retratos en cristales de colores.
No pudo decir lo mismo de Aviendha. Nandera despidió a las Doncellas a las puertas de sus aposentos, excepto a Jalani, y las dos entraron con él para registrar las habitaciones mientras él utilizaba el Poder para encender las lámparas y dejaba el Cetro del Dragón sobre una mesita con incrustaciones de marfil que tenía mucho menos dorado de lo que habría tenido de estar en el Palacio del Sol. Ocurría lo mismo con todos los muebles, menos oro y más talla, por lo general de leones o rosas. Una enorme alfombra roja cubría el suelo, con hilo de oro perfilando el dibujo de rosas.
Si no hubiese estado conectado con el Saidin, Rand dudaba que hubiese oído los suaves pasos de las Doncellas; pero, antes de que las dos mujeres hubiesen cruzado la antesala, Aviendha salió de la habitación con el cabello despeinado y el cuchillo en la mano. Y sin más vestimenta que su piel. Al verlo se quedó rígida como un poste y volvió sobre sus pasos, casi corriendo. A través de la puerta apareció una lucecilla al encenderse una lámpara. Nandera soltó una queda risita e intercambió una mirada divertida con Jalani.
—Jamás entenderé a los Aiel —rezongó Rand a la par que cortaba el contacto con la Fuente. No lo dijo porque las Doncellas encontraran chusca la situación; hacía mucho que había renunciado a comprender el humor Aiel. Era por Aviendha. A lo mejor a ella le parecía muy divertido desnudarse delante de él para acostarse, pero con que sólo le viera el tobillo cuando la joven no se proponía enseñarlo bastaba para que se convirtiera en una gata escaldada. Por no mencionar que lo culpaba a él. Nandera soltó otra risita.
—No es a los Aiel a los que no puedes entender, sino a las mujeres —dijo—. Ningún hombre nos entiende.
—Por otro lado —intervino Jalani—, los hombres son muy simples.
Rand la miró fijamente, y las mejillas de la muchacha, todavía con algunas redondeces de la adolescencia, se tiñeron con un leve rubor. Nandera parecía a punto de estallar en carcajadas.
«La muerte», susurró Lews Therin.
Rand se olvidó de golpe de todo lo demás.
«¿La muerte? ¿A qué te refieres?»
«Llega la muerte.»
«¿Qué clase de muerte? —demandó Rand—. ¿De qué hablas?»
«¿Quién eres? ¿Dónde estoy?»
Rand sintió como si una mano le apretara la garganta. Estaba seguro, claro, pero… Ésta era la primera vez que Lews Therin le había dicho algo, algo clara y evidentemente dirigido a él.
«Soy Rand al’Thor. Y tú estás dentro de mi cabeza.»
«¿Dentro de…? ¡No! ¡Yo soy yo! ¡Soy Lews Therin Telamon! ¡Yo soy yooooo!» El grito se perdió en la distancia.
«¡Vuelve! —gritó Rand—. ¿Qué muerte? ¡Respóndeme, maldito seas!»
Silencio. Rand rebulló con inquietud. Mejor saberlo, pero estar hablando mentalmente con un hombre muerto lo hacía sentirse manchado, como el ligero roce de la infección del Saidin.
Alguien le tocó el brazo, y Rand estuvo a punto de aferrar la Fuente de nuevo antes de darse cuenta de que era Aviendha. Debía de haberse metido la ropa a toda prisa, pero parecía como si hubiese empleado una hora en arreglarse a su gusto hasta el último pelo. La gente decía que los Aiel no mostraban emociones, pero la realidad es que eran más reservados que la mayoría. Sus rostros traslucían tanto como el de cualquier persona si uno sabía qué buscar en ellos. Y Aviendha estaba sosteniendo una lucha interna entre la preocupación y el deseo de estar furiosa.
—¿Te encuentras bien? —preguntó la joven.
—Sólo estaba pensando —contestó. Y no era mentira. «¡Respóndeme, Lews Therin! ¡Vuelve y respóndeme!» ¿Cómo se le habría ocurrido pensar que el silencio encajaba a la perfección con la mañana?
