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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 145
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apariencia.

El joven Dain Bornhald llegó trotando a través del patio y se llevó el puño al peto en un saludo anhelante.

—Que la Luz os ilumine, mi señor capitán. Confío en que hayáis tenido un buen viaje desde Tar Valon.

Sus ojos estaban inyectados en sangre y soltaba olor a brandy. Que bebiera durante el día era prueba de la relajación en la disciplina.

—Rápido sí, al menos —gruñó iracundo Valda mientras se quitaba los guanteletes y los sujetaba bajo el talabarte. No era por el brandy, aunque pensaba poner una falta en el expediente del hombre por ello.

El viaje había sido rápido, habida cuenta de la distancia, y tenía intención de dar a la legión una noche libre en la ciudad a modo de recompensa una vez que se hubiese terminado de levantar el campamento en los aledaños de la urbe. Pero desaprobaba las órdenes que lo habían hecho regresar justo cuando una arremetida firme habría echado abajo la tocada Torre, enterrando a las brujas bajo sus escombros. Un viaje notable, pero en el que cada día las noticias que llegaban eran peores: Al’Thor en Caemlyn, y daba igual si ese hombre era un falso Dragón o el verdadero, ya que podía encauzar y cualquier varón que hacía algo así tenía que ser un Amigo Siniestro; la chusma de los seguidores del Dragón en Altara; el así llamado Profeta y su escoria en Ghealdan, en la propia Amadicia.

Al menos había logrado matar a unos pocos de esos depravados, aunque resultaron unos enemigos con los que no era fácil luchar puesto que se escabullían con más frecuencia que plantaban cara, que se mezclaban con los condenados torrentes de refugiados y, lo que era peor, con los cientos de trotamundos majaderos que parecían creer que al’Thor había puesto patas arriba todo orden establecido. Valda había encontrado una solución, no obstante, aunque no del todo satisfactoria. Las calzadas que su legión había dejado atrás ahora estaban sembradas de cadáveres y los cuervos se estaban atiborrando. Si no se podía distinguir a la escoria del Profeta de la basura de refugiados entonces sólo restaba matar a todos los que atestaban el camino. Los inocentes deberían haber permanecido en sus casas, donde tenían que estar; el Creador los habría protegido, de todos modos. En su opinión, los trotamundos no eran más que pasas agregadas al pastel.

—Oí en la ciudad que Morgase está aquí —dijo. No lo creía; en Andor, una de cada dos palabras pronunciadas giraba sobre conjeturas de quién había matado a Morgase, de modo que se quedó estupefacto cuando Dain asintió.

La sorpresa dio paso al desagrado cuando el joven balbució algo sobre los aposentos de la reina y sus cacerías, lo bien que se la estaba tratando, la certeza de que firmaría un tratado con los Hijos cualquier día de aquéllos. Valda no se molestó en disimular su ceño. Tendría que haber esperado algo así de Niall. Ese hombre había sido uno de los mejores soldados de su tiempo, considerado como un gran capitán, pero se estaba haciendo viejo y blando. Valda lo comprendió así tan pronto como las órdenes llegaron a Tar Valon. Niall tendría que haber lanzado un ataque en masa contra Tear al tener la primera noticia de al’Thor. Él habría reunido a todos los efectivos necesarios a lo largo de la marcha; las naciones se habrían unido a los Hijos contra el falso Dragón. Entonces sí lo habrían conseguido. Ahora al’Thor estaba en Caemlyn y era lo bastante fuerte para amedrentar a los pusilánimes. Pero Morgase se encontraba allí. Si él hubiese tenido a Morgase en sus manos, esa mujer habría firmado el tratado el primer día aunque para ello hubiese sido necesario que alguien le sujetara la pluma en la mano. Si se mostraba reacia a regresar a Andor con los Hijos, él la colgaría por las muñecas a un palo; ése sería un buen estandarte para encabezar el avance al territorio de Andor.

Dain había acabado de transmitirle las noticias y aguardaba. Sin duda, confiaba en que lo invitara a cenar esa noche. Al ser un joven oficial de menor rango no podía hacer esa invitación a un superior, pero a buen seguro deseaba hablar con su antiguo comandante sobre Tar Valon y puede que incluso sobre su padre muerto. Valda casi no había pensado en Geofram Bornhald; había sido un hombre blando.

—Os veré en el campamento a la seis para cenar. Y quiero veros sobrio, Hijo Bornhald.

El joven oficial tenía unas copas encima, sin duda; se quedó boquiabierto y balbució algo antes de hacer el saludo y marcharse. Valda se preguntó qué habría ocurrido. Dain había sido un buen oficial. Se preocupaba demasiado por nimiedades tales como pruebas de culpabilidad cuando no había forma de obtenerlas, pero buen oficial a pesar de ello. No tan débil como su padre. Lástima verlo echado a perder por la bebida.

Mascullando entre dientes —el que hubiese oficiales bebiendo en la mismísima Fortaleza de la Luz era otro indicio de que Niall estaba corrompiéndose hasta la médula—, Valda se dirigió a sus aposentos. Se proponía dormir en el campamento, pero un baño caliente no le vendría mal.

Un joven Hijo, de hombros anchos, venía en dirección contraria por el pasillo de piedra; en la pechera de la capa llevaba la insignia del báculo escarlata de la Mano de la Luz, detrás del radiante sol dorado. Sin detenerse ni dirigir una mirada a Valda, el interrogador murmuró al pasar a su lado:

—Tal vez mi señor capitán querría visitar la Cúpula de la Verdad.

