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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 120
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mujeres nombradas suspiraron y rezongaron, soltaron los cuencos de gachas y partieron de inmediato—. Dijiste que conocías a dos —continuó Sorilea antes de que las tres Sabias hubiesen salido de la tienda—. Nesune Bihara ¿y quién más?

—Sarene Nemdahl —contestó Egwene—. Pero entended que no conozco muy bien a ninguna de las dos. Sarene es como casi todas las Blancas, lo razona todo mediante la lógica y a veces parece sorprenderse cuando alguien actúa impulsivamente, pero aun así tiene genio. La mayor parte del tiempo lo mantiene firmemente controlado, pero si uno mete la pata en el momento equivocado… se lo hace pagar caro en un abrir y cerrar de ojos. No obstante, escucha sus razones y admite que estaba equivocada, incluso después de tener un estallido de mal genio. En fin, al menos cuando vuelve a estar de mejor humor.

Egwene se metió una cucharada de gachas y bayas mientras procuraba observar la reacción de las Sabias sin que se notara; ninguna parecía haber advertido su vacilación. Había estado a punto de decir que Sarene la ponía a una a fregar suelos en un visto y no visto. Sólo conocía a las dos mujeres a través de lecciones recibidas de ellas siendo novicia. Nesune, una esbelta kandoresa de ojos penetrantes, era capaz de advertir cuando la atención de una novicia no estaba en el tema tratado aun encontrándose de espaldas; había dado varias clases a las que asistió Egwene. En cuanto a Sarene, sólo había asistido a dos clases impartidas por ella, relativas a la naturaleza de la realidad, pero no era fácil olvidar a una mujer que afirmaba con absoluta seriedad que la belleza y la fealdad eran simples ilusiones, cuando ella tenía una cara que atraería la mirada de cualquier hombre.

—Espero que recuerdes algo más —manifestó Bair mientras se reclinaba sobre un codo para acercarse más a ella—. Aparentemente eres nuestra única fuente de información.

Egwene tardó unos segundos en entender este último comentario. Sí, naturalmente. Bair y Amys debían de haber intentado mirar en los sueños de las Aes Sedai la noche anterior, pero las hermanas salvaguardaban los suyos. Ésa era una habilidad que la joven lamentaba profundamente no haber aprendido antes de abandonar la Torre.

—Si está en mi mano. ¿En qué ala de palacio tienen las habitaciones? —Si quería acercarse a Rand la próxima vez que viniese a Cairhien, sería conveniente estar advertida para no entrar por equivocación en los aposentos que estuviesen ocupando mientras lo buscaba a él. Sobre todo no quería topar con Nesune. Quizá Sarene no recordase el rostro de una novicia en particular, pero la hermana Marrón se acordaría sin lugar a dudas. Más aun, podría ocurrir que cualquiera de las otras que no conocía la identificase; se había hablado mucho de Egwene al’Vere cuando había estado en la Torre.

—Declinaron la oferta de sombra de Berelain incluso para una sola noche. —Amys frunció el entrecejo. Entre los Aiel una oferta de hospitalidad se aceptaba siempre; rehusar, incluso entre aquellos que tenían pleitos de sangre, era deshonroso—. Se albergan con una mujer llamada Arilyn, una noble de los Asesinos del Árbol. Rhuarc cree que Coiren Saeldain conocía de antes a esa tal Arilyn.

—Una de sus informadoras —declaró con certeza Egwene—. O una del Ajah Gris.

Varias de las Sabias rezongaron malhumoradas; Sorilea resopló con patente desagrado, en tanto que Amys soltó un sonoro y decepcionado suspiro. Otras tenían una opinión distinta. Corelna, una mujer de ojos verdes y rasgos aguileños, cuyo cabello rubísimo tenía bastantes hebras grises, sacudió la cabeza con gesto dubitativo, mientras que Tialin, una esbelta pelirroja de nariz afilada, dirigió a Egwene una mirada de incredulidad.

