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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 127
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la mañana en el pequeño reservado de El Hombre Largo, agarrados de las manos y charlando mientras tomaban té. Se había portado como una completa descarada, besándolo nada más cerrarse la puerta tras ellos, antes de que Gawyn hiciese intención de besarla, e incluso se sentó en sus rodillas una vez, aunque eso no había durado mucho, porque la hizo pensar en los sueños de él, en la posibilidad de dejarse arrastrar de nuevo hacia ellos, en cosas que una mujer decente no debería plantearse siquiera. Al menos una mujer soltera. Se había levantado de sus rodillas de un salto, como una cervatilla asustada, y sobresaltándolo a más no poder.

Echó una rápida ojeada en derredor. Las tiendas estaban todavía a más de un kilómetro de distancia y no se veía un alma por las cercanías. Aun en el caso de que hubiese habido alguien no habría visto que se ponía colorada. Al darse cuenta de que estaba sonriendo como una idiota debajo del chal, borró la sonrisa de su cara. Luz, tenía que controlarse, olvidar los fuertes brazos de Gawyn y recordar el motivo por el que había pasado tanto tiempo en El Hombre Largo:

Mientras se abría paso entre la multitud miró a su alrededor buscando a Gawyn e intentando, no sin dificultad, aparentar despreocupación; después de todo, no quería que la viera ansiosa por estar con él. De repente un hombre se inclinó hacia ella y susurró ferozmente:

—Sígueme hasta El Hombre Largo.

Egwene dio un brinco sin poderlo remediar. Tardó unos segundos en reconocer a Gawyn. El joven llevaba una sencilla chaqueta marrón y un fino guardapolvo colgando a la espalda, con la capucha echada de modo que casi le tapaba el rostro. No era el único que llevaba esta clase de prenda —cualquiera que no fuese Aiel y se dirigiera más allá de las murallas llevaba una— pero eran pocos los que iban con la capucha echada haciendo semejante bochorno.

Egwene lo agarró de la manga firmemente cuando él trató de adelantarse disimuladamente.

—¿Qué te hace pensar que iré contigo a una posada sin más ni más, Gawyn Trakand? —demandó al tiempo que estrechaba los ojos, bien que mantuvo el tono bajo; no había necesidad de llamar la atención por discutir—. Caminaremos. Estás dando por sentado demasiadas cosas si crees que…

Gawyn hizo una mueca y le instó en un susurro:

—Las mujeres con las que vine están buscando a alguien. Alguien como tú. Apenas hablan delante de mí, pero he pillado un comentario aquí y otro allí. Y, ahora, sígueme.

Sin mirar atrás echó a andar calle abajo, y ella lo siguió sintiendo un nudo en el estómago.

El recuerdo consiguió bajarla de la nube y que plantara los pies firmemente en el suelo. Estaba casi tan caliente como los adoquines de la ciudad, y lo notaba a través de las suelas de sus botas flexibles. Siguió caminando entre el polvo, devanándose los sesos. Gawyn no sabía mucho más de lo que le adelantó en ese primer intercambio. Adujo que no tenía por qué ser ella a quien buscaban y que lo único que tenía que hacer era ser cauta a la hora de encauzar y dejarse ver lo menos posible. Sólo que él mismo no parecía muy convencido, sobre todo teniendo en cuenta que iba disfrazado. Egwene reprimió el impulso de mencionarle su atuendo; estaba tan preocupado de que si estas Aes Sedai daban con ella se encontraría metida en un buen problema, preocupado de ser él quien, sin saberlo, las condujera hasta ella, tan obviamente reacio a dejar de verla a pesar de sugerírselo él mismo. Y tan convencido de que sólo tenía que escabullirse de vuelta a Tar Valon y a la Torre. O que hiciera las paces con Coiren y las otras y regresara con ellos. Luz, debería haberse enfadado con él por pensar que sabía mejor que ella lo que le convenía, pero, por alguna razón, era incapaz de pensar con claridad estando con él, además de que Gawyn parecía colarse de rondón en todos y cada uno de sus pensamientos.

