en una mano, en tanto que con la otra acariciaba la empuñadura de la espada de manera inconsciente. La hebilla del cinturón con forma de dragón titilaba con la luz de las hogueras; a veces la cabeza de uno de los dragones que asomaban por los puños de la chaqueta también brillaba.

Cuando llegó ante Mat no perdió el tiempo con saludos.

—Tengo que hablar contigo. A solas. Necesito que hagas algo.

La noche era un oscuro horno y Rand llevaba una chaqueta verde bordada en oro, con el cuello alto, pero no sudaba ni una gota.

Daerid, Talmanes y Nalesean se encontraban a unos cuantos pasos, con más o menos ropas encima, observándolos. Mat les hizo una seña para que esperaran y después hizo un gesto con la cabeza hacia su tienda. Siguió a Rand al interior mientras toqueteaba la cabeza del zorro por encima de la camisa. No tenía por qué preocuparse. Al menos, esperaba que fuese así.

Rand había dicho que a solas, pero por lo visto Aviendha no creía que eso la incluyera a ella. Se quedó a dos pasos de él, ni más ni menos; la mayor parte del tiempo observaba a Rand con una expresión indescifrable, pero de vez en cuando echaba una ojeada a Mat, frunciendo el ceño y mirándolo de arriba abajo. Rand no le prestaba la menor atención y, a pesar de su aparente prisa de antes, ahora no daba señales de tener ninguna. Recorrió la tienda con la mirada, aunque Mat se preguntó con inquietud si realmente la estaba viendo. Tampoco había mucho que ver. Olver había vuelto a poner las dos lámparas encima de la mesa plegable de campaña. También era plegable la silla, así como el lavabo y el camastro. Todos los muebles estaban lacados en negro, con unas líneas doradas. Si un hombre disponía de dinero, bien podía gastarlo en algo. Las rajas abiertas por los Aiel en la lona de la tienda se habían remendado cuidadosamente, pero a pesar de ello seguían notándose. Mat no aguantó más el silencio.

—¿Qué ocurre, Rand? Espero que no hayas decidido cambiar los planes a estas alturas.

No hubo respuesta, sólo una mirada como si Rand acabara de recordar que estaba allí. Lo puso nervioso a Mat. Pensaran lo que pensaran Daerid y el resto de la Compañía, se esforzaba al máximo para eludir las batallas. A veces, sin embargo, el ser ta’veren jugaba en su contra; así es como él lo veía. Creía que Rand tenía algo que ver en ello; era un ta’veren más fuerte, lo bastante para que a veces Mat casi sintiera el tirón. Si Rand metía baza, a Mat no le sorprendería encontrarse en medio de una batalla aunque estuviese durmiendo en un granero.

—Unos cuantos días más y estaremos en Tear —agregó—. Los transbordadores llevarán a la Compañía a través del río y otros pocos días después nos reuniremos con Weiramon. Es jodidamente tarde para venir a meterse…

—Quiero que traigas a Elayne a… Caemlyn —lo interrumpió Rand—. Quiero que la lleves a salvo allí pase lo que pase. No te apartes de su lado hasta que esté en el Trono del León.

Aviendha carraspeó.

—Sí —dijo Rand. Por alguna razón su voz se tornó tan fría como su rostro. Claro que ¿necesitaba razones si se estaba volviendo loco?—. Aviendha va contigo. Creo que es mejor.

—¿Que tú crees que es mejor? —espetó ella, indignada—. Si no me hubiese despertado cuando lo hice jamás habría sabido que la habías encontrado. Tú no me envías a ninguna parte, Rand al’Thor. He de hablar con Elayne por… Tengo mis razones.

—Me alegro mucho de que hayas encontrado a Elayne —dijo Mat con cuidado. Si él fuese Rand dejaría a esa mujer dondequiera que estuviese. ¡Luz, hasta Aviendha sería mejor! Al menos las Aiel no iban de aquí para allí con la nariz apuntando al cielo o creyendo que uno tenía que saltar porque se lo dijeran. Claro que algunos de sus juegos eran rudos, además de que tenían la costumbre de intentar matarlo a uno de vez en cuando—. Pero no entiendo para qué me necesitas a mí. Salta a través de uno de tus accesos, dale un beso, cógela en brazos y vuelve de otro salto.

Aviendha le asestó una mirada indignada; cualquiera diría que había dicho que la besase a ella. Rand desenrolló el largo pergamino sobre la mesa y utilizó las lámparas para sujetar los extremos.

—Aquí es donde está. —Era un mapa, una parte del río Eldar con unos ochenta kilómetros de territorio a uno y otro lado. Habían dibujado una flecha con tinta azul que señalaba el bosque; al lado de la flecha aparecía un nombre: Salidar. Rand golpeó con el índice cerca del extremo oriental del mapa. También era un terreno boscoso; en realidad casi todo lo era—. Aquí hay un claro bastante grande. Verás que el pueblo más próximo está a más de treinta kilómetros al norte. Abriré un acceso a ese claro para ti y para la Compañía.

Mat se las ingenió para cambiar una mueca crispada en una sonrisa.

—Mira, si he de hacerlo yo, entonces ¿por qué no ir solo? Abre tu acceso a ese tal Salidar, la echo encima del caballo y… —¿Y qué? ¿Iba a hacer Rand otro acceso desde Salidar a Caemlyn? Había un largo camino a caballo desde el Eldar a Caemlyn. Un camino muy, muy largo, con una noble altanera y una Aiel por toda compañía.

—La Compañía, Mat —espetó Rand—. ¡Tú y toda la Compañía! —Aspiró profunda y temblorosamente; y cuando volvió a hablar su tono se había suavizado. Aun así, su rostro no había perdido la rigidez y sus ojos seguían febriles. Mat pensó si no estaría enfermo o sufriendo algún dolor—. Hay Aes Sedai en Salidar, Mat. Ignoro cuántas; cientos, por lo que he oído, pero no me sorprendería si su número ronda las cincuenta, más bien. Por el modo en que hablan de la Torre, unida y pura, dudo que haya más. Me propongo situaros

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