sí que podía; y lo había hecho, aunque no habría debido.
Ino se perdió de vista al girar en una esquina, y Nynaeve suspiró. Sólo estaba retrasando entrar. A lo mejor Myrelle estaba allí dentro. Volvió a limpiarse la cara, y frunció el ceño al fijarse en su mano arrugada; ese día sería la undécima vez que fregaba ollas, y todavía le quedaban otras veintinueve más. ¡Veintinueve! Finalmente entró.
Hacía un poco más de fresco en lo que había sido la sala común cuando la Torre Chica era una posada y le proporcionó un ligero alivio a su dolorida cabeza. Ahora todo el mundo llamaba a esta habitación la «sala de espera». No se había perdido tiempo en hacer reparaciones allí. En las chimeneas faltaban piedras y en las paredes se veían los listones en los huecos donde se había desprendido el yeso. Areina y Nicola, junto con otra novicia, estaban barriendo, aunque eso no mejoraba el aspecto del deslucido y gastado suelo; Areina estaba ceñuda, pero no era de extrañar ya que no le gustaba tener que hacer tareas con las novicias. En Salidar nadie estaba mano sobre mano. Al fondo de la sala, Romanda hablaba con dos Aes Sedai mayores —sus rostros serían intemporales, pero tenían blanco el cabello— que obviamente acababan de llegar a juzgar por los ligeros guardapolvos que todavía llevaban puestos. Ni rastro de Myrelle, cosa que provocó un suspiro de alivio en Nynaeve; ¡esa mujer la ponía de vuelta y media cada vez que se le presentaba la ocasión! Había Aes Sedai sentadas a las mesas desparejadas pero colocadas en ordenadas filas, trabajando en pergaminos o impartiendo órdenes a Guardianes o sirvientes, pero menos de las que Nynaeve había visto la primera vez que entró en la sala. Ahora sólo las Asentadas y su servidumbre vivían en los pisos de arriba; todos los demás habían sido trasladados a fin de dejar más sitio a las Aes Sedai para trabajar. La Torre Chica había adoptado atributos de la Torre Blanca, la ceremoniosa formalidad principalmente. Cuando Nynaeve había visto esa sala por primera vez bullía de actividad, daba la impresión de que se estaba haciendo algo. Una impresión falsa. Ahora parecía que hubiese aminorado el ajetreo, pero se respiraba el ambiente de la Torre Blanca.
Se acercó a una de las mesas, no la más próxima, e hizo una esmerada reverencia.
—Disculpad, Aes Sedai, pero me han dicho que Siuan y Leane estaban aquí. ¿Querríais indicarme dónde puedo encontrarlas?
La pluma con la que escribía Brendas se paró, y la mujer alzó los oscuros y fríos ojos. Nynaeve la había escogido a ella en lugar de a otra que estuviese más cerca de la puerta porque era una de las contadas Aes Sedai que nunca la había acribillado a preguntas respecto a Rand. Además de que en una ocasión, cuando Siuan era Amyrlin, había señalado a Brendas como alguien en quien podía confiarse. La confianza no tenía nada que ver con lo de ahora, pero Nynaeve aprovechaba cualquier pequeño consuelo.
—Están con algunas de las Asentadas, pequeña. —La voz de Brendas era un claro tañido y tan carente de emoción como su pálido semblante. Las Blancas rara vez denotaban emociones, pero Brendas jamás lo hacía.
Nynaeve reprimió un suspiro de irritación. Si las Asentadas las tenían ocupadas con las noticias recibidas de las informadoras, podrían tardar horas en estar libres. Tal vez incluso lo que quedaba de día, y para entonces ella estaría metida de cabeza en las ollas.
—Gracias, Aes Sedai.
Brendas la interrumpió a mitad de una reverencia con un gesto.
—¿Hizo Theodrin algún progreso contigo ayer? —preguntó.
—No, Aes Sedai.