Se mordisqueó el labio y centró su atención en el verdadero problema. Las Aes Sedai de la Torre. Si tuviera el valor de hacerle preguntas; no sería traicionarlo si le planteaba algunas cosas sin importancia, como a qué Ajahs pertenecían, adónde iban o… ¡No! Sólo se lo había prometido a sí misma, pero incumpliendo esa promesa lo deshonraría a él. Nada de preguntas. Sólo lo que él quisiera decirle por propia iniciativa.

Pensara lo que pensase Gawyn, no había razón para sospechar que esas mujeres estaban buscándola a ella. Aunque, admitió de mala gana, tampoco había ninguna razón para creer que no: sólo un montón de suposiciones y de esperanzas. Los Aiel iban y venían entre las tiendas bajas, pero sólo había un puñado de gai’shain por allí cerca. No se veía a ninguna de las Sabias. Había roto una promesa que les había hecho. En realidad, se la había hecho a Amys, pero era con todas ellas. La necesidad se estaba convirtiendo en una excusa cada vez más vana para justificar su engaño.

—Únete a nosotras, Egwene —llamó una voz de mujer. A pesar de llevar la cabeza tapada no resultaba difícil identificar a Egwene, a no ser que estuviese rodeada de muchachas que todavía no habían acabado de crecer. Surandha, la aprendiza de Sorilea, asomaba la cabeza por la solapa de una tienda y le hacía señas para que se acercara—. Las Sabias se han vuelto a reunir en las tiendas, todas ellas, y nos han dado el día libre. Entero.

Aquello era un lujo rara vez concedido y que Egwene no estaba dispuesta a desaprovechar. Dentro las mujeres estaban tumbadas sobre cojines, leyendo a la luz de las lámparas de aceite —la tienda estaba cerrada para que no pasara polvo, de modo que tampoco entraba luz— o sentadas cosiendo o haciendo punto o bordando. Dos jugaban a hacer cunitas con una cuerda. El murmullo de las conversaciones llenaba la tienda, y varias la saludaron con una sonrisa. No todas eran aprendizas —dos madres y varias hermanas primeras habían ido de visita—, y la mujer de más edad lucía tantas joyas como cualquier Sabia. Todas llevaban desatadas las cintas superiores de las blusas y los chales ceñidos a la cintura, aunque el calor reinante no parecía molestarles.

Un gai’shain iba de un sitio para otro llenando las tazas de té. Había algo en su modo de moverse que lo señalaba como un artesano, no un algai’d’siswai; la dureza seguía presente en sus rasgos, pero en comparación eran una pizca más suaves, de modo que mantener la actitud sumisa no parecía requerir tanto esfuerzo en él. Llevaba una de aquellas bandas que lo identificaba como un siswai’aman. Ninguna de las mujeres le dedicaba más de una mirada superficial a pesar de que se suponía que los gai’shain sólo podían llevar cosas blancas.

Egwene se ató el chal a la cintura y aceptó, agradecida, agua para lavarse la cara y las manos; a continuación desanudó unas pocas lazadas de la blusa y se acomodó en un cojín rojo con borlas que había entre Surandha y Estair, la pelirroja aprendiza de Aerin.

—¿Para qué se han reunido las Sabias?

Su mente no estaba en ese asunto. No tenía intención de renunciar completamente a las visitas a la ciudad —había accedido a mirar en El Hombre Largo todas las mañanas para ver si Gawyn estaba allí, a pesar de que la sonrisita cómplice de la oronda posadera la hizo enrojecer; ¡sólo la Luz sabía lo que imaginaba esa mujer!— pero, definitivamente, se había acabado el escuchar a escondidas en la mansión de lady Arilyn. Después de separarse de Gawyn, se había acercado a la casa lo suficiente para percibir que en su interior se seguía encauzando, pero se marchó nada más echar un rápido vistazo desde la esquina. El estar tan cerca le producía la inquietante sensación de que Nesune iba a aparecer de repente a su espalda.

