tropezar con los sueños de Gawyn y ser arrastrada hacia ellos. La mera idea le encendió las mejillas.
—El Car’a’carn ha vuelto —informó Estair—. Va a reunirse con tus hermanas esta tarde.
Todos los pensamientos sobre Gawyn y sueños se borraron de un plumazo; Egwene frunció el entrecejo mientras tomaba un sorbo de té. Dos veces en diez días. No era propio de Rand volver tan pronto. ¿Por qué lo había hecho? ¿Se había enterado de la llegada de las Aes Sedai de la Torre? ¿Cómo? Y, como siempre, sus viajes en sí desataron las preguntas relativas a ellos. ¿Cómo hacía eso?
—¿Cómo hace qué? —inquirió Estair y Egwene parpadeó, sorprendida de haber hablado en voz alta.
—Esa facilidad que tiene de ponerme mal el estómago —improvisó.
Surandha sacudió la cabeza con aire conmiserativo, pero a la vez esbozó una sonrisa.
—Es un hombre, Egwene —dijo.
—Es el Car’a’carn —apuntó Estair con gran énfasis y no poca reverencia.
A Egwene no le sorprendería mucho verla con esa estúpida cinta roja ceñida a la frente. Surandha la emprendió con Estair arguyendo que cómo pensaba arreglárselas con un jefe de dominio, y mucho menos con un jefe de septiar o de clan, si no comprendía que un hombre no dejaba de ser un hombre sólo porque tuviese mando. Estair se mantuvo en sus trece, insistiendo en que el Car’a’carn era distinto. Una de las mujeres mayores, Mera, que había acudido a ver a su hija, se inclinó hacia ellas y afirmó que la forma de manejar a cualquier jefe, ya fuera de dominio, septiar, clan o el Car’a’carn, era igual que manejar a un esposo, con lo que provocó la carcajada de Baerin, que también había ido a visitar a una hija, y el comentario de que ésa sería una buena forma de conseguir que una señora del techo pusiera su cuchillo a los pies de una, es decir, una declaración de pleito. Baerin había sido Doncella antes de casarse, pero cualquiera podía declarar un pleito a quien fuera excepto una Sabia o un herrero. No había acabado de hablar Mera cuando todo el mundo, salvo el gai’shain, se sumó a la discusión, abrumando a la pobre Estair —el Car’a’carn era un jefe entre jefes, nada más; eso no tenía vuelta de hoja—, para debatir si era mejor tratar directamente con un jefe o a través de su señora del techo.
Egwene dejó de prestar atención. Sin duda Rand no haría ninguna tontería. Se había mostrado convenientemente desconfiado respecto a la carta de Elaida, pero daba crédito a la de Alviarin, que no sólo era más cordial sino descaradamente aduladora. Creía que tenía amigas, incluso partidarias, en la Torre. Egwene no era de la misma opinión. Ni con los Tres Juramentos ni sin ellos, estaba convencida de que Elaida y Alviarin habían elaborado esa segunda carta entre las dos, con todas esas patochadas sobre «arrodillarse ante su magnificencia». No era más que un ardid para llevarlo a la Torre.
Mirándose las manos con pesar, Egwene suspiró y soltó la taza. El gai’shain la recogió cuando apenas acababa de retirar la mano.
—He de irme —anunció a las otras aprendizas—. Acabo de darme cuenta de que tengo que hacer una cosa.
Surandha y Estair se ofrecieron a acompañarla para cumplir. Bueno, no fue por cumplir, pues, cuando un Aiel decía algo, hablaba en serio; pero estaban interesadas en la conversación y no porfiaron cuando insistió en que se quedaran. Se envolvió de nuevo la cabeza con el chal y se agachó para salir otra vez a los remolinos de polvo, dejando atrás las voces cada vez más acaloradas. Mera le estaba diciendo a Estair con un tono tajante que quizás acabase siendo una Sabia algún día, pero que hasta entonces podía aprender de una mujer que se las había arreglado para dirigir a un marido y criar tres hijas y dos hijos sin contar con la ayuda de una hermana conyugal.
