el tubo a la par que mascullaba algo y entró en la habitación interior. Por alguna razón, Omerna se estaba volviendo más inútil cada día. Dejar sus informes a Balwer ya era malo de por sí, aunque sólo fueran tonterías, pero hasta Omerna tenía que saber que no debía entregar estos tubos con las tres rayas rojas a nadie salvo al propio Niall. Sostuvo el pequeño objeto cerca de una lámpara para examinar la cera. Intacta. Luego la rompió con la uña del pulgar. Tendría que prender un fuego a los pies de Omerna, meterle el temor de la Luz en el cuerpo. El muy necio no servía como tapadera a menos que interpretara el papel de consumado jefe de espionaje hasta donde alcanzaba su corto intelecto.
El mensaje era de Varadin otra vez, redactado en la clave particular de Niall, con aquellos garabatos de trazos menudos e inseguros, en una pequeña tira de papel fino. Niall estuvo a punto de quemarlo sin leerlo, pero entonces algo al final del mensaje atrajo su mirada. Empezando por el principio descifró mentalmente la clave; quería estar absolutamente seguro. Como la vez anterior, todo era un galimatías sobre Aes Sedai atadas con correas y bestias extrañas, pero justo al final… Varadin había ayudado a Asidim Faisar a encontrar un escondite en Tanchico; intentaría sacar clandestinamente a Faisar, pero los Precursores mantenían una vigilancia tan estrecha que ni siquiera un susurro traspasaría las paredes sin su permiso.
Niall se frotó la barbilla, ensimismado. Faisar era uno de los que había enviado a Tarabon para ver si se podía salvar algo. Faisar no sabía nada sobre Varadin, y éste no debería saber nada sobre el primero. Los Precursores mantenían una vigilancia tan estrecha que ni siquiera un susurro podría traspasar las paredes. El mensaje de un demente.
Se guardó el papel en un bolsillo y volvió a la antesala.
—Balwer, ¿qué es lo último que se sabe del oeste?
Entre ellos, el «oeste» significaba siempre la frontera con Tarabon.
—No ha habido ningún cambio, milord. Las patrullas que se internan demasiado en Tarabon no regresan. El mayor problema cerca de la frontera es el de los refugiados que intentan cruzarla.
Patrullas que se internaban demasiado. Tarabon era un foso en el que rebullían víboras y ratas rabiosas, pero…
—¿Cuánto tardaría en llegar un correo a Tanchico?
Balwer ni siquiera pestañeó. El hombre no trasluciría sorpresa aunque su caballo le hablara un día.
—El problema serían los corceles de refresco una vez que cruzara la frontera, milord. En circunstancias normales, diría que veinte días para ir y volver, quizás alguno menos con suerte. Tal y como están las cosas, calculo el doble, si todo sale bien. O puede que el doble sólo para llegar a Tanchico.
Una fosa que se tragaría a un correo del que no quedarían siquiera los huesos. El regreso no sería necesario, pero Niall se guardó para sí ese detalle.
—Organízalo todo, Balwer. Tendré preparada una carta dentro de una hora. Yo mismo hablaré con el correo.
Balwer asintió con la cabeza pero al mismo tiempo se secó las manos, agraviado. Allá él. Eran escasas las posibilidades de llevar esto a cabo sin poner en peligro a Varadin. Naturalmente las precauciones serían innecesarias si el hombre había perdido la razón, pero si no… Revelar su condición de espía no serviría para acelerar sus planes.
De vuelta en la sala de audiencias, Niall repasó el mensaje de Varadin antes de sostener la tira de papel sobre la llama de una lámpara hasta que se prendió; estrujó las cenizas entre los dedos.
