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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 117
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casi tan grande como los de los Aiel. Una cazadora del Cuerno, a buen seguro.

Un hombre alto y apuesto, vestido con una chaqueta verde y con dos espadas cruzadas en la espalda, siguió con la mirada a la mujer mientras pasaba con su montura. Probablemente era otro cazador. Parecían estar en todas partes. Cuando la amazona y su yegua desaparecieron entre la apiñada multitud, el tipo se volvió y vio que Egwene lo estaba mirando. Sonrió con repentino interés, cuadró los anchos hombros y echó a andar hacia la joven.

Egwene adoptó instantáneamente su expresión más fría, intentando emular la severidad de Sorilea combinada con el porte imperioso de Siuan Sanche ciñéndose la estola de la Amyrlin sobre los hombros.

El hombre se paró, obviamente sorprendido. Al tiempo que volvía sobre sus pasos, Egwene lo oyó claramente gruñir: «Condenados Aiel». No pudo menos de echarse a reír de nuevo; a despecho del barullo, el tipo debió de oírla, porque se puso envarado y sacudió la cabeza. Pero no miró atrás.

Su buen humor tenía doble motivo; uno de ellos, que por fin las Sabias habían admitido que caminar por la ciudad le proporcionaba tanto ejercicio físico como hacerlo alrededor de las murallas. Sorilea en particular no parecía entender por qué quería pasar un minuto más de lo estrictamente necesario entre multitudes de habitantes de las tierras húmedas, sobre todo cuando estaban apiñados dentro de unos muros. Empero, su talante alegre venía a cuento principalmente porque le habían dicho que, ahora que las jaquecas habían desaparecido del todo —las había tenido desconcertadas que no remitieran ya que a Egwene le había sido imposible disimularlas por completo—, podría regresar al Tel’aran’rhiod pronto. No a tiempo de asistir a la próxima reunión, acordada para dentro de tres noches, pero sí antes de la siguiente.

Eso era un gran alivio en muchos aspectos. Se habría acabado tener que entrar a escondidas en el Mundo de los Sueños; y resolver penosamente todo por sí misma; y el miedo de que las Sabias la sorprendieran y rehusaran seguir instruyéndola; y verse obligada a mentir. Porque no tenía más remedio que engañarlas —no se podía permitir el lujo de perder tiempo; había demasiadas cosas que aprender y dudaba mucho de que pudiera asimilarlas todas en el plazo que quedaba— pero ellas nunca lo entenderían.

Había Aiel entre la multitud, tanto vestidos con el cadin’sor como con los blancos ropajes de gai’shain. Estos últimos iban donde les habían mandado, pero los demás quizás era la primera vez que entraban en el recinto amurallado y, muy probablemente, la última. A los Aiel no parecían gustarles las ciudades, aunque habían acudido en gran número seis días antes para presenciar la ejecución de Mangin. Se contaba que él mismo se había puesto el nudo corredizo alrededor del cuello y que incluso había hecho un chiste Aiel sobre si sería la cuerda la que le rompería el cuello o su cuello el que rompería la cuerda. Egwene había oído a varios Aiel repetir el chiste, pero ni un solo comentario respecto al ahorcamiento. A Rand le caía bien Mangin, de eso no le cabía a Egwene la menor duda. Berelain había comunicado la sentencia a las Sabias como si les estuviera diciendo que tendrían su colada lista al día siguiente, y ellas la habían escuchado con idéntica actitud. Egwene no creía que jamás llegara a entender a los Aiel. Y mucho se temía que ya no entendía a Rand. En cuanto a Berelain, la entendía, y muy bien por cierto; a ésa sólo le interesaban los hombres vivos.

Con ideas así, le costó un gran esfuerzo recuperar el buen humor. En la ciudad, ni que decir tiene, hacía tanto calor como fuera de las murallas —de hecho, sin haber un soplo de aire y con tanta gente apiñada, puede que incluso hiciera más bochorno— y había casi tanto polvo, pero al menos no tenía que caminar y caminar sin otra cosa que mirar que los montones de cenizas de extramuros. Sólo unos cuantos días más y podría volver a aprender; a aprender de verdad. Aquello bastó para que la sonrisa retornara a su rostro.

La muchacha se paró cerca de un enjuto y sudoroso Iluminador; era fácil adivinar cuál era o había sido su oficio. Su espeso bigote no iba cubierto por el diáfano velo que los taraboneses llevaban a menudo, pero los pantalones con pliegues, con bordados en las perneras, y la camisa suelta igualmente bordada en la pechera delataban de sobra su procedencia. Vendía pinzones y currucas en jaulas toscamente construidas. Con la destrucción de la sucursal de su corporación, incendiada por los Shaido, eran muchos los Iluminadores que intentaban encontrar recursos para regresar a Tarabon.

—Lo he oído de una fuente fidedigna —le estaba contando a una guapa mujer de mediana edad que llevaba un vestido de corte sencillo en color azul oscuro. Una mercader, a buen seguro, atenta a sacar algún provecho de quienes esperaban en Cairhien la llegada de tiempos mejores—. Las Aes Sedai están divididas —le confió el Iluminador mientras se inclinaba sobre las jaulas para hablar en un susurro—. Están en pie de guerra. Las unas contra las otras.

La mercader asintió en un gesto de conformidad. Egwene se paró fingiendo estar interesada en un pinzón de cabeza verde y después reanudó la marcha, aunque tuvo que saltar a un lado para apartarse del camino de un juglar de rostro redondo que caminaba ondeando su capa de parches con aire engreído. Los juglares sabían de sobra que se contaban entre las pocas personas de las tierras húmedas que eran bien recibidas en el Yermo; los Aiel no los intimidaban. Al menos, eso aparentaban.

