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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 125
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no les iba bien a los otros. —Soltó una corta y seca risa—. Quienquiera que los enviara no podía imaginar lo mal que les iría.

—¿Ninguno de estos hombres disparó una ballesta? —preguntó Rand. Fuego compacto. «No», chilló Lews Therin a lo lejos. Los Aiel intercambiaron miradas y después sacudieron las cabezas envueltas en los shoufa—. Colgadlos —ordenó. El hombre con sangre en la cara casi se desmayó. Rand lo aferró con flujos de Aire y lo arrastró a sus pies. Hasta entonces no se había dado cuenta de que estaba asiendo el Saidin. Recibió de buen grado la lucha por la supervivencia, incluso la infección que se adhería a sus huesos como un fango corrosivo. Lo hacía ser menos consciente de cosas que prefería no recordar, de emociones que era mejor no experimentar—. ¿Cómo te llamas?

—F… faral, m… milord. D… dimir Faral. —Los ojos, casi fuera de las órbitas, lo miraban fijamente a través de la máscara de sangre—. P… por favor, no me colguéis, m… milord. ¡Volveré al c… camino de la Luz, lo juro!

—Eres un hombre muy afortunado, Dimir Faral. —Rand sentía su propia voz tan distante como los gritos de Lews Therin—. Vas a presenciar el ajusticiamiento de tus amigos. —Faral rompió a llorar—. Después te darán un caballo e irás a decirle a Pedron Niall que algún día también lo colgaré a él por lo que ha ocurrido aquí.

Cuando soltó los flujos de Aire, Faral se derrumbó hecho un ovillo, gimiendo que cabalgaría hasta Amador sin parar. Los tres que iban a morir miraron ferozmente al que lloriqueaba. Uno de ellos le escupió.

Rand los apartó de su mente. Niall era al único que tenía que recordar. Había algo más que aún debía hacer. Apartó el Saidin lejos de sí, experimentó la lucha de escapar de él sin ser arrastrado por la corriente, la lucha para obligarse a soltarlo. Para llevar a cabo lo que tenía que hacer no quería que hubiese una barrera entre él y sus sentimientos.

Una Doncella estaba enderezando el cuerpo de Desora; le había levantado el velo. La mujer alargó una mano para detenerlo cuando Rand tocó aquel pedazo de negro algode, después, al fijarse en su cara, vaciló y finalmente se puso en cuclillas.

Rand levantó el velo de Desora para grabar los rasgos de la Doncella en su memoria. Parecía estar dormida. Desora, del septiar Musara de los Reyn Aiel. Tantos nombres: Liah, de los Cosaida del clan Chareen; Dailin, de los Montaña de Hierro del clan Taardad; Lamelle, de los Agua Humeante del clan Miagoma… y tantos. A veces repasaba esa lista nombre por nombre. Había uno añadido pero no por él: Ilyena Therin Moerelle. Ignoraba cómo lo había incluido Lews Therin en esa relación, sin embargo no lo borraría aunque supiese la manera de hacerlo.

Dar la espalda al cadáver de Desora fue a la vez un esfuerzo y un alivio, esto último debido a que descubrió que lo que había tomado por otra Doncella muerta era en realidad un varón, de talla baja para ser Aiel. Le dolía la pérdida de los hombres que morían por su causa, pero con ellos podía recordar un viejo dicho: «Deja que los muertos descansen y ocúpate de los vivos». No resultaba fácil, pero podía obligarse a hacerlo. Por el contrario, ni siquiera era capaz de evocar las palabras cuando era una mujer quien caía.

Unas faldas extendidas en el suelo captaron su atención. No sólo habían muerto Aiel.