Por desgracia, Aviendha dio por buena su respuesta y, puesto que no había nada por que preocuparse… se puso en jarras. Eso era algo que sí entendía en las mujeres, ya fuesen Aiel, de Dos Ríos o de cualquier otro lugar; sin lugar a dudas, ponerse en jarras significaba problemas. No habría hecho falta que se molestara en encender las lámparas, porque los ojos de Aviendha habrían bastado para iluminar la habitación.
—Te fuiste sin mí otra vez. Prometí a las Sabias que estaría contigo en todo momento hasta que tenga que marcharme, pero has reducido mi promesa a nada. Tienes toh conmigo por esto, Rand al’Thor. Nandera, de ahora en adelante se me comunicará adónde va y cuándo. No hay que permitirle marcharse sin mí si he de acompañarlo.
—Se hará como quieres, Aviendha —respondió la Doncella sin vacilar un instante.
—¡Eh, un momento! —las increpó Rand—. No se informará de mis idas y venidas a nadie salvo si yo digo que se haga.
—He dado mi palabra, Rand al’Thor —respondió Nandera con un timbre impasible mientras lo miraba directamente a los ojos, sin la menor intención de dar marcha atrás.
—Igual que la doy yo —abundó Jalani con idéntica impasibilidad.
Rand abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Maldito ji’e’toh. No tendría sentido mencionar que era el Car’a’carn, naturalmente. Aviendha parecía un tanto sorprendida de que incluso hubiese protestado; por lo visto para ella era un resultado inevitable. Rand movió los hombros con intranquilidad, aunque no a causa de Aviendha. Esa sensación de suciedad seguía allí, y más intensa. Quizá Lews Therin había vuelto. Lo llamó en silencio, pero tampoco ahora hubo respuesta.
Un toque en la puerta precedió por segundos a la entrada de la señora Harfor, que hizo su habitual reverencia. La primera doncella no acusaba lo temprano de la hora, por supuesto; en cualquier momento del día Reene Harfor ofrecía el aspecto de acabar de vestirse.
—Ha habido llegadas a la ciudad, mi señor Dragón, y lord Bashere creyó que se os debería comunicar lo más pronto posible. Lady Aemlyn y lord Culhan entraron ayer a mediodía y se han instalado con lord Pelivar. Lady Arathelle llegó una hora después, con un nutrido séquito. Lord Barel, lord Macharan, lady Sergase y lady Negara entraron por separado durante la noche, con sólo una reducida escolta cada uno. Ninguno ha presentado sus respetos en palacio. —Manifestó esto último con el mismo tono inexpresivo, sin el menor atisbo de su propia opinión.
—Son buenas noticias —respondió Rand, y lo eran, ni que hubiesen presentado sus respetos ni que no. Aemlyn y su esposo Culhan eran casi tan poderosos como Pelivar, y Arathelle más poderosa que ninguno excepto Dyelin y Luan. Los demás pertenecían a casas menores y sólo Barel ostentaba el título de Cabeza Insigne de su casa, pero los nobles que se habían opuesto a «Gaebril» empezaban a agruparse. Al menos eran buenas noticias siempre y cuando encontrara a Elayne antes de que decidiesen arrebatarle Caemlyn.
La señora Harfor lo observó un instante y después le tendió una carta sellada con cera azul.
—Esto se entregó en palacio ayer a última hora, mi señor Dragón. Lo trajo un mozo de cuadras. Un mozo de cuadras muy sucio. La Señora de las Olas de los Marinos no estaba muy complacida de que os hubieseis ido cuando acudió a la audiencia concedida. —Esta vez la desaprobación era claramente patente en su voz, aunque era imposible saber si la causaba la actitud de la Señora de las Olas o que Rand faltara a la audiencia o el modo en que se había entregado la misiva.
Rand suspiró; había olvidado por completo a los Marinos que estaban en Caemlyn. Eso le recordó la carta que le habían entregado en Cairhien, y la sacó del bolsillo. Tanto la cera verde como la azul llevaban la misma impresión, aunque no supo interpretar su significado. Eran dos cosas como cuencos someros, con una gruesa línea de adorno pasando de uno al otro. Las dos cartas iban dirigidas al «Coramoor» quienquiera o lo que quiera que fuese. Él, suponía. Quizás era así la manera en que los Marinos llamaban al Dragón Renacido. Rompió el sello azul en primer lugar. No había encabezamiento ni saludo y desde luego su redacción no se parecía en nada a los escritos que Rand había visto dirigidos al Dragón Renacido.