Aquel rumor la inquietaba. No que la Torre estuviera dividida —algo así no podía guardarse en secreto mucho más tiempo— sino lo referente a la guerra entre Aes Sedai. Enterarse de que existía un conflicto entre las hermanas era como saber que una parte de la propia familia estaba enfrentada con la otra, y el hecho de conocer las razones apenas lo hacía tolerable, pero la idea de que la situación pudiera llegar a más… Ojalá hubiese un modo de devolver a la Torre su anterior fortaleza, al igual que se sana a un enfermo con la Curación; unificarla de nuevo sin que hubiera derramamiento de sangre.

En la calle, un poco más adelante, una sudorosa mujer de extramuros, que habría resultado bonita si su cara hubiera estado más limpia, despachaba rumores junto con las cintas y alfileres que llevaba en una bandeja sujeta con una correa al cuello. Su vestido era de seda azul con franjas rojas en la falda; se notaba que estaba confeccionado para otra mujer más baja, de manera que el raído repulgo le quedaba lo bastante alto para mostrar sus toscos zapatos. Unos agujeros en las mangas y en el corpiño señalaban los lugares donde se había arrancado los bordados.

—Es un hecho —informaba a la mujer que estaba escogiendo en la bandeja—. Se han visto trollocs por los alrededores de la ciudad. Ah, sí, ese color verde hará resaltar vuestros ojos. Centenares de trollocs, y…

Egwene siguió caminando sin aminorar el paso. Si hubiese habido un solo trolloc en las cercanías de la ciudad, los Aiel lo habrían sabido mucho antes de que se convirtiera en tema de chismorreo en las calles. Ojalá que las Sabias fueran más dadas a chismorrear. Bueno, a veces lo hacían, pero siempre respecto a otros Aiel. En lo que a los Aiel concernía, ninguna cosa sobre las gentes de las tierras húmedas era digna de despertar su interés. Empero, tener la oportunidad de colarse en el estudio de Elaida en el Tel’aran’rhiod cada vez que quería y leer las cartas y los documentos de la mujer había despertado en ella un instinto que la ayudaba a saber lo que estaba ocurriendo en el mundo.

De pronto se dio cuenta de que estaba mirando a su alrededor con otros ojos, observando los rostros de las personas. Que había informadores de las Aes Sedai en Cairhien era tan cierto como que estaba transpirando. Elaida debía de recibir un informe diario con palomas mensajeras desde Cairhien, si no más de uno. Espías de la Torre, espías de los Ajahs, espías personales de una u otra hermana. Estaban por todas partes, a menudo donde menos se sospechaba y de quien menos se esperaba. ¿Qué hacían esos dos acróbatas plantados allí, sin efectuar sus volantines? ¿Estarían recobrando el resuello o es que se dedicaban a vigilarla? Los artistas callejeros reanudaron su número, uno de ellos haciendo el pino en los hombros del otro.

Una informadora del Ajah Amarillo había intentado en una ocasión enviar a Elayne y Nynaeve de vuelta a la Torre como si fuesen simples fardos, en cumplimiento de las órdenes impartidas por Elaida. En realidad Egwene no sabía si Elaida también la quería a ella, pero dar por sentado lo contrario sería una solemne estupidez por su parte. No podía creer que Elaida perdonara jamás a cualquiera que hubiese colaborado estrechamente con la mujer a la que había depuesto.

Lo que es más, probablemente algunas Aes Sedai de Salidar también tenían informadores aquí. Si les llegaban noticias sobre una tal «Egwene Sedai del Ajah Verde»… El informador podía ser cualquiera: aquella mujer delgada parada en el escaparate de una tienda, que al parecer examinaba una pieza de paño gris oscuro; o la mujer de aspecto ordinario que holgazaneaba en la puerta de una taberna mientras se daba aire en la cara con el delantal; o aquel tipo gordo que empujaba una carretilla llena de pasteles… ¿Por qué la miraba de un modo tan extraño? Faltó poco para que Egwene se encaminara de inmediato a las puertas de la ciudad más próximas.

Fue precisamente aquel tipo quien la hizo cambiar de opinión o, más bien, la forma repentina en que trató de tapar los pasteles con las manos. La miraba porque se había dado cuenta de que ella lo estaba observando fijamente. Seguramente tenía miedo de que una «salvaje» Aiel fuera a coger parte de su mercancía sin pagar.

Egwene rió con desgana. Aiel. Hasta la gente que la miraba a la cara daba por hecho que era Aiel. Un informador de la Torre que la estuviese buscando pasaría de largo a su lado. Sintiéndose mucho mejor, la joven reanudó su caminata por las calles, escuchando cuando le era posible hacerlo.

El problema era que se había acostumbrado a enterarse de cosas sólo semanas, o incluso días, después de que hubiesen ocurrido, y con la certeza de que, efectivamente, habían pasado. Un rumor podía recorrer un centenar de kilómetros en un día o tardar un mes y dar origen a diez versiones distintas a diario. Aquella mañana había oído que se había ejecutado a Siuan por descubrir al Ajah Negro; que pertenecía al Ajah Negro y seguía viva; que el Ajah Negro había forzado la huida de la Torre a las Aes Sedai que no pertenecían a él. Ninguna de esas noticias era nueva, sólo una versión de otras ya conocidas. Una novedad, que se había propagado como el fuego en una pradera en verano, era que la Torre había estado detrás de todos los falsos Dragones; aquello la enfureció tanto que se alejó a grandes pasos, con la espalda muy tiesa, cada vez que lo oyó. Lo que significaba que había caminado bastante de esa guisa. Escuchó que los andoreños agrupados en Aringill habían proclamado reina a una noble —una tal

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