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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 13
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la cabeza.

—Esa mujer, Sevanna, lo matará si se le da ocasión —manifestó.

—Entonces, no habrá que dársela. —La voz de Galina era fría, y sus labios estaban prietos—. A la Sede Amyrlin no le gustaría que le desbarataran sus planes. Y tú y yo pasaríamos días gritando en la oscuridad antes de que muriésemos.

En un gesto reflejo, Katerine se ajustó el chal a los hombros y se estremeció. Había polvo en el aire; debería quitarse la capa clara. No sería la cólera de Elaida lo que las mataría, aunque su ira podía ser terrible. Hacía diecisiete años que Katerine era Aes Sedai, pero hasta la víspera de su partida de Tar Valon no supo que compartía con Galina algo más que el Ajah Rojo. Llevaba doce años siendo miembro del Ajah Negro, sin sospechar siquiera que Galina también pertenecía a él desde hacía mucho más tiempo. Necesariamente, por seguridad, las hermanas Negras lo mantenían en secreto incluso entre ellas. Sus contadas reuniones se llevaban a cabo con los rostros ocultos y las voces distorsionadas. Antes de Galina, Katerine sólo conocía a otras dos. Las órdenes aparecían en su almohada o en un bolsillo de su capa, escritas con una tinta preparada para que se borrara si otras manos que no fueran las suyas tocaban el papel. Tenía un lugar secreto en el que dejar los mensajes, y órdenes estrictas de no tratar de ver quién iba a recogerlos. Jamás había desobedecido ese mandato. Puede que hubiese hermanas Negras entre las que venían detrás con un día de diferencia, pero no había modo de saberlo.

—¿Por qué? —preguntó. Las órdenes de proteger al Dragón Renacido, aun cuando se lo entregaran a Elaida, no tenían sentido.

—Plantearse interrogantes es sumamente peligroso para quien juró obedecer sin preguntar.

Katerine volvió a estremecerse y se contuvo a duras penas de hacer una reverencia.

—Sí, Galina Sedai —repuso, sumisa. Con todo, no pudo menos de repetir para sus adentros: ¿por qué?

—No saben lo que es el respeto ni el honor —gruñó Therava—. Dejaron que entráramos en su campamento como si fuésemos perros sin dientes y después nos sacaron de él bajo vigilancia, como a unos sospechosos de robo.

Sevanna no miró atrás; no lo haría hasta encontrarse a salvo, de vuelta entre los árboles. Las Aes Sedai estarían observando a la espera de captar algún gesto de nerviosismo.

—Accedieron, Therava —dijo—. Por ahora, eso basta. —Por ahora. Algún día esas tierras estarían a merced de los Shaido para saquearlas. Incluida la Torre Blanca.

—Todo esto se ha planeado mal —adujo la tercera mujer con voz tensa—. Las Sabias eluden a las Aes Sedai; siempre ha sido así. Quizás a ti te parezca bien, Sevanna, ya que siendo la viuda de Couladin y de Suladric actúas como jefe de clan hasta que enviemos a otro hombre a Rhuidean, pero el resto de nosotras no debería tomar parte en ello.

Sevanna tuvo que hacer un ímprobo esfuerzo para no dejar de andar. Desaine se había opuesto a que la eligieran como Sabia, argumentando que no había realizado aprendizaje ni visitado Rhuidean y afirmando que el ocupar el lugar del jefe de clan la descalificaba para el otro cargo. Además, el que fuera la viuda, no ya de un hombre, sino de dos, tal vez significaba que traía mala suerte. Por fortuna, suficientes Sabias Shaido le habían prestado oídos a ella, no a Desaine. Lástima que Desaine contase con tantos partidarios para que fuera aconsejable deshacerse de ella. Se suponía que las Sabias eran intocables, e incluso las traidoras y necias que había en Cairhien iban y venían libremente entre los Shaido, pero Sevanna tenía intención de hallar un modo de invalidar esa prerrogativa.