Tenía cuatro reglas respecto a actuaciones e informaciones: no hacer planes sin saber todo lo posible sobre el enemigo; no temer hacer cambio de planes si se recibía información nueva; no dar por hecho que se sabía todo; y no esperar a saberlo todo. El que esperaba a saberlo todo seguía sentado en su tienda cuando el enemigo le prendía fuego con él dentro. Niall seguía esas reglas. Sólo una vez en su vida se las había saltado para seguir una corazonada. En Jhamara, sin más razón que un cosquilleo en la nuca, había destacado a un tercio de sus fuerzas para vigilar unas montañas que según todo el mundo eran infranqueables. Mientras maniobraba con el resto de sus tropas para aplastar a murandianos y altaraneses, un ejército illiano que supuestamente se encontraba a casi doscientos kilómetros de distancia salió de aquellas «infranqueables» montañas. La única razón de que pudiera retroceder sin ser aplastado fue un «pálpito». Y ahora sentía ese cosquilleo otra vez.
—No me fío de él —manifestó firmemente Tallanvor—. Me recuerda a un avispado joven que vi en la feria una vez, un tipo de cara infantil que era capaz de mirarlo a uno a los ojos y sonreír mientas escamoteaba el guisante que había debajo de la taza.
Por una vez a Morgase no le resultó difícil reprimir su genio. El joven Paitir había informado que su tío había encontrado por fin un modo de sacarla clandestinamente de la Fortaleza de la Luz a ella y a los otros. Los otros habían sido la dificultad, porque según Torwyn Barshaw habría podido sacarla a ella sola desde hacía mucho tiempo, pero Morgase se había negado a dejarlos a merced de los Capas Blancas. Ni siquiera a Tallanvor.
—Tomo nota de tus recelos —respondió con tono indulgente—. Pero no dejes que te ofusquen. ¿No tienes algún dicho que venga al caso, Lini? ¿Algo que encaje con el joven Tallanvor y sus corazonadas? —Luz, ¿por qué disfrutaba tanto zahiriéndolo? A veces, con su forma de tratarla, rayaba en la traición, pero ella era su reina, no su… Fue incapaz de terminar el pensamiento.
Lini estaba sentada cerca de los ventanales, devanando un ovillo de hilo azul de la madeja que Breane sostenía tirante entre las manos.
—Paitir me recuerda a aquel joven ayudante de mozo de cuadra que tuvimos poco antes de que fueras a la Torre Blanca. El que dejó embarazadas a dos doncellas y fue sorprendido mientras intentaba escabullirse de la mansión llevándose un saco lleno con la vajilla de plata de tu madre.
Morgase tensó las mandíbulas, pero nada podía echar a perder su complacencia, ni siquiera la mirada que Breane le lanzó, como si hubiese tenido que permitirle dar también su opinión. Paitir había mostrado una gran alegría ante la inminente huida. Claro que, en parte, era porque parecía esperar algún tipo de recompensa hacia su tío —al menos, unos cuantos comentarios lo sugerían así; algo sobre compensar una vuelta a casa sin éxito—, pero el joven casi se puso a bailar de contento cuando Morgase accedió al plan que los sacaría a todos de la Fortaleza ese día y fuera de Amador para el próximo amanecer, de camino hacia Ghealdan, donde la ayuda de soldados no estaría supeditada a ataduras para Andor. Dos días atrás Barshaw había acudido en persona para revelarle el plan, disfrazado como un comerciante que traía agujas de tejer e hilos; era un hombre rechoncho y bajo, con una nariz enorme, ojos de expresión colérica y una mueca burlona en la boca, bien que habló con gran respeto. Costaba trabajo creer que era tío de Paitir, ya que no guardaban ningún parecido, y mucho menos un mercader. Aun así, su plan era una maravilla por su simplicidad, aunque no tenía nada de elegante, y sólo precisaba que hubiese suficiente gente fuera de la Fortaleza para que funcionara. Morgase iba a salir de la Fortaleza de la Luz metida en el fondo de una carreta, bajo un montón de basura de las cocinas.
—Bien, todos sabéis lo que tenéis que hacer —les dijo. Mientras ella permaneciese en sus aposentos, los demás tenían bastante libertad de movimientos. Todo dependía de eso. En fin, no todo, pero sí la huida de todos salvo la suya—. Lini, tú y Breane debéis estar en el patio del lavadero cuando suene la hora Alta.