Si su voz sonaba un poco tensa y algo seca tenía motivos. Theodrin había dicho que se proponía intentarlo todo y, por lo visto, lo decía completamente en serio. La tentativa del día anterior consistía en que diera unos sorbos de vino para relajarse, sólo que, de algún modo, Nynaeve había acabado tomando algo más que unos sorbitos. No creía que jamás pudiese olvidar que la llevaron de vuelta a su cuarto cantando —¡cantando!— o recordarlo sin que la cara se le cayera de vergüenza. Brendas debía de saberlo. Debía de saberlo todo el mundo. Nynaeve deseó que se la tragara la tierra.
—Sólo lo pregunto porque parece que tus estudios están resintiéndose. He oído comentar a varias hermanas que da la impresión de que tus notables descubrimientos han llegado a su fin. Tal vez se debe a tus tareas extras, aunque Elayne descubre algo nuevo cada día a pesar de estar dando clases a las novicias y de limpiar ollas. Algunas hermanas se están planteando si podrían darte más ayuda que Theodrin. Si lo hacemos por turnos, trabajando contigo a lo largo de todo el día sin descanso, uno tras otro, quizá sea más fructífero que esas sesiones con alguien que, al fin y a la postre, es poco más que una Aceptada.
Habló con un tono tranquilo, sin el menor atisbo de acusación, pero aun así las mejillas de Nynaeve enrojecieron como si le hubiese gritado.
—Estoy convencida de que Theodrin encontrará la clave cualquier día de estos, Aes Sedai —respondió en un susurro apenas audible—. Y yo pondré aun más empeño.
Tras hacer una precipitada reverencia, giró sobre sus talones antes de que Brendas tuviera ocasión de detenerla otra vez. El resultado fue que se dio de bruces con una de las dos recién llegadas de pelo blanco. Se parecían lo bastante para ser verdaderas hermanas, casi un calco la una de la otra, con una delicada estructura ósea en sus aristocráticos rostros.
El choque no fue un simple roce, y Nynaeve trató de disculparse; pero la Aes Sedai clavó en ella una mirada que en nada tenía que envidiar a la de un halcón.
—Mira por dónde vas, Aceptada. En mis tiempos, una Aceptada que hubiese intentado atropellar a una Aes Sedai habría tenido el pelo más blanco que yo para cuando hubiese terminado de fregar suelos.
La otra le tocó el brazo.
—Oh, deja que la chica se vaya, Vandene. Tenemos trabajo que hacer.
La tal Vandene aspiró sonoramente el aire sin quitar los ojos de Nynaeve, pero se dejó conducir fuera por la otra.
La joven esperó unos segundos para darles tiempo a alejarse y entonces vio salir de una de las salas de reuniones a Sheriam con Myrelle, Morvrin y Beonin. También Myrelle la vio a ella e hizo intención de encaminarse hacia allí; antes de que diese un paso, Sheriam y Morvrin pusieron una mano en los brazos de la hermana Verde y dijeron algo en voz baja, hablando deprisa, al tiempo que echaban constantes ojeadas a Nynaeve. Todavía hablando, las cuatro Aes Sedai cruzaron la sala y desaparecieron por otra puerta.
Nynaeve aguardó a encontrarse de nuevo fuera de la Torre Chica para darse un lento y fuerte tirón de la trenza. Se habían reunido con las Sabias la noche anterior, de modo que no resultaba difícil deducir por qué las otras habían frenado a Myrelle. Si finalmente Egwene había acudido al Corazón de la Ciudadela, no había que decírselo. Nynaeve al’Meara había caído en desgracia. Nynaeve al’Meara estaba fregando ollas como una novicia cuando quizá podría estar un escalón más arriba que una Aceptada. Nynaeve al’Meara no estaba llegando a ninguna parte con el tratamiento de Theodrin y todos sus descubrimientos maravillosos se habían acabado. Nynaeve al’Meara tal vez no se convirtiera nunca en Aes Sedai. Sabía que era un error empezar a canalizar exclusivamente a través de Elayne todo lo que le sacaban a Moghedien. ¡Lo sabía!
