no le dejara el bolsillo vacío; no disponía de mucho dinero. Todo el mundo se encogía y se ponía nervioso con los Aiel; pero, cuando se trataba de regatear, se olvidaban por completo del cadin’sor y las lanzas y luchaban como leones. El tipo abrió la desdentada boca, la cerró, estrechó los ojos para mirarla, rezongó algo incomprensible y, para sorpresa de Egwene, le dijo que estaba robando el pan a sus hijos.
—Sube —gruñó—. Vamos, sube. No puedo perder todo el día por una miseria. Habráse visto, intimidar a un hombre, robarle el pan.
Continuó con su retahíla aun después de empezar a bogar, mientras dirigía el pequeño bote hacia el ancho caudal del Alguenya.
Egwene ignoraba si Rand se había reunido con esta Señora de las Olas, pero esperaba que sí. Según Elayne, el Dragón Renacido era el Coramoor de los Marinos, el Elegido, y no tenía más que hacer acto de presencia para que se pusieran a su entera disposición. Sin embargo, esperaba que no se humillaran demasiado. A Rand le sobraban ese tipo de actitudes sumisas hacia su persona. No obstante, no era por Rand por lo que Egwene se había metido en ese bote con un barquero que no dejaba de refunfuñar. Elayne había conocido a varios Atha’an Miere, había navegado en uno de sus veleros, y decía que las Detectoras de Vientos podían encauzar. Algunas de ellas, en cualquier caso; puede que la mayoría. Ése era un secreto que los Marinos guardaban celosamente, pero la Detectora de Vientos del barco en el que viajó Elayne se había mostrado muy dispuesta a compartir sus conocimientos una vez que su secreto dejó de ser tal. Las Detectoras de Vientos de los Marinos sabían mucho de los fenómenos atmosféricos; según Elayne, estaban mucho más versadas en eso que las propias Aes Sedai. Afirmaba que la Detectora de Vientos a la que conoció había tejido flujos enormes para crear vientos favorables. Egwene ignoraba cuánto de ello era verdad y cuánto simple entusiasmo de su amiga, pero aprender un poco sobre el tiempo sería mucho mejor que estar de brazos cruzados y preguntándose si ser atrapada por Nesune no sería un alivio preferible al ambiente agobiante entre las Sabias y tener que soportar a Sevanna. Con lo poco que sabía ahora en este campo, sería incapaz de hacer que lloviese aunque el cielo estuviera encapotado y tan negro que sólo lo alumbraran los relámpagos. De momento, claro es, el sol irradiaba dorado y ardiente en un cielo despejado y la reverberación rielaba sobre las oscuras aguas. Al menos el polvo no llegaba tan dentro del río.
Cuando el barquero levantó finalmente los remos y dejó que el pequeño bote se deslizara junto al barco, Egwene se puso de pie haciendo caso omiso de sus rezongos sobre que conseguiría que los dos acabasen en el agua.
—¡Hola! —llamó—. ¡Hola! ¿Puedo subir a bordo?
Había estado en varios barcos fluviales y se preciaba de conocer los términos correctos —los marineros parecían muy quisquillosos respecto a la utilización de las palabras adecuadas— pero este velero escapaba a todas sus experiencias previas. Egwene había visto unos pocos barcos fluviales más largos, pero ninguno tan alto. Varios miembros de la tripulación se encontraban encaramados en los aparejos o trepando por los inclinados mástiles; eran hombres de piel oscura, que iban desnudos de cintura para arriba y descalzos y llevaban pantalones de llamativos colores sujetos a la cintura con fajines de tonos aun más fuertes; también había mujeres, de piel igualmente oscura y cubiertas con camisas de tonalidades tan intensas como las ropas de sus compañeros.