—¿Lo sabe alguien? —añadió.

—Tus hermanas, por supuesto —rió Surandha. Era una mujer guapa, con grandes ojos de color azul y una risa que la hacía parecer preciosa. Tenía unos cinco años más que Egwene, era capaz de encauzar con tanta fuerza como muchas Aes Sedai y aguardaba con impaciencia ser reclamada a un dominio en el que establecer su hogar. Hasta entonces, sin embargo, corría a complacer el menor deseo de Sorilea—. ¿Qué otra cosa las haría brincar como si se hubiesen sentado en una segade?

—Deberían enviar a Sorilea a hablar con ellas —dijo Egwene mientras tomaba una taza de rayas verdes que le tendía el gai’shain. Al explicarle que sus Cachorros estaban apiñados en los cuartos que no habían ocupado las Aes Sedai y que algunos se habían tenido que instalar en el establo, Gawyn había dejado escapar que no quedaba sitio siquiera para otra fregona; y que las Aes Sedai no estaban preparando ninguna sorpresa. Era una buena noticia—. Sorilea las pondría firmes.

Surandha estalló en carcajadas, en tanto que la risa de Estair fue comedida y no poco escandalizada; la esbelta joven, cuyos grises ojos tenían una expresión seria, se comportaba siempre como si una Sabia estuviese vigilándola. Para Egwene era incomprensible que Sorilea tuviese una aprendiza con la risa siempre pronta, en tanto que Aerin, una mujer afable y sonriente que jamás tenía una palabra desagradable para nadie, tuviese una que parecía estar a la caza de reglas que obedecer.

—Creo que es por el Car’a’carn —dijo Estair en un tono exageradamente grave.

—¿Por qué? —preguntó Egwene con aire ausente. No tenía más remedio que evitar la ciudad. Excepto para reunirse con Gawyn, naturalmente; por muy embarazoso que le resultara admitirlo, no renunciaría a verlo por ninguna razón de menos peso que la certeza de que Nesune estaría aguardándola en El Hombre Largo. Lo cual significaba volver a las caminatas por el exterior de las murallas, con todo ese polvo. Lo de esa mañana había sido una excepción, pero no pensaba dar ninguna excusa a las Sabias para que le prohibiesen volver al Tel’aran’rhiod. Esta misma noche se reunirían con las Aes Sedai de Salidar e irían solas, pero dentro de siete días ella las podría acompañar—. ¿Qué es lo que pasa ahora?

—¿Es que no te has enterado? —exclamó Surandha.

Dentro de dos o tres días podría intentar un contacto con Nynaeve y Elayne o hablarles en sus sueños de nuevo. Mejor dicho, intentar hablarles otra vez; nunca se podía tener la completa seguridad de que la otra persona se diera cuenta de que una era algo más que un simple sueño a no ser que estuviera habituada a ese tipo de comunicación, cosa que no ocurría con Nynaeve y Elayne. Sólo les había hablado de ese modo en una ocasión.

En cualquier caso, la idea de tener contacto con ellas seguía causándole una vaga inquietud. Había tenido otro sueño, casi una pesadilla, respecto a eso; cada vez que una de ellas pronunciaba una palabra, tropezaban y se iban de bruces al suelo o dejaban caer una taza o un plato o derribaban un jarrón, siempre algo que se hacía añicos con el golpe. Desde su interpretación del sueño con Gawyn convirtiéndose en su Guardián, Egwene había intentado descifrarlos todos, aunque sin resultado hasta el momento, pero de lo que no le cabía ninguna duda era de que aquél guardaba algún significado. Tal vez lo mejor sería esperar a la próxima reunión para hablar con ellas. Además, siempre estaba el peligro de

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