Sintió que la lengua se le encogía ante la evocación de un sabor asqueroso: infusión de agrimonia y hojas de ricino, un antídoto que había utilizado con cualquier chiquillo que no dejaba de mentir. Vale, había sido ella quien sugirió la idea, pero seguía siendo un error. Las Aes Sedai habían dejado de hablar sobre sus innovaciones; ahora hablaban de la falta de éstas. Aes Sedai que nunca se habían interesado especialmente en su bloqueo ahora consideraban un reto echarlo abajo. No tenía escapatoria. De un modo u otro, iba a acabar siendo examinada por Aes Sedai desde la punta del pelo hasta las uñas de los pies, desde el alba hasta el ocaso.
Se dio otro tirón de la coleta, lo bastante fuerte para que le doliera el cuero cabelludo, y, habida cuenta de la jaqueca que tenía, aquello no mejoró su humor precisamente. Un soldado, con el yelmo de arquero y un jubón acolchado, aminoró el paso para contemplarla con curiosidad, pero Nynaeve le asestó tal mirada de refinada malevolencia que el hombre tropezó con sus propios pies y se perdió rápidamente entre la multitud. ¿Por qué tenía que ser Elayne tan testaruda?
Unas manos varoniles se posaron sobre sus hombros, y Nynaeve se volvió dispuesta a despellejar al tipo con su afilada lengua, pero las palabras murieron en su boca.
Thom Merrilin le sonreía bajo el largo y blanco bigote, y los penetrantes ojos azules chispeaban en su curtido rostro.
—Por tu expresión, Nynaeve, habría pensado que estás furiosa, pero sé que es tal tu dulzura que la gente te pide que remuevas su té con tus dedos.
Juilin Sandar estaba junto a él; el enjuto hombre parecía tallado en madera y se apoyaba en su vara de bambú. Juilin era teariano, no tarabonés, pero llevaba aquel ridículo gorro cónico con la copa plana, de color rojo, ahora mucho más desastrado que la última vez que Nynaeve lo había visto. El hombre se destocó bruscamente cuando ella lo miró. Los dos estaban polvorientos y extenuados por el viaje, con los rostros descarnados, si bien ninguno de ellos había sido rollizo nunca. Por su aspecto habríase dicho que habían dormido con la ropa puesta, cuando no en la silla de montar, todas las semanas que llevaban ausentes de Salidar.
Antes de que Nynaeve tuviese ocasión de abrir la boca, un remolino humano cayó sobre ellos. Elayne se arrojó en brazos de Thom con tanto ímpetu que el hombre trastabilló. Ni que decir tiene que él la levantó en vilo y le dio vueltas en círculo como si fuese una niña, a pesar de su leve cojera. Thom reía alegremente cuando la soltó en el suelo, y también la joven, que alzó una mano y le tiró del bigote, arreciando las risas de ambos. El viejo juglar examinó las manos de Elayne, tan arrugadas como las de Nynaeve, y le preguntó en qué lío se había metido al no estar él para hacerla ir por el buen camino, y la joven contestó que no necesitaba que nadie le dijese lo que tenía que hacer, aunque lo echó todo a perder al enrojecer, soltar una risita y mordisquearse el labio.
Nynaeve respiró hondo. Había veces en que esos dos llevaban demasiado lejos su jueguecito de papá e hijita. Elayne actuaba en ocasiones como si creyera que tenía diez años, y él lo mismo.
—Creía que tenías una clase con las novicias esta mañana, Elayne.
La muchacha le echó una mirada de reojo y después se esforzó por recobrar la compostura y cierto decoro, aunque ya era demasiado tarde para eso, y se alisó el vestido.
—Le pedí a Calindin que se encargara ella —respondió con despreocupada actitud—. Pensé que podría hacerte compañía, y ahora me alegro de haberlo hecho —añadió, dirigiendo una sonrisa a Thom—. Así nos contaréis todo lo que habéis descubierto en Amadicia.
Nynaeve resopló por la nariz. De modo que hacerle compañía. No recordaba todo lo ocurrido el día anterior, pero sí que Elayne se reía mientras