«Si la Luz quiere, quizá regreséis finalmente a Caemlyn. Ya que he viajado tan lejos para veros, tal vez encuentre tiempo para ello cuando hayáis vuelto.
»Zaida din Parede Ala Negra
»Señora de la Olas del clan Catelar.»
Por lo visto la señora Harfor tenía razón: la Señora de las Olas no estaba muy contenta precisamente. La misiva del sello verde contenía un mensaje que no era mucho mejor:
«Si la Luz quiere, os recibiré a bordo del Espuma blanca a la mayor brevedad posible.
»Harine din Togara Dos Vientos
»Señora de la Olas del clan Shodin.»
—¿Son malas noticias? —se interesó Aviendha.
—No lo sé. —Rand, que miraba las misivas con el entrecejo fruncido, apenas fue consciente de que la señora Harfor dejaba entrar a una mujer con el uniforme rojo y blanco e intercambiaba unas quedas palabras con ella. Ninguna de las dos mujeres de los Marinos parecía ser alguien con quien apeteciera pasar una hora siquiera. Había leído todas las traducciones de las Profecías del Dragón que había logrado encontrar y, a pesar de que las más claras resultaban a menudo confusas, Rand no recordaba nada que hiciera alusión a los Atha’an Miere. Quizás al encontrarse en sus barcos en plena mar y en sus lejanas islas fuera un pueblo no afectado por él ni por el Tarmon Gai’don. Le debía una disculpa a la tal Zaida, pero tal vez podía endilgarle el asunto a Bashere; ciertamente el mariscal poseía suficientes títulos para halagar la vanidad de cualquiera—. Creo que no.
La criada que acababa de entrar se arrodilló ante él, con la canosa cabeza inclinada y las manos alzadas tendiéndole otra carta, ésta en un grueso pergamino. La postura de la mujer lo hizo parpadear; ni siquiera en Tear había visto a ningún criado en una actitud tan servil y mucho menos en Andor. La señora Harfor tenía fruncido el ceño y sacudía la cabeza.
—Esto ha llegado para mi señor Dragón —dijo la mujer arrodillada, sin alzar la vista hacia él.
—¿Sulin? —musitó Rand sin salir de su asombro—. ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué vas vestida con esa… ropa?
Sulin levantó la cara; ofrecía un aspecto horrible, como un lobo intentando con todas sus fuerzas fingir ser un ciervo.
—Es el uniforme que llevan las mujeres que sirven y obedecen lo que les ordenan a cambio de dinero. —Movió la carta que todavía sostenía en las manos alzadas—. Se me ordenó que dijera que esto acababa de llegar para mi señor Dragón, traído por un… jinete que partió tan pronto como lo entregó.
La primera doncella chasqueó la lengua con irritación.
—Quiero una respuesta clara, nada de evasivas —espetó Rand al tiempo que cogía de un manotazo el pergamino. La mujer se incorporó de un brinco tan pronto como él lo tuvo en sus manos—. ¡Vuelve aquí, Sulin! ¡Sulin, quiero que me respondas!
Pero la Aiel se alejó corriendo en dirección a las puertas tan deprisa como si llevara puesto el cadin’sor y salió del cuarto.
Por alguna razón, la señora Harfor asestó una mirada fulminante a Nandera.
—Te dije que no funcionaría. Y también os dije a las dos que mientras llevase el uniforme de palacio esperaba que hiciera honor a ello, ya sea una Aiel o la reina de Saldaea.
Tras hacer una breve reverencia a Rand y pronunciar un precipitado «mi señor Dragón», la primera doncella salió a paso vivo de la habitación al tiempo que rezongaba algo sobre los locos Aiel.
Rand no podía estar más de acuerdo con ella. Su mirada fue de Nandera a Aviendha y de