Como si las dudas de Desaine hubiesen contagiado a Therava, ésta empezó a mascullar entre dientes, aunque no en voz demasiado baja:

—Lo que se hace con maldad va en contra de las Aes Sedai. Las servimos antes del Desmembramiento y les fallamos, y por eso se nos envió a la Tierra de los Tres Pliegues. Si les fallamos otra vez, nos destruirán.

Eso era lo que todo el mundo creía; era parte de antiguas historias, casi parte de las costumbres. Sevanna no estaba tan segura. Estas Aes Sedai le parecían débiles y estúpidas, viajando con unos pocos cientos de hombres como escolta a través de tierras donde los verdaderos Aiel, los Shaido, podían aplastarlos con millares.

—Ha empezado un tiempo nuevo —adujo, cortante, reiterando una parte de sus discursos a las Sabias—. Ya no estamos vinculados a la Tierra de los Tres Pliegues. Cualquiera puede ver que lo que fue ha cambiado. Nosotros hemos de cambiar o desapareceremos como si nunca hubiésemos existido. —Nunca les había dicho hasta dónde pensaba llegar con el cambio, naturalmente. Las Sabias Shaido no volverían a enviar un hombre a Rhuidean si ella se salía con la suya.

—Tiempo nuevo o viejo —rezongó Desaine—, ¿qué vamos a hacer con Rand al’Thor si conseguimos arrebatárselo a las Aes Sedai? Lo mejor y más fácil sería clavarle un cuchillo en las costillas mientras lo escoltan hacia el norte.

Sevanna no respondió. No sabía qué contestar. Todavía no. Lo único de lo que estaba segura era de que cuando tuviese al llamado Car’a’carn, el jefe de los jefes de todos los Aiel, encadenado ante su tienda como un perro rabioso, entonces esta tierra pertenecería realmente a los Shaido. Y a ella. Lo sabía incluso antes de que el extraño hombre de las tierras húmedas la encontrara en las montañas que esta gente llamaba la Daga del Verdugo de la Humanidad. Le había dado una piedra en forma de cubo, cincelada con complejos dibujos, y le dijo lo que tenía que hacer con ella, con la ayuda de una Sabia que pudiese encauzar, una vez que al’Thor estuviese en sus manos. La llevaba en la bolsita del cinturón a todas horas; no había decidido qué hacer con ella, pero hasta ahora no le había contado nada a nadie sobre el hombre ni el cubo. Con la cabeza alta, siguió caminando bajo el abrasador sol en un cielo otoñal.

El jardín de palacio podría haber ofrecido cierta frescura de haber tenido árboles, pero las plantas más altas eran macizos de arbustos podados en caprichosas formas, como caballos a galope u osos realizando acrobacias o cosas por el estilo. Los jardineros, en mangas de camisa, iban y venían con cubos de agua bajo el ardiente sol de la tarde, intentando salvar sus creaciones. Habían dado por perdidas las flores, de modo que habían desbrozado y limpiado todos los arriates para cubrirlos luego con césped que también se estaba secando.

—Lástima que haga tanto calor —dijo Ailron. Sacó un pañuelo de puntillas que guardaba en la manga adornada con chorreras de su chaqueta de seda amarilla y se enjugó delicadamente la cara, tras lo cual lo arrojó a un lado. Un sirviente vestido con librea dorada y roja lo recogió del paseo de grava y volvió a retirarse a un segundo plano; otro hombre de librea dejó un pañuelo de recambio en la mano del rey para que lo guardara en la manga. Ailron no lo agradeció, por supuesto, y ni siquiera pareció advertir el cambio—. Estos tipos por lo general se las ingenian para mantener todo vivo hasta la primavera, pero es posible que se pierda algo, no mucho, este invierno, ya que no parece que vayamos a tener invierno. Aguantan mejor el frío que la sequía. ¿No os parece que están muy bien, querida?