La saeta se había hincado justo entre los omóplatos de la mujer. La mancha de sangre en la espalda del vestido no era grande; la muerte había sido rápida, por fortuna, pero era un parco consuelo para él. Se arrodilló y le dio la vuelta tan suavemente como le fue posible; la punta de la saeta le asomaba por el pecho. Era una mujer de mediana edad, rostro cuadrado y algunas hebras grises en el cabello. Sus oscuros ojos estaban muy abiertos; parecía sorprendida. Rand ignoraba su nombre, pero aprendió de memoria sus rasgos para añadirla a la lista. Había muerto por encontrarse en la misma calle que él.

Cogió a Nandera por el brazo, y la Doncella se libró de su mano de un tirón ya que no quería que le quitara libertad de movimientos para manejar el arco, pero sí bajó la vista hacia él.

—Encontrad a los familiares de esta mujer —ordenó— y ocupaos de que tengan todo cuanto necesiten. Oro… —No bastaba con eso. Lo que les haría falta sería que les devolvieran a la esposa, a la madre, pero eso no podía dárselo—. Ocupaos de ellos —continuó—. Y enteraos de su nombre.

Nandera extendió una mano hacia él, pero la retiró y volvió a ponerla en el arco. Cuando Rand se levantó advirtió que las Doncellas lo estaban observando. Oh, claro que observaban todo como siempre, pero aquellos rostros velados se volvían hacia él con más frecuencia de lo que era habitual. Sulin sabía cómo se sentía, si es que no estaba enterada también de lo de la lista, pero Rand no tenía ni idea si se lo había dicho a las demás. De ser así, ignoraba lo que opinaban al respecto.

Regresó al punto donde había caído y recogió el Cetro del Dragón. Agacharse supuso un esfuerzo, y el fragmento de lanza parecía pesar una barbaridad. Jeade’en no se había alejado mucho después de que la silla quedó vacía; el caballo estaba bien entrenado. Rand montó al rodado.

—He hecho cuanto podía aquí —manifestó. Que pensaran lo que quisieran. Luego taloneó los ijares del caballo.

Ya que le era imposible alejar los recuerdos, se distanciaría de los Aiel. Al menos durante un rato. Ya había dejado su montura en manos de un mozo de cuadra y había entrado en palacio cuando Nandera y Caldin lo alcanzaron, junto con dos tercios del número de Doncellas y Danzarines de Montaña que lo acompañaban antes. Varios se habían quedado atrás para ocuparse de los muertos. Caldin tenía un aire agriamente irritado y, a juzgar por la ardiente ira reflejada en los ojos de Nandera, Rand pensó que tendría que estar satisfecho de que la Doncella no tuviese el rostro velado.

Antes de que Nandera tuviera ocasión de decir nada, la señora Harfor se acercó a Rand e hizo una reverencia.

—Milord Dragón —empezó con su voz profunda y fuerte—, hay una petición de audiencia con vos de la Señora de las Olas del clan Catelar, de los Atha’an Miere.

Si el buen corte del vestido de rayas rojas y blancas de Reene no hubiese sido suficiente para poner de manifiesto que la denominación de «primera doncella» era poco apropiada, habrían bastado sus modales. La mujer, algo rellena, con el cabello canoso y una barbilla larga, miraba a Rand directamente a los ojos, aunque obligada a echar la cabeza hacia atrás para hacerlo, y de algún modo se las ingeniaba para combinar un grado de deferencia apropiado, una falta absoluta de servilismo y una altanería que para sí quisieran muchas nobles. Al igual que Halwin Norry, la mujer se había quedado en palacio cuando casi toda la servidumbre había huido, bien que Rand sospechaba que el motivo de Reene había sido defender y preservar el palacio de los invasores. No le habría sorprendido enterarse de que hacía un registro periódico en sus aposentos para asegurarse de que no ocultaba en ellos objetos valiosos de palacio. Y tampoco le sorprendería que hubiese intentado registrar a los Aiel.

—¿Los Marinos? —se extrañó—. ¿Qué quieren?

La mujer le lanzó una mirada paciente, intentando ser indulgente con él. Y haciendo patente que le resultaba todo un esfuerzo.

—No han dicho cuál es su petición, milord Dragón.