Egwene iba a llamar otra vez, gritando con más fuerza, cuando una escala de cuerda se desenrolló mientras caía por el costado del barco. No hubo respuesta a su llamada en la cubierta, pero eso podía considerarse una invitación y la joven empezó a subir. No le resultó fácil —no por el hecho de trepar por la escala, sino por mantener la falda decentemente pegada a las piernas; ahora entendía por qué las mujeres de los Marinos llevaban pantalones— pero por fin llegó a la batayola.
De inmediato sus ojos se posaron en una mujer que estaba en la cubierta, a menos de dos metros. Tanto la blusa como los pantalones eran de seda azul, ceñidos con un fajín del mismo color en un tono más oscuro. Llevaba tres pendientes en cada oreja, y una fina cadena, de la que colgaban diminutos medallones, unía uno de los pendientes con su nariz. Elayne le había descrito estos adornos e incluso se los había mostrado utilizando un atuendo semejante en el Tel’aran’rhiod, pero al verlo al natural Egwene no pudo evitar hacer una mueca. Sin embargo había algo más: podía percibir la habilidad de la mujer para encauzar. Había encontrado a la Detectora de Vientos.
Abrió la boca, y en ese momento una oscura mano surgió de manera repentina delante de sus ojos, empuñando una reluciente daga. Antes de que la joven tuviese tiempo de gritar, la cuchilla sesgó las cuerdas de la escala. Todavía aferrada inútilmente a ella, Egwene cayó en picado al agua.
Entonces sí que gritó, aunque sólo durante los breves instantes que tardó en sumergirse en el río de pie, a gran profundidad. El agua le entró en la boca abierta, ahogando su chillido; creyó haberse tragado la mitad del caudal del río. Frenéticamente se esforzó por desenredarse la falda envuelta en la cabeza y librarse de la escala. El pánico no la dominaba. En absoluto. ¿Hasta qué profundidad se había sumergido? A su alrededor todo era oscuridad y cieno. ¿En qué dirección estaba la superficie? Sentía como si unas barras de hierro le ciñesen el tórax, pero aun así soltó aire por la nariz y observó que las burbujas se movían lo que para su posición era hacia abajo y a la izquierda. Se giró y pateó hacia la superficie. ¿A qué distancia estaría? Los pulmones le ardían.
Su cabeza emergió a la luz del día, y Egwene inhaló aire boqueando y tosiendo. Para su sorpresa, el barquero se inclinó sobre el agua y la subió al bote progresivamente al tiempo que rezongaba que dejara de patear y retorcerse si no quería que la pequeña embarcación zozobrara, añadiendo que los Marinos eran una pandilla de quisquillosos. Volvió a inclinarse sobre la regala para recoger el chal de la joven antes de que la prenda su hundiera. Egwene se lo arrebató de un tirón, y el barquero respingó y se echó hacia atrás como si temiese que la muchacha fuera a golpearlo con él. La falda le colgaba pesadamente, la blusa y la ropa interior se le pegaban al cuerpo, y el pañuelo ceñido a la frente estaba torcido hacia un lado. En el fondo de la barca empezó a formarse un charco de agua, bajo sus pies.
La corriente había llevado el bote a la deriva alejándolo del barco unos veinte metros. La Detectora de Vientos estaba en la batayola ahora junto a otras dos mujeres, una vestida con sencillas ropas de seda verde y la otra de color rojo, con brocados en hilo de oro. Los pendientes y las cadenitas que los unían a la nariz destellaban con el sol.
—Se te niega el derecho del regalo de pasaje —gritó la mujer de verde.
—Y diles a las otras que los disfraces no nos confundirán. No nos dais miedo. ¡Se os niega a todas el regalo de pasaje! —abundó la de rojo.
El acartonado barquero cogió los remos, pero Egwene lo señaló con el dedo directamente a la estrecha nariz.
—Quédate donde estás —ordenó. El hombre obedeció. ¿Quiénes se creían que eran esas mujeres? ¡Mira que tirarla al agua y dejarla empapada! ¡Y ni una palabra de la más mínima cortesía!