Espiar violaba el ji’e’toh, aunque cómo conciliar tal cosa con el que las caminantes de sueños se asomaran a los sueños de la gente siempre que querían era algo que Egwene todavía no había llegado a entender. Tampoco tenía ningún sentido comentarles que las Aes Sedai no seguían el ji’e’toh. Eso ya lo sabían; les costaba trabajo creer o entender que no lo hicieran, ya fueran Aes Sedai o cualquier otra persona.

Pensaran lo que pensasen, Egwene habría apostado todo cuanto tenía a que estaba en lo cierto. Galldrain, último rey de Cairhien, había tenido una consejera Aes Sedai. Niande Moorwyn había sido casi invisible antes incluso de que desapareciese nada más morir Galldrain, pero una cosa que había descubierto Egwene era que esa consejera había visitado esporádicamente los predios de lady Arilyn. Y Niande era una Gris.

—Al parecer han apostado un centenar de guardias bajo ese techo —apuntó Bair al cabo de un rato. Su voz se tornó muy desabrida cuando añadió—: Argumentan que la situación en la ciudad sigue siendo inestable, pero creo que lo que pasa es que temen a los Aiel.

Unas expresiones inquietantemente interesadas aparecieron en los rostros de varias Sabias.

—¡Un centenar! —exclamó Egwene—. ¿Es que han traído a cien hombres?

—No. —Amys sacudió la cabeza—. Cien, no. Más de quinientos. Los exploradores de Timolan encontraron a la mayoría acampados a medio día de camino al norte de la ciudad. Rhuarc se refirió a ello, y Coiren Saeldain dijo que eran una guardia de honor, pero que los habían dejado fuera de la ciudad para no «alarmarnos».

—Creen que escoltarán al Car’a’carn hasta Tar Valon. —La voz de Sorilea habría partido una piedra y su expresión hacía que, en contraste, ese tono pareciese suave. Egwene no les había ocultado el contenido de la carta de Elaida a Rand, y a las Sabias les gustaba menos cada vez que lo oían.

—Rand no es tan estúpido como para aceptar esa oferta —adujo Egwene, pero tenía la mente en otro asunto.

Quinientos hombres podían ser una guardia de honor. Cabía la posibilidad de que Elaida creyera que el Dragón Renacido no esperaría menos que eso e incluso que se sentiría halagado. Se le pasó por la cabeza un montón de sugerencias, pero tenía que ser prudente. Una palabra equivocada podía inducir a Amys y Bair —o, peor incluso, a Sorilea; esquivar a esta última era como intentar trepar a una peña que estuviera rodeada de zarzas— a darle unas órdenes que no estaba en su mano obedecer. Debía actuar con prudencia pero hacer cuanto podía. O lo que debía, al menos.

—Supongo que los jefes tienen vigilados a esos soldados acampados fuera de la ciudad ¿no? —preguntó.

A medio día de camino; más bien casi un día, ya que no eran Aiel. Demasiado lejos para resultar peligrosos, pero un poco de precaución no perjudicaba a nadie. Amys asintió; Sorilea miró a la joven como si hubiese preguntado si el sol estaba en lo alto del cielo a mediodía. Egwene se aclaró la garganta antes de responderse a sí misma.

—Sí, por supuesto. —Los jefes no iban a cometer esa clase de error—. Bien. Esto es lo que sugiero. Si cualquiera de esas Aes Sedai o más de una de ellas van a palacio, algunas de vosotras que encaucen deberían seguirlas y asegurarse de que no han colocado ninguna clase de trampa. —Las Sabias asintieron en conformidad. Dos tercios de ellas podían manejar el Saidar, algunas en tan escasa medida como Sorilea, y otras como Amys, que era tan fuerte como cualquier Aes Sedai que Egwene conocía; el porcentaje era más o menos igual en todo el colectivo de Sabias. Sus habilidades diferían de las de las Aes Sedai (inferiores en ciertas cosas, superiores en unas pocas, pero por lo general eran distintas, simplemente), aunque a pesar de ello tenían que ser capaces de olerse cualquier regalito indeseado—. Y tenemos que asegurarnos de que son realmente sólo seis.