Ya en la ciudad, la joven procuró moverse sigilosamente por las calles abarrotadas pero sin dar esa impresión, tratando de mirar a todas partes al tiempo que fingía tener la vista fija en la dirección que iba. Las posibilidades de topar con Nesune eran mínimas, pero… Un poco más adelante, dos mujeres vestidas con sobriedad y primorosos delantales remilgados dieron un paso hacia un lado para esquivarse, pero ambas se movieron en la misma dirección y casi se dieron de narices. Murmuraron unas disculpas y de nuevo se desviaron a un lado. En la misma dirección. Más disculpas y, como si se tratara de un baile, volvieron a moverse a la par. Cuando Egwene pasaba junto a ellas, todavía seguían dando un paso a uno y otro lado a la vez, como si lo hiciesen a propósito, en tanto que el rubor empezaba a teñirles las mejillas y las disculpas se cortaban tras los labios apretados. Egwene ignoraba cuánto podía durar esa situación, pero no estaba de más recordar que Rand se encontraba en la ciudad. Luz, estando él cerca no sería de sorprender que se tropezase con las seis Aes Sedai en el momento en que una ráfaga le quitaba el chal de la cabeza y tres personas gritaban su nombre y la llamaban Aes Sedai. Estando él cerca, no sería de extrañar que se diera de bruces con Elaida.
Apretó el paso, cada vez más intranquila ante el temor de verse envuelta en uno de esos remolinos de ta’veren, y cada vez con más ojos de loca. Menos mal que ver a una Aiel con ojos de loca y el rostro cubierto —¿qué sabían de la diferencia entre un chal y un velo?— hacía que la gente se apartara ante ella, lo que le permitía avanzar a paso vivo, casi al trote, pero no respiró a gusto hasta que se metió en el Palacio del Sol por una pequeña puerta de servicio que había en la parte posterior.
Un intenso olor a comida cocinándose flotaba en el angosto pasillo, y mujeres y hombres uniformados iban y venían apresuradamente. Otros, que habían hecho un alto y descansaban en mangas de camisa o se daban aire con los delantales, la contemplaron con expresión atónita. Probablemente nadie excepto otros sirvientes se acercaba tanto a las cocinas más que de año en año. Y, desde luego, nadie que fuese Aiel. La miraban como si esperasen verla sacar una lanza de debajo de la falda.
Señaló con el dedo a un hombre bajo y regordete que se estaba enjugando el sudor del cuello con un pañuelo.
—¿Sabes dónde está Rand al’Thor?
Al oírlo, el tipo dio un respingo y volvió los ojos hacia sus compañeros, que se apresuraban a apartarse. Movió los pies con nerviosismo, deseoso de unirse a ellos.
—¿El señor Dragón, decís, eh… señora? En sus aposentos. Bueno, eso supongo. —Empezó a desplazarse hacia un lado mientras hacía reverencias—. Si la señora… eh… si milady me disculpa, he de volver a mi…
—Me llevarás allí —ordenó firmemente. Esta vez no estaba dispuesta a vagar perdida por palacio.
Una última ojeada a sus amigos que desaparecían, un suspiro rápidamente reprimido, una fugaz y atemorizada ojeada para ver si la había ofendido, y el tipo corrió a recoger su chaqueta. Resultó ser muy eficiente en el laberinto de corredores, avanzando a paso rápido y haciéndole una reverencia en cada giro, pero cuando finalmente señaló, con otra inclinación, unas altas puertas adornadas con dorados soles nacientes y vigiladas por una Doncella y otro Aiel, Egwene sintió una repentina irritación hacia el nervioso hombrecillo y lo despidió con un gesto despectivo. No comprendía por qué; el hombre sólo hacía aquello por lo que le pagaban.