Egwene aspiró profundamente, abrazó el Saidar y encauzó cuatro flujos antes de que la Detectora de Vientos tuviese tiempo de reaccionar. Así que sabía mucho sobre fenómenos atmosféricos, ¿no? ¿Era capaz de dividir los flujos en cuatro formas distintas? Había pocas Aes Sedai que pudiesen hacerlo. Uno de los flujos era Energía, un escudo que lanzó sobre la Detectora de Vientos para impedir que interfiriese. Si es que sabía cómo. Los otros tres eran Aire, tejido cada uno de ellos casi delicadamente alrededor de cada mujer para inmovilizarles los brazos contra los costados. Levantarlas no era precisamente difícil, pero tampoco sencillo.
Un clamor se alzó en el barco cuando las tres mujeres flotaron en el aire y quedaron suspendidas sobre el río. Egwene oyó gemir al barquero, pero no estaba interesada en él. Las tres Atha’an Miere ni siquiera patalearon; con cierto esfuerzo, Egwene las elevó más, unos diez o doce metros sobre la superficie del agua. Por mucho que se esforzase aquél parecía ser su límite. «Bueno, tampoco te propones hacerles daño —pensó y soltó los tejidos—. Ahora gritarán.»
Las tres mujeres de los Marinos se hicieron unos ovillos tan pronto como empezaron a caer, giraron en el aire y se estiraron, con los brazos extendidos hacia adelante. Se zambulleron en el agua en medio de pequeños chapoteos. Instantes después las tres cabezas oscuras emergían y las mujeres empezaron a nadar velozmente de vuelta al velero.
Egwene cerró la boca. «Si las levanto por los tobillos y les sumerjo las cabezas, se…» Pero ¿qué estaba pensando? ¿Es que tenían que gritar porque ella lo había hecho? No era mejor que ellas. «¡Debo de parecer una rata medio ahogada!» Encauzó con cuidado —trabajar con una misma siempre conllevaba cierto riesgo ya que no se veían los flujos con claridad— y el agua escurrió completamente de sus ropas. Se formó un buen charco a sus pies.
El barquero la miraba boquiabierto y con los ojos desorbitados, y eso sirvió para que la joven se diese cuenta de lo que acababa de hacer. Encauzar, en mitad del río, sin nada que la ocultase si por casualidad había por allí alguna Aes Sedai. A pesar del sol abrasador Egwene no pudo evitar un escalofrío.
—Puedes llevarme de vuelta a la orilla. —A saber quién había en los muelles; a esta distancia ni siquiera podía distinguir entre hombres y mujeres—. Pero no a la ciudad, sino a la ribera del río.
El tipo se puso a bogar con tal entusiasmo que la joven estuvo a punto de caer de espalda.
La condujo a un punto donde la orilla era toda de cantos rodados grandes como su cabeza. No se veía a nadie por los alrededores, pero aun así Egwene saltó del bote tan pronto como la pequeña embarcación chirrió al rozar la quilla contra las piedras; se recogió la falda y subió el empinado ribazo a todo correr. No paró hasta encontrarse en su tienda, donde se desplomó jadeando y empapada de sudor. No volvió a acercarse a la ciudad. Salvo para encontrarse con Gawyn, claro.
Los días pasaron y ahora un viento casi incesante arrastraba nubes de polvo y tierra a todas horas. En la quinta noche, Bair acompañó a Egwene al Mundo de los Sueños, sólo una corta excursión a modo de prueba, un paseo por una parte del Tel’aran’rhiod que era la que Bair conocía mejor, es decir, el Yermo de Aiel, un territorio abrupto y reseco que en comparación hacía que el propio Cairhien, castigado por la sequía, pareciese un lugar exuberante de vegetación. Tras una corta caminata, Bair y Amys la despertaron para comprobar si había tenido algún efecto nocivo en la joven. No lo había. Por mucho que la hicieron saltar y correr, por muchas veces que