Valda, fruncido el ceño, se giró para seguir con la mirada al hombre. No le gustaban los interrogadores; aunque hacían un buen trabajo a su modo, no podía evitar pensar cada vez que veía a uno de ellos que se habían acogido al cayado porque así nunca tendrían que enfrentarse a un enemigo armado. Iba a levantar la voz para hacer volver sobre sus pasos al tipo, pero cambió de opinión. Entre los interrogadores se había relajado un tanto la disciplina, pero un simple Hijo nunca hablaría por hablar a un capitán. Quizás el baño podría esperar.

La Cúpula de la Verdad era una maravilla que, finalmente, le devolvió parte de lo que para él era fundamental. Era de un blanco puro en el exterior, y por dentro el pan de oro reflejaba la luz de un millar de lámparas colgadas. Gruesas y blancas columnas circunvalaban la cámara, lisas y tan pulidas que brillaban, pero la cúpula en sí se extendía en un diámetro de cien pasos sin estar sustentada y el ápice alcanzaba una altura de cincuenta, por encima del sencillo estrado de mármol blanco erigido en el punto central del suelo, también de níveo mármol, donde se situaba el capital general de los Hijos de la Luz para dirigirse a los Hijos reunidos en las ocasiones más solemnes, en sus más importantes ceremonias. Algún día sería él quien se subiría allí. Pedron Niall no viviría siempre.

Docenas de Hijos deambulaban por la vasta cámara —era un espectáculo digno de contemplarse, aunque, por supuesto, nadie salvo los Hijos lo veía nunca—, pero el mensaje no se le había transmitido para que fuera a admirar la Cúpula. Estaba seguro. Detrás de las grandes columnas había hileras de otras más pequeñas, igualmente sencillas y pulimentadas, así como altos nichos donde unas pinturas al fresco representaban escenas de los triunfos de los Hijos a lo largo de mil años. Valda caminó por la cámara mirando en cada hueco. Finalmente vio a un hombre alto y canoso que contemplaba una de las pinturas, en la que Serenia Latar era subida al patíbulo, la única Sede Amyrlin a la que los Hijos habían conseguido ahorcar. Ya estaba muerta para entonces, por supuesto, ya que no era fácil colgar viva a una de esas brujas, pero ése era un detalle que no venía al caso. Seiscientos noventa y tres años atrás, se había hecho justicia conforme a la ley.

—¿Estáis preocupado, hijo mío? —La voz era suave, casi afable.

Valda se puso un poco tenso. Rhadan Asunawa ostentaría el título de Inquisidor Supremo, pero seguía siendo un inquisidor, mientras que él era un capitán, un Ungido de la Luz, nada de «hijo mío».

—No que yo sepa —repuso fríamente.

Asunawa suspiró. Su enjuto rostro era la viva imagen de un mártir sufriendo suplicio, de modo que las gotas de transpiración podrían haberse tomado por lágrimas, pero sus ojos hundidos parecían arder con el fuego que había consumido toda la carne de su magro cuerpo. En su capa sólo estaba bordado el cayado, no el sol radiante, como si no perteneciese a los Hijos. O quizás como si estuviese por encima de ellos.

—Corren malos tiempos. La Fortaleza de la Luz alberga a una bruja.

Valda reprimió el mal gesto que pugnaba por plasmarse en su semblante. Cobardes o no, los interrogadores podían ser peligrosos incluso para un capitán. Puede que el hombre no pudiera nunca colgar a una Amyrlin, pero seguramente soñaba con ser el primero que colgaba a una reina. A Valda le importaba poco si Morgase moría, siempre y cuando fuese después de haberle sacado hasta la última brizna de provecho que pudiese proporcionarles. No pronunció palabra, y las espesas y canosas cejas de Asunawa se fruncieron hasta que dio la impresión de que sus ojos lo miraban desde el fondo de una caverna.

—Corren malos tiempos —repitió—, y no se debe permitir a Niall que destruya a los Hijos de la Luz.

Valda contempló la pintura durante largos minutos. Quizás el artista había sido bueno o quizá no; él no entendía de esas cosas y le interesaban menos aun. El pintor, sin embargo, había plasmado de manera correcta las armas y armaduras de los guardias, y la cuerda y el cadalso parecían reales. De eso sí entendía.

—Estoy dispuesto a escuchar —dijo finalmente.

—Entonces hablaremos, hijo mío. Después, donde haya menos ojos que vean y oídos que escuchen. Que la Luz os ilumine, hijo mío.

Asunawa se alejó sin añadir nada más, con la blanca capa ondeando levemente a su espalda y las botas resonando en el suelo como si el hombre estuviese intentando hincar cada paso en las losas de piedra. Algunos Hijos hacían profundas reverencias a su paso.

Desde una estrecha ventana a bastante altura sobre el patio, Niall vio desmontar a Valda y hablar con el joven Bornhald para, acto seguido, alejarse con aire furioso. Valda estaba siempre enfurecido. Si hubiese habido alguna forma de traer a los Hijos de Tar Valon y dejar a Valda allí, Niall no habría dudado un instante en aprovecharla. El hombre era un comandante de campaña bastante bueno, pero estaba más capacitado para levantar a la chusma. Su idea de la táctica era lanzarse a la carga, y la de la estrategia… lanzarse a la carga.

Niall sacudió la cabeza y se encaminó hacia su sala de audiencias. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse que de Valda. Morgase seguía resistiéndose como un ejército en terreno elevado con provisiones de agua y la moral muy alta. Se negaba a admitir que defendía un valle sin salida, y que era su enemigo el que ocupaba el terreno alto.

Balwer se levantó de la mesa cuando Niall entró en la antesala.

—Omerna estuvo aquí, milord. Dejó esto para vos. —Balwer tocó un montón de papeles atados con una cinta roja que había sobre la mesa—. Y esto. —Sus finos labios se apretaron al sacar un pequeño tubo de hueso que guardaba en un bolsillo.

Niall cogió

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