El Aiel se puso de pie al verla acercarse; era muy alto, de mediana edad, con un pecho de toro, hombros anchos y fríos ojos grises. Egwene no lo conocía y saltaba a la vista que él tenía intención de hacerle dar media vuelta. Por suerte, sí conocía a la Doncella.
—Déjala pasar, Maric —dijo Somara, sonriendo—. Es la aprendiza de Amys, y de Bair y de Melaine. La única aprendiza que conozco que está a las órdenes de tres Sabias. Y, por su aspecto, la han enviado corriendo con algún recado poco agradable para Rand al’Thor.
—¿Corriendo? —La risita queda de Maric no suavizó ni sus rasgos ni sus ojos—. Más bien arrastrándose, diría yo.
Egwene no tuvo que preguntar para saber a qué se refería. Sacó el pañuelo de la bolsita del cinturón y se limpió precipitadamente la cara; nadie iba a tomarla en serio si estaba sucia, y Rand tenía que hacerle caso.
—Un recado importante en cualquier caso, Somara —dijo—. Espero que esté solo. ¿Han venido ya las Aes Sedai? —El pañuelo acabó de color gris, y Egwene volvió a guardarlo con un suspiro.
—No —respondió la Doncella—. Todavía falta un buen rato para que lleguen. ¿Le dirás que tenga cuidado? No es mi intención ser irrespetuosa con tus hermanas, pero Rand al’Thor no mira dónde pisa. Es un cabezota.
—Se lo diré. —Egwene no pudo evitar sonreír. Ya había oído hablar así a Somara en otras ocasiones, con esa especie de orgullo exasperado que una madre emplearía refiriéndose a un hijo demasiado aventurero y de unos diez años, y lo mismo podía decir de otras cuantas Doncellas más. Debía de tratarse de alguna clase de broma Aiel y, aunque no lo entendía, estaba a favor de cualquier cosa que le impidiera volverse demasiado engreído—. Y también le diré que se lave las orejas. —Somara asintió con la cabeza antes de poder evitar el gesto. Egwene respiró hondo—. Somara, mis hermanas no deben saber que estoy aquí. —Maric le lanzó una mirada de curiosidad entre vistazo y vistazo a los sirvientes que entraban en el pasillo. Egwene se reconvino para sus adentros; debía tener cuidado—. No tenemos mucho trato, Somara. De hecho, podría decirse que estamos todo lo distantes que pueden estar unas hermanas.
—Los peores resentimientos se dan entre hermanas primeras —dijo la Doncella al tiempo que asentía—. Entra. No oirán tu nombre de mis labios y, si a Maric se le va la lengua, le haré un nudo con ella.
El Aiel, al que Somara no le llegaba al hombro y que debía de pesar el doble como poco, esbozó una ligera sonrisa sin mirar en su dirección.
La costumbre de las Doncellas de dejarla pasar en los aposentos de Rand sin anunciarla había dado pie a situaciones embarazosas en el pasado, pero esta vez Rand no estaba tomando un baño. Era obvio que aquellas estancias habían pertenecido al rey, y la antesala parecía un salón del trono en miniatura. En miniatura, se entiende, comparándola con el de verdad. Los rayos ondulantes de un sol dorado, incrustado en el pulido suelo de piedra, medían casi dos metros y eran las únicas líneas curvas visibles. Grandes espejos con severos marcos dorados jalonaban las paredes debajo de amplias y rectas bandas del mismo tono áureo, y el ancho friso estaba hecho de triángulos superpuestos como escamas, asimismo dorados. A ambos lados del sol había dos filas de sillones, la una frente a la otra, tan rectas como los altos respaldos. Rand estaba sentado en otro sillón, con mucho más dorado que los restantes y el respaldo el doble de alto, situado sobre un pequeño estrado que también tenía incrustaciones de oro. Vestía una roja chaqueta de seda, bordada con hilos de oro, y sostenía en el doblez del brazo aquel fragmento de lanza seanchan con el dragón tallado; su gesto era sombrío y ceñudo. Parecía un rey, un rey