Ailron, Ungido por la Luz, Guardián de la Puerta Meridional, rey y defensor de Amadicia, no era tan apuesto como lo pintaban los rumores; claro que Morgase había sospechado al conocerlo, años atrás, que muy bien podía ser él mismo la fuente de esos rumores. Su oscuro cabello era espeso y ondulado; y, definitivamente, empezaba a retroceder en la frente, dejando evidentes entradas. Tenía la nariz un poco larga, y las orejas, un tanto grandes. Su rostro en conjunto sugería vagamente blandura. Algún día tendría que preguntarle. La Puerta Meridional ¿adónde?

Moviendo el abanico de marfil tallado, Morgase contempló una de las… creaciones de los jardineros. Parecían ser tres grandes mujeres desnudas luchando desesperadamente, a brazo partido, con serpientes gigantescas.

—Son realmente excepcionales —respondió. Cuando una se presentaba como una pordiosera, decía lo que debía decir.

—Sí. En verdad lo son. Ah, parece que los asuntos de Estado me reclaman. Me temo que son temas urgentes. —Una docena de hombres, ataviados con chaquetas de colores tan abigarrados como las flores que ya no había en el jardín, habían aparecido en la corta escalera de mármol que había al otro extremo del paseo, y esperaban delante de una docena de columnas estriadas que no sostenían nada—. Hasta esta noche, querida. Hablaremos más extensamente de vuestros atroces problemas y sobre lo que puedo hacer al respecto.

Se inclinó sobre la mano de la mujer, deteniéndose justo antes de posar los labios en ella, y Morgase respondió con una ligera reverencia mientras pronunciaba las oportunas necedades. Acto seguido, el monarca se alejó, seguido por toda la camarilla de sirvientes, salvo uno, que los había estado acompañando a todas partes.

Una vez que él se hubo marchado, Morgase agitó el abanico con más fuerza de lo que podía en su presencia —el hombre fingía que el calor apenas lo afectaba mientras el sudor le corría a mares por la cara—, y se dirigió de vuelta a sus aposentos. Suyos de palabra; un donativo, como el regalo del vestido color azul pálido que llevaba. Había insistido en el cuello alto a despecho del calor; tenía ideas muy tajantes acerca de los escotes bajos.

El único sirviente que se había quedado la seguía a corta distancia. Y también Tallanvor, por supuesto, casi pisándole los talones e insistiendo en llevar puesta todavía la burda chaqueta verde con la que había viajado hasta allí, y la espada a la cadera como si esperara un ataque dentro del palacio de Seranda, a unos tres kilómetros de Amador. Morgase trató de hacer caso omiso del joven pero, como era habitual, él no se lo permitió.

—Tendríamos que haber ido a Ghealdan, Morgase. A Jehannah.

Había permitido que ciertas cosas se prolongaran demasiado tiempo. Su falda hizo frufrú al girarse bruscamente para mirarlo a la cara, echando chispas por los ojos.

—Durante el viaje era necesaria la discreción, pero los que están a nuestro alrededor ahora saben quién soy. Es algo que deberás tener presente y mostrarás el debido respeto a tu reina. ¡De rodillas!

Él no se movió, para pasmo de Morgase.

—¿Sois mi reina, Morgase? —Al menos bajó la voz para que el sirviente no pudiese escuchar y chismorrear después, pero sus ojos… Casi reculó al advertir el descarnado deseo que traslucían. Y la cólera—. No os abandonaré a este lado de la muerte, Morgase, pero vos abandonasteis mucho cuando dejasteis Andor en manos de Gaebril. Cuando volváis a recuperarlo me arrodillaré a vuestros pies y podréis arrancarme la cabeza a puntapiés si así lo queréis, pero hasta entonces… Deberíamos haber ido a Ghealdan.

El necio joven habría dado gustoso la vida luchando contra el usurpador incluso después de descubrir que ninguna casa de Andor la apoyaba, y día a día, semana a semana desde que ella había tomado la decisión de buscar ayuda en otro país, se había ido volviendo más insolente e insubordinado. Podría pedirle a Ailron la cabeza de Tallanvor y recibirla sin que el rey le hiciese una sola pregunta. Sin embargo, el que no se las hiciera no significaba que no las pensara.

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