Si Moraine había sabido algo sobre los Marinos, no lo había incluido en sus lecciones, pero a juzgar por la actitud de Reene esa mujer tenía que ser importante. Desde luego, lo de Señora de las Olas sonaba como tal. En cuyo caso habría de recibirla en el Salón del Trono. No había vuelto allí desde su regreso de Cairhien y no porque tuviera razones para evitar el gran salón; sencillamente no había tenido necesidad de ir allí.

—Esta tarde —dijo lentamente—. Comunicadle que la veré a media tarde. ¿Le habéis proporcionado buenos aposentos? No sólo a ella, sino también a su séquito. —Dudaba que alguien con ese título viajase sola.

—Los rechazó. Habían tomado habitaciones en La Pelota y el Aro. —Su boca se apretó levemente; por lo visto, por muy alto que fuera el título de Señora de las Olas, ese comportamiento no era adecuado a los ojos de Reene Harfor—. Estaban cubiertos de polvo, tan doloridos y agotados del viaje que apenas se sostenían en pie. Vinieron a caballo, no en carruaje, y dudo mucho que estén acostumbrados a los caballos. —Parpadeó, como sorprendida de haber dejado escapar ese comentario, y recobró su habitual aire reservado como quien se echa una capa sobre los hombros—. Otra persona desea veros, milord Dragón. —En su tono se advertía un ligerísimo dejo de desagrado—. Lady Elenia.

Rand estuvo a punto de torcer el gesto. Sin duda Elenia tenía preparada otra disertación sobre sus derechos al Trono del León; hasta el momento, Rand se las había ingeniado para no escuchar más de una palabra de cada tres. No le resultaría difícil rechazarla. Con todo, en realidad debería conocer algo de la historia de Andor, y de los que tenía a mano nadie sabía más de ella que Elenia Sarand.

—Conducidla a mis aposentos, por favor.

—¿De verdad os proponéis que sea la heredera quien ocupe el trono? —El tono de Reene no era duro, pero en su voz había desaparecido todo rastro de deferencia. Su semblante no había cambiado, pero Rand estaba convencido de que la respuesta equivocada la induciría a gritar «Por Elayne y el León Blanco» e intentar aplastarle los sesos, ni que hubiese Aiel ni que no.

—Así es —suspiró—. El Trono del León le pertenece a Elayne. Por la Luz y mi esperanza de salvación y renacimiento, lo es.

Reene lo estudió un momento y después extendió los vuelos de su falda al hacer otra reverencia.

—Os la enviaré, milord Dragón.

Su espalda estaba muy tiesa cuando se alejó, pero lo cierto es que siempre estaba así; imposible saber si había creído una sola palabra.

—Un enemigo artero tenderá una débil trampa —dijo Caldin antes de que Reene se hubiese alejado cinco pasos—. Sintiéndote seguro porque has acabado con la amenaza y con la guardia bajada, te metes en una segunda y más fuerte emboscada.

No había acabado de hablar cuando Nandera manifestó con voz fría:

—Los jóvenes pueden ser impetuosos o atolondrados o necios, pero el Car’a’carn no puede permitirse el lujo de ser joven.

Rand lanzó una ojeada por encima del hombro antes de echar a andar, justo lo suficiente para decir:

—Ya estamos dentro de palacio, de modo que escoged a vuestros dos guerreros.

No le sorprendió mucho que Nandera y Caldin despidieran a los demás y se designaran a sí mismos la tarea de acompañarlo, y no le sorprendió nada que lo siguieran sumidos en un sombrío silencio.

Al llegar a las puertas de sus aposentos, les dijo que hicieran pasar a Elenia cuando hubiese llegado y los dejó en el corredor. Le esperaba un ponche de ciruelas en una jarra de plata cincelada, pero no lo probó. Se quedó plantado delante, mirando fijamente el recipiente, mientras intentaba discurrir lo que iba a decir hasta que cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo y gruñó, sorprendido. ¿Qué había que planear?

Una llamada en la

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