La nodriza asintió con una sonrisa de suficiencia, pero Breane le lanzó una mirada sesgada al tiempo que fruncía los labios. Habían repasado lo mismo veinte veces, pero a pesar de todo Morgase no estaba dispuesta a permitir que por un error alguno de ellos se quedara atrás.
—Tallanvor —continuó la reina—, tú te dejarás la espada y esperarás en la posada El Roble y el Espino. —El hombre abrió la boca para protestar, pero Morgase se adelantó y añadió firmemente—: Ya oí tus objeciones. Puedes comprarte otra espada. Creerán que vas a volver si la dejas. —Él torció el gesto, pero finalmente asintió—. Lamgwin esperará en La Cabeza Dorada, y Basel en…
Sonó una apremiante llamada en la puerta, y un instante después ésta se abría y Basel asomaba la calva cabeza.
—Mi reina, hay un hombre… un Hijo… —Echó una ojeada hacia atrás, al pasillo—. Hay un interrogador, mi reina.
Tallanvor llevó la mano hacia la empuñadura de su espada, claro es, y no la apartó hasta que Morgase lo obligó con un gesto, que tuvo que repetir, además de hacer una mueca.
—Hazlo entrar. —Se las ingenió para dar un tono sereno a su voz a pesar de que los nervios se le habían puesto de punta. ¿Un interrogador? ¿Es que ahora, cuando las cosas daban un repentino giro positivo, iban a dar otro igualmente brusco hacia el desastre?
Un hombre alto, de nariz aguileña, apartó a Basel de un empujón y le cerró la puerta en las narices. El tabardo blanco y dorado, con el cayado carmesí en el hombro, lo señalaba como un Inquisidor. No conocía personalmente a Einor Saren, pero sí se lo habían señalado. En su rostro se plasmaba una expresión de certeza inquebrantable.
—Se requiere vuestra presencia ante el capitán general —anunció fríamente—. Vendréis ahora.
Las ideas se sucedieron en la mente de Morgase a una velocidad vertiginosa. Estaba acostumbrada a ser llamada a presencia de Niall —éste no iba a verla ahora que la tenía en la Fortaleza— para oír otro sermón sobre sus obligaciones para con Andor o para una supuesta charla amistosa destinada a demostrarle que Niall sólo se preocupaba por sus intereses y los de Andor. A eso sí estaba acostumbrada, pero no a este tipo de mensajero. Si la iban a entregar a los interrogadores no utilizarían esta clase de subterfugios. Asunawa habría enviado suficientes hombres para llevarla a la fuerza y a todos los demás con ella. A él sí lo había conocido brevemente, e hizo que se le helara la sangre. ¿Por qué habían enviado a un interrogador? Hizo la pregunta en voz alta y Saren contestó con el mismo timbre frío:
—Estaba con el capitán general y venía hacia aquí. He acabado con mis asuntos y ahora os llevaré de vuelta allí. Después de todo, sois una reina, digna de respeto. —Habló con un atisbo de ligero aburrimiento mezclado con cierta impaciencia, hasta la última frase, cuando a su tono asomó una nota de irónica burla. Aunque ni asomo de calidez.
—De acuerdo —dijo Morgase.
—¿Os acompaño, mi señora? —Tallanvor hizo una reverencia protocolaria; al menos mostraba deferencia cuando había cerca algún extraño.
—No. —Prefería llevarse a Lamgwin. No, si se hacía acompañar por cualquiera de los hombres daría la impresión de que creía que necesitaba guardaespaldas. Saren la asustaba casi tanto como Asunawa, y no estaba dispuesta a darle la satisfacción de que se percatara de tal cosa. Esbozó una sonrisa despreocupada, tolerante—. Sin duda no necesito protección aquí.
Saren también sonrió o, al menos, lo hicieron sus labios. Él parecía estar riéndose de Morgase.
Fuera, al reparar en la incertidumbre reflejada en las