Tuvo que explicar el porqué. Habían leído libros de las tierras húmedas, pero hasta las mujeres que podían encauzar desconocían los rituales que se habían desarrollado en torno a las Aes Sedai que se enfrentaban con hombres que habían descubierto el contacto con el Saidin. Entre los Aiel, un hombre que descubría su capacidad para encauzar creía que había sido elegido y se encaminaba hacia el norte, a la Llaga, para dar caza al Oscuro; ninguno había regresado jamás. A decir verdad, tampoco Egwene había sabido nada sobre esos rituales hasta que fue a la Torre; las historias que había oído antes rara vez guardaban parecido con la realidad.

—Rand es capaz de dominar a dos mujeres a la vez —terminó. Eso lo sabía por propia experiencia—. Puede que incluso pueda dominar a seis, pero si son más de las que se han presentado abiertamente entonces significará que, como mínimo, han faltado a la verdad, aunque sólo sea por omitir esa información. —Faltó poco para que Egwene se encogiera al verlas fruncir el entrecejo; si uno mentía, incurría en toh con aquella persona a la que engañaba. En su caso, sin embargo, era preciso hacerlo. ¡Lo era!

El resto del tiempo del desayuno discurrió mientras las Sabias decidían quién iría ese día a palacio y a qué jefes debía confiarse la tarea de elegir hombres y Doncellas para descubrir si había más Aes Sedai. Algunos podrían mostrarse reacios a actuar en contra de las Aes Sedai en cualquier circunstancia; las Sabias no lo dijeron así de claro, pero era obvio por lo que sí dijeron, y a menudo con acritud. Otros podrían opinar que el mejor modo de acabar con cualquier amenaza para el Car’a’carn, aun viniendo de unas Aes Sedai, era con la lanza. Unas pocas de las Sabias parecían inclinarse también por esa solución; Sorilea acabó de manera tajante con más de una indirecta sugiriendo que el problema se resolvería si las Aes Sedai dejaran de estar allí, simplemente. Al final, Rhuarc y Mandelain de los Daryne fueron los dos únicos en los que todas estuvieron de acuerdo en delegar el encargo.

—Aseguraos de que no escogen a ningún siswai’aman —dijo Egwene.

Ciertamente, aquellos Aiel recurrirían a la lanza al menor asomo de amenaza. El comentario le acarreó muchas miradas intensas con todo tipo de expresiones, desde las impasibles hasta las furibundas. Las Sabias no eran unas necias. Había algo, no obstante, que inquietaba a la joven. Ninguna de ellas había mencionado lo que salía a relucir casi siempre que se hablaba de Aes Sedai: que los Aiel les habían fallado en una ocasión y que serían destruidos si volvían a fallarles.

Después del último comentario, Egwene no intervino más en la conversación, dedicándose exclusivamente a ingerir otro plato de gachas de avena, esta vez con peras secas además de ciruelas, y con ello se ganó un gesto de aprobación por parte de Sorilea. Sin embargo, no era la aprobación de la anciana Sabia lo que Egwene buscaba en realidad; tenía hambre, sí, pero principalmente lo hizo con la esperanza de que olvidaran que estaba allí. Por lo visto, su pequeña estratagema funcionó.

Terminado el desayuno y la conversación, la joven se dirigió a su tienda, pero se quedó acuclillada debajo de la solapa de la entrada, observando desde allí al reducido grupo de Sabias que se encaminaba hacia la ciudad, encabezadas por Amys. Cuando desaparecieron por las puertas de la muralla más cercanas, Egwene volvió a salir de la tienda. Había Aiel por todas partes, tanto gai’shain como otros, pero no se veía a ninguna Sabia y nadie la miró con interés cuando echó a andar en dirección a la ciudad, sin apretar el paso. Si alguien se fijaba en ella, creería que había salido para hacer sus ejercicios matutinos. Se había levantado un fuerte viento, y las ráfagas arremolinaban nubes de polvo y vieja ceniza de extramuros, pero la animosa

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