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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 134
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ésta a Jalani. Ninguna de las tres parecía asombrada ni lo más mínimo, como si no hubiesen visto algo totalmente inusitado.

—Por la Luz bendita, ¿vais a contarme qué ocurre? ¡Ésa era Sulin!

—Al principio —empezó Nandera—, Sulin y yo fuimos a las cocinas. Ella creía que restregar ollas y cosas por el estilo sería lo apropiado. Pero el tipo que había allí dijo que no necesitaba más fregonas; parecía pensar que Sulin estaría peleando con las demás a todas horas. No era muy alto —alzó la mano por debajo de la barbilla de Rand—, pero sí corpulento, y creo que se habría ofrecido a danzar las lanzas con nosotras si no nos hubiésemos marchado. Entonces acudimos a la mujer llamada Reene Harfor ya que parecía ser la señora del techo aquí. —Una leve mueca de desagrado asomó fugazmente a su rostro; una mujer podía ser o no una señora del techo, pero en el modo de pensar Aiel no había lugar para una primera doncella—. Aunque no lo entendió acabó accediendo. Por un momento pensé que Sulin iba a cambiar de idea cuando comprendió que Reene Harfor se proponía hacerle poner un vestido, pero no lo hizo, claro es. Sulin tiene más entereza que yo. De estar en su lugar, habría preferido que me hiciese gai’shain un Seia Doon nuevo.

—Y yo habría preferido que me azotase el hermano primero de mi peor enemigo delante de mi madre, a diario durante un año entero —abundó Jalani.

Nandera estrechó los ojos en un gesto de desaprobación y sus dedos hicieron intención de moverse, aunque en lugar de utilizar el lenguaje de señas espetó con parsimonia:

—Fanfarroneas más que un Shaido, chica.

Si Jalani hubiese sido mayor, a buen seguro que los tres insultos deliberados habrían ocasionado problemas, pero en cambio la joven apretó los ojos para no ver a quienes habían sido testigos de la humillación. Rand se pasó los dedos entre el pelo.

—¿Que Reene no lo entendió? Yo sí que no lo entiendo, Nandera. ¿Por qué está haciendo Sulin esto? ¿Es que ha renunciado a la lanza? Si se ha casado con un andoreño —cosas más raras habían pasado a su alrededor—, le daré suficiente oro para comprar una granja o lo que quieran. No tiene que convertirse en una criada.

Jalani abrió los ojos de golpe; las tres mujeres lo miraban como si fuese él el que se había vuelto loco.

—Sulin cumple su toh, Rand al’Thor —manifestó firmemente Aviendha, que estaba muy erguida y lo miraba directamente a los ojos en una muy buena imitación de Amys. Sólo que cada día había menos de imitación y más de sí misma—. Esto no te incumbe.

Jalani asintió mostrándose completamente de acuerdo. Nandera se limitó a permanecer en silencio, examinando la punta de una lanza.

—Sulin me concierne —replicó Rand—. Si le pasa algo…

De repente recordó el intercambio de palabras que había escuchado antes de ir a Shadar Logoth. Nandera había acusado a Sulin de hablar a una gai’shain como si fuera una Far Dareis Mai, y Sulin lo admitió y dijo que se ocuparían de eso después. No había visto a Sulin desde su regreso de Shadar Logoth, pero había dado por sentado que estaba enfadada con él y había dejado que otras se ocuparan de la tarea de protegerlo. Qué estupidez por su parte. Estar cerca de los Aiel durante tanto tiempo debería haberle bastado para aprender algo sobre el ji’e’toh, y las Doncellas en especial eran más susceptibles que cualquiera, salvo quizá los Soldados de Piedra y los Ojos Negros. Y luego estaba Aviendha y sus intentos de convertirlo en Aiel.

Esta situación era simple; o tan simple como podía ser cualquier cosa con el ji’e’toh. Si no hubiese estado tan absorto en sí mismo se habría dado cuenta desde el principio. Era posible recordarle a diario a una señora del techo lo que era, mientras llevara las ropas blancas de gai’shain —resultaba muy humillante, pero estaba permitido e incluso se fomentaba a veces—, pero para los miembros de nueve de las trece asociaciones guerreras hacerles tal recordatorio representaba una profunda humillación salvo en un puñado de circunstancias que Rand no conseguía recordar. La asociación de las Far Dareis Mai estaba entre esas nueve. Era uno de los contados modos de incurrir en toh hacia un gai’shain, pero se lo consideraba la obligación más dura de cumplir de todas. Aparentemente Sulin había escogido cumplirla al aceptar una humillación mayor, a los ojos de los Aiel, que aquella en la que había incurrido. Era su toh, y también le correspondía el derecho a elegir cómo saldarlo y hasta cuándo hacer aquello que más despreciaba. ¿Quién iba a saber mejor que ella el valor de su honor y la profundidad de su obligación? Con todo, si estaba haciendo aquello era debido a que él no le había dado tiempo suficiente para reunir a la escolta.

—Fue culpa mía —dijo.

Rand dijo justo lo que no debía decir. Jalani le lanzó una extraña mirada de sobresalto. Aviendha enrojeció de vergüenza; le había repetido hasta la saciedad que no había excusa posible con el ji’e’toh. Si salvar a un hijo llevaba a contraer una obligación con un enemigo acérrimo, se pagaba el precio sin rechistar.

La mirada que Nandera dirigió a Aviendha podría, en el mejor de los casos, describirse como desdeñosa.

—Si dejases de soñar despierta con sus cejas podrías enseñarle mejor.

El semblante de Aviendha se tornó sombrío por la indignación, pero Nandera hizo unos rápidos signos del lenguaje de las manos a Jalani y ésta prorrumpió en carcajadas en tanto que Aviendha se ponía colorada hasta la raíz del pelo y su expresión se tornaba de nuevo avergonzada. Rand casi esperaba oír una oferta de danzar las lanzas. Bueno, no exactamente; Aviendha le había enseñado que ni las Sabias ni sus aprendizas hacían tal cosa. Empero, no le habría sorprendido que la joven le atizara un bofetón a Nandera. En consecuencia, se apresuró a intervenir para evitar que ocurriera algo así.

—Puesto que fui yo quien causó que Sulin actuara como lo hizo, ¿no habré incurrido en toh con ella?

Por lo visto, sí era posible hacer más el tonto de lo que ya lo había hecho. A saber cómo, el rostro de Aviendha se puso todavía más colorado y Jalani pareció sentir un repentino y profundo interés en la alfombra que estaba pisando. Hasta Nandera daba la impresión de estar un tanto desilusionada por su ignorancia. Podían decirle a uno que tenía toh, aunque era ofensivo, o se lo podían recordar, pero de modo que diera a entender que uno lo ignoraba. Bien, pues él sabía que lo tenía. Podía empezar por ordenar a Sulin que abandonara ese ridículo trabajo como sirvienta, que volviera a vestir el cadin’sor y… E impedirle que cumpliera con su toh. Cualquier cosa que él hiciese para aligerar su carga interferiría con el honor de la Doncella. Su toh, su decisión. Había algo en ello, pero Rand no veía qué. A lo mejor podía preguntarle a Aviendha. Lo haría después, cuando preguntarle no la llevara a morirse de vergüenza. La expresión plasmada en los semblantes de las tres mujeres dejaba muy claro que ya la había avergonzado más que de sobra para mucho tiempo. Luz, qué desastre.

Mientras se devanaba los sesos para encontrar una salida a la situación cayó en la cuenta de que todavía tenía en la mano la carta que Sulin le había llevado. Se metió el pergamino en un bolsillo para desabrocharse el cinturón de la espada y soltar el arma encima del Cetro del Dragón, tras lo cual volvió a sacar la misiva. ¿Quién le enviaría un mensaje con un jinete que ni siquiera había hecho un alto para desayunar? Por fuera no había nada escrito, ningún nombre; sólo el correo, ahora desaparecido, podría haber dicho a quién iba dirigido. Esta vez tampoco reconoció el sello, una especie de flor impresa en cera púrpura, pero el contenido, redactado en una escritura refinada, lo hizo sonreír pensativamente:

«Primo:

«Vivimos un momento muy delicado, pero siento que debo escribiros para aseguraros mi buena voluntad y para expresar mi esperanza de recibir la vuestra a cambio. No temáis; sé quién sois y os reconozco como tal, pero hay quienes no verían con buenos ojos que nadie se pusiera en contacto directo con vos, sin su mediación. Sólo pido que guardéis mis confidencias en el benevolente fuego de vuestro corazón.

«Alliandre Maritha.»

—¿Por qué sonríes? —preguntó Aviendha al tiempo que echaba una ojeada curiosa a la carta. Todavía quedaba un resto de ira en la comisura de sus labios por lo que le había hecho pasar.

—Porque es agradable tener noticias de alguien que actúa de manera sencilla —le contestó.

El Juego de las Casas era sencillo comparado con el ji’e’toh. El nombre bastaba para hacerle saber quién enviaba la misiva; pero, si el pergamino caía en las manos equivocadas, parecería una nota para un amigo o quizás una afectuosa contestación a una petición. Alliandre Maritha Kigarin, por la Gracia de la Luz reina de Ghealdan, jamás firmaría de un modo tan familiar una carta a alguien a quien no conocía, y menos aun al Dragón Renacido. Era obvio que le preocupaban los Capas Blancas de Amadicia y el Profeta, Masema. Al final tendría que hacer algo respecto a Masema. Alliandre se mostraba cauta, sin arriesgarse en ese escrito más de lo estrictamente necesario, además de insinuarle que quemara la misiva. El benevolente fuego de su corazón. Con todo, era la primera vez que un dirigente había dado un paso hacia él voluntariamente, sin que tuviera a su nación entre la espada y la pared. Bien, ahora sólo hacía falta que encontrara a Elayne para poder entregarle Andor antes de tener que librar de nuevo otra batalla aquí.

La puerta se abrió suavemente y Rand alzó la cabeza; pero, al no ver a nadie, puso de nuevo su atención en la carta, preguntándose si sabría leer todo lo que había entre líneas. Repasó de nuevo la misiva mientras se frotaba la nariz. Lews Therin y su cháchara sobre la muerte. No conseguía librarse de aquella sensación de suciedad.

—Jalani y yo ocuparemos nuestros puestos en el pasillo —informó Nandera.

Rand asintió abstraído, sin quitar los ojos de la carta. A buen seguro que, con un primer vistazo, Thom descubriría otras seis cosas que a él se le habían pasado por alto.

Aviendha posó una mano en su brazo, pero la retiró bruscamente.

—Rand al’Thor, he de hablar contigo muy en serio.

De repente todo encajó en la mente de Rand. La puerta se había abierto. Percibía el hedor a suciedad; no era solamente una sensación, bien que tampoco podía describirse exactamente como un olor. Soltó la carta, apartó a Aviendha de un empujón lo bastante fuerte para que la joven perdiese el equilibrio y se cayera —la muchacha lanzó un grito de sorpresa, pero cayó lejos de él, por suerte, lejos del peligro; fue como si todo se lentificara—, y aferró el Saidin a la par que giraba sobre sí mismo.

Nandera y Jalani se volvían en ese momento para ver qué había hecho gritar a Aviendha. Rand tuvo que forzar la vista al máximo para localizar al hombre alto vestido con una chaqueta gris y al que ninguna de las dos Doncellas había visto en absoluto mientras se deslizaba justo a su lado, con los terribles ojos sin vida clavados en él. Incluso concentrándose, Rand tuvo que bregar para que la vista no se desviara del Hombre Gris